Qué sería de los padres de bebé sin el impagable auxilio de la pediatría. Es ciencia fundamental y de gran utilidad para los pediatras.
En cuanto se produce el llamado feliz alumbramiento y la mamá ha sido rajada y artesanalmente cosida con la pericia necesaria para que después de la cuarentena de los días venga la cuarentena de los puntos, antes de que nadie ose tocar a la criatura la examina un pediatra de guardia que dictamina que todo está bien y que esas deformaciones de la cabeza se deben a que la mamá se sentaba en malas posturas durante los últimos meses del embarazo y que ese color rojo tirando a ocre es indicio de una envidiable salud del recién nacido. De paso, y antes de que la suegra, siguiente en el orden natural, le ponga la mano encima al neonato, queda concertada la primera cita pediátrica para unos días después, a fin de que el médico explique a los progenitores que todo va de maravilla y que si el crío berrea es porque los críos berrean mucho, que si no mama, ya mamará y que hay unos aparatos muy prácticos para que la madre se saque la leche, incluso la mala, y que puede congelarla por si un día hay una emergencia en casa.
Las citas con el pediatra se van sucediendo al ritmo de los periodos lunares, una vez al mes. Se comienza cada vez con serie de preguntas que siempre son las mismas, básicamente si come o no come y qué tal las cacas. Si resulta que sí come y que las cacas son simplemente cacas de las de toda la vida, la conclusión que el médico saca, tras unos segundos de reflexión, es que todo marcha a pedir de boca y que vaya suerte; si el bebé se niega a tragar, llora todo el día y tiene unas deposiciones parecidas a las de un oso en cautividad, la meditación del galeno es más breve y, sin torcer el gesto, proclama que todo evoluciona igualmente de maravilla y que son fases normales en el crecimiento. En caso de que la inquietante situación se prolongue unos seis meses más, con sus correspondientes consultas, el pediatra cambia de tercio y tratará de convencer a los padres de que hay niños muy cabrones y que, mira por donde, les ha tocado uno de ésos. El consejo final es que no hay por qué preocuparse, pero que conviene tratar al infante con más mimo, para que no se le alteren las regularidades intestinales.
El siguiente trámite en cada consulta es pesar y medir. Otra fuente de sorpresas sin cuento. Resulta que ahora, en la nueva cita, el niño mide dos centímetros menos que el mes pasado. ¿Habrá encogido?, se preguntan, perplejos, los papás. Pero de inmediato llega la ciencia para consolarlos, por boca del experto: no, no, será que esta vez no lo hemos estirado tanto al medirlo. Ah, qué tranquilo se queda uno ante semejante alarde de precisión.
Acto seguido, el pediatra se sienta en su mesa, saca una regla y un papel con unos gráficos, y traza unas rayas. Respiraciones en suspenso, se palpa la tensión: es el percentil. Ahora sabremos cómo va nuestro chiquitín en la clasificación general. Si está en cabeza y su medida y su peso pueden hacernos sospechar que hemos concebido un ser obeso y tirando a monstruoso, nos calmará con el argumento de que es indicio de excelente salud y que menuda leche se gasta la mamá. En ese caso conviene telefonear de inmediato a las abuelas, que siempre se enorgullecen de los progresos de la raza y valoran a los nietos con el mismo criterio con el que antes se observaba a los cerdos antes del sanmartín. ¿Habrá cosa más tierna que ver a una abuela reinterpretando ante las vecinas las deformidades de un nieto? De esas piernas informes y grasientas dicen que son unos rollitos preciosos y en esa cara embotada no aprecian más que tempranos signos de inteligencia. Pero ése es otro cuento y a las abuelas dedicaremos otro día un monográfico.
Cuando del dichoso percentil resulta que el mocoso está perfectamente escuchimizado y que va camino de ser un peso pluma de por vida, el pediatra explica que tampoco hay por qué alterarse, pues un tres por ciento de los enanos son aún más enanos y, sobre todo, hay niños que dan el último estirón a los veintitrés años y que luego menudos mozarrones, como uno de su pueblo que libró de la mili, cuando había mili, y luego acabó de modelo de El Corte Inglés. Los pediatras operan con unos criterios de normalidad más que generosos y las abuelas acaban asumiendo que más vale chiquitín y listo que no un gordinflón como el de la vecina. Todo en orden siempre.
Tanto se acostumbra uno al efecto calmante de los dictámenes pediátricos, que a veces acude a la consulta antes de que se cumpla el mes prescrito. Suele ser en casos en que el niño lleva ocho días sin probar bocado, con las cacas -que, sin embargo, sigue haciendo; otro misterio que un día trataremos- azules, la mirada perdida y cuarenta de fiebre, salvo por las tardes, cuando sube a cuarenta y uno. Lo primero que el galeno hace es preguntar si va a la guardería, deseando con toda su alma que la respuesta sea que sí, pues entonces el veredicto es automático: hija, es que en la guardería lo cogen todo. Uno se pregunta por qué no cierran las guarderías o por qué no las desinfectan semanalmente, pero se ve que tiene que ser así para que sólo sobrevivan los más aptos para la lucha por la vida. El niño juega a diario en el parque con los hijos de los colegas del parque, en casa se pasa el rato revolcándose con los primitos y en la calle se abalanza con precisión de tirador olímpico sobre cualquier porquería animal, pero sólo se contagia con los miasmas de la guardería. Un misterio.
Si al médico se le responde que el niño no visita la guardería, la cosa cambia. Antes de que pueda emitir el especialista su juicio sesudo, los padres se habrán extendido en prolijas disculpas, pues todo padre de churumbel que no lo manda a la guardería desde los tres meses y medio es sospechoso de malas artes y de no querer que la criatura enferme a su debido tiempo. El pediatra escucha con gran cortesía y calma a los abochornados progenitores con el argumento de que la doctrina discrepa en materia de guarderías y que unas veces está bien mandarlos a ella y otras veces no y que todo depende, aunque no se sepa de qué depende. Recuperada la tranquilidad paterna y desterrado el remordimiento, toca ahora ver por qué está tan pocho ese pequeño que no acude a jardines de infancia y paraísos de los bacilos. Es sencillo: son cosas de la edad y es mejor esperar. ¿Esperar cuánto? ¿Y si las cacas pasan del azul al verde? Nada, nada, denle Apiretal y vuelvan el mes que viene y ya veremos si encargamos unos análisis. Previamente, eso sí, le han mirado las orejas con un aparatito que todos los bebés quieren agarrar, y al examinarle también la garganta descubren que, huy, le está saliendo un diente, y eso va a ser. O un diente o gases. ¿Gases? Sí, sí, ratifica el médico, ¿ustedes han notado que a veces se hincha? Sí. Pues ya está, gases. Si ven que se sigue hinchando, el mes que viene solicitamos unos análisis. Oiga, pero es que ya ni nos cabe en la cuna, de tan inflado que se ha puesto. Ah, pues entonces van a ser los dientes. No hay alternativa. La ciencia es así, exacta y llena de seguridad.
Alguna vez puede ocurrir que el niño no llegue entero a la próxima consulta, ésa en la que se le iban a pedir unos análisis que se examinarían treinta días después. Pobrecito, hubo que internarlo deshidratado, anémico y con convulsiones. Entonces el pediatra contraatacará con saña: ¿por qué no me dijeron que las cacas eran tan azules? Sí se lo dijimos, doctor, musita el padre, dispuesto a tomar él las riendas en tan crítica situación. No, no, no, replica el doctor, ustedes no me dijeron que eran azul cobalto. Ah, perdón. Y retornan a la clínica convencidos de que la culpa fue suya por no fijarse bien.
Los pediatras tienen bula. Si un padre mosqueado le comenta a cualquier conocido que vaya cómo se ha columpiado el pediatra, siempre le van a responder lo mismo: claro, es que lo suyo es muy difícil porque los bebés no dicen dónde les duele ni explican qué sienten. Sí, muy bien, pero entonces se imponen dos conclusiones, a cual más sorprendente. Una, que lo de los veterinarios es prodigioso, pues, que se sepa, tampoco el perro y el gato dicen mayor cosa sobre sus dolencias y, sin embargo, los veterinarios suelen dar en el clavo. La otra, que, por esa regla de tres, lo de los médicos de adultos no tiene un puñetero mérito, pues no hacen más que seguirle el rollo al paciente, que es quien se autodiagnostica.
La consulta en pediatría suele terminar en unas consideraciones sobre la dieta ideal y, a veces, con la entrega de un folleto sobre alimentación infantil perfecta. Procuren que coma verdura, fruta y queso todos los días, pescado cada dos, carne cada tres y un par de huevos a la semana, amén de cereales, arroz con leche, compota de kiwi y pastel de salmón. Ostras, doctor, pero es que no conseguimos meterle ni un yogur. ¿No? Pues entonces es porque le está saliendo un diente o tiene gases, así que tranquilos y déjenlo que coma lo que le dé la gana, pues la naturaleza es muy sabia y lo mejor es no interferir en sus procesos.
Regresa al hogar la familia al completo, todos reconfortados, y a los papás se les pone una beatífica sonrisa mientras la luz de sus ojos intenta clavarle al perro un abrecartas por salva sea la parte y se traga aquella espada tan preciosa de la figura de Lladró que teníamos en el salón, concretamente la figura azul cobalto. Progresa adecuadamente, ya nos lo dijo el pediatra. Qué tranquilidad, mi amol.
En cuanto se produce el llamado feliz alumbramiento y la mamá ha sido rajada y artesanalmente cosida con la pericia necesaria para que después de la cuarentena de los días venga la cuarentena de los puntos, antes de que nadie ose tocar a la criatura la examina un pediatra de guardia que dictamina que todo está bien y que esas deformaciones de la cabeza se deben a que la mamá se sentaba en malas posturas durante los últimos meses del embarazo y que ese color rojo tirando a ocre es indicio de una envidiable salud del recién nacido. De paso, y antes de que la suegra, siguiente en el orden natural, le ponga la mano encima al neonato, queda concertada la primera cita pediátrica para unos días después, a fin de que el médico explique a los progenitores que todo va de maravilla y que si el crío berrea es porque los críos berrean mucho, que si no mama, ya mamará y que hay unos aparatos muy prácticos para que la madre se saque la leche, incluso la mala, y que puede congelarla por si un día hay una emergencia en casa.
Las citas con el pediatra se van sucediendo al ritmo de los periodos lunares, una vez al mes. Se comienza cada vez con serie de preguntas que siempre son las mismas, básicamente si come o no come y qué tal las cacas. Si resulta que sí come y que las cacas son simplemente cacas de las de toda la vida, la conclusión que el médico saca, tras unos segundos de reflexión, es que todo marcha a pedir de boca y que vaya suerte; si el bebé se niega a tragar, llora todo el día y tiene unas deposiciones parecidas a las de un oso en cautividad, la meditación del galeno es más breve y, sin torcer el gesto, proclama que todo evoluciona igualmente de maravilla y que son fases normales en el crecimiento. En caso de que la inquietante situación se prolongue unos seis meses más, con sus correspondientes consultas, el pediatra cambia de tercio y tratará de convencer a los padres de que hay niños muy cabrones y que, mira por donde, les ha tocado uno de ésos. El consejo final es que no hay por qué preocuparse, pero que conviene tratar al infante con más mimo, para que no se le alteren las regularidades intestinales.
El siguiente trámite en cada consulta es pesar y medir. Otra fuente de sorpresas sin cuento. Resulta que ahora, en la nueva cita, el niño mide dos centímetros menos que el mes pasado. ¿Habrá encogido?, se preguntan, perplejos, los papás. Pero de inmediato llega la ciencia para consolarlos, por boca del experto: no, no, será que esta vez no lo hemos estirado tanto al medirlo. Ah, qué tranquilo se queda uno ante semejante alarde de precisión.
Acto seguido, el pediatra se sienta en su mesa, saca una regla y un papel con unos gráficos, y traza unas rayas. Respiraciones en suspenso, se palpa la tensión: es el percentil. Ahora sabremos cómo va nuestro chiquitín en la clasificación general. Si está en cabeza y su medida y su peso pueden hacernos sospechar que hemos concebido un ser obeso y tirando a monstruoso, nos calmará con el argumento de que es indicio de excelente salud y que menuda leche se gasta la mamá. En ese caso conviene telefonear de inmediato a las abuelas, que siempre se enorgullecen de los progresos de la raza y valoran a los nietos con el mismo criterio con el que antes se observaba a los cerdos antes del sanmartín. ¿Habrá cosa más tierna que ver a una abuela reinterpretando ante las vecinas las deformidades de un nieto? De esas piernas informes y grasientas dicen que son unos rollitos preciosos y en esa cara embotada no aprecian más que tempranos signos de inteligencia. Pero ése es otro cuento y a las abuelas dedicaremos otro día un monográfico.
Cuando del dichoso percentil resulta que el mocoso está perfectamente escuchimizado y que va camino de ser un peso pluma de por vida, el pediatra explica que tampoco hay por qué alterarse, pues un tres por ciento de los enanos son aún más enanos y, sobre todo, hay niños que dan el último estirón a los veintitrés años y que luego menudos mozarrones, como uno de su pueblo que libró de la mili, cuando había mili, y luego acabó de modelo de El Corte Inglés. Los pediatras operan con unos criterios de normalidad más que generosos y las abuelas acaban asumiendo que más vale chiquitín y listo que no un gordinflón como el de la vecina. Todo en orden siempre.
Tanto se acostumbra uno al efecto calmante de los dictámenes pediátricos, que a veces acude a la consulta antes de que se cumpla el mes prescrito. Suele ser en casos en que el niño lleva ocho días sin probar bocado, con las cacas -que, sin embargo, sigue haciendo; otro misterio que un día trataremos- azules, la mirada perdida y cuarenta de fiebre, salvo por las tardes, cuando sube a cuarenta y uno. Lo primero que el galeno hace es preguntar si va a la guardería, deseando con toda su alma que la respuesta sea que sí, pues entonces el veredicto es automático: hija, es que en la guardería lo cogen todo. Uno se pregunta por qué no cierran las guarderías o por qué no las desinfectan semanalmente, pero se ve que tiene que ser así para que sólo sobrevivan los más aptos para la lucha por la vida. El niño juega a diario en el parque con los hijos de los colegas del parque, en casa se pasa el rato revolcándose con los primitos y en la calle se abalanza con precisión de tirador olímpico sobre cualquier porquería animal, pero sólo se contagia con los miasmas de la guardería. Un misterio.
Si al médico se le responde que el niño no visita la guardería, la cosa cambia. Antes de que pueda emitir el especialista su juicio sesudo, los padres se habrán extendido en prolijas disculpas, pues todo padre de churumbel que no lo manda a la guardería desde los tres meses y medio es sospechoso de malas artes y de no querer que la criatura enferme a su debido tiempo. El pediatra escucha con gran cortesía y calma a los abochornados progenitores con el argumento de que la doctrina discrepa en materia de guarderías y que unas veces está bien mandarlos a ella y otras veces no y que todo depende, aunque no se sepa de qué depende. Recuperada la tranquilidad paterna y desterrado el remordimiento, toca ahora ver por qué está tan pocho ese pequeño que no acude a jardines de infancia y paraísos de los bacilos. Es sencillo: son cosas de la edad y es mejor esperar. ¿Esperar cuánto? ¿Y si las cacas pasan del azul al verde? Nada, nada, denle Apiretal y vuelvan el mes que viene y ya veremos si encargamos unos análisis. Previamente, eso sí, le han mirado las orejas con un aparatito que todos los bebés quieren agarrar, y al examinarle también la garganta descubren que, huy, le está saliendo un diente, y eso va a ser. O un diente o gases. ¿Gases? Sí, sí, ratifica el médico, ¿ustedes han notado que a veces se hincha? Sí. Pues ya está, gases. Si ven que se sigue hinchando, el mes que viene solicitamos unos análisis. Oiga, pero es que ya ni nos cabe en la cuna, de tan inflado que se ha puesto. Ah, pues entonces van a ser los dientes. No hay alternativa. La ciencia es así, exacta y llena de seguridad.
Alguna vez puede ocurrir que el niño no llegue entero a la próxima consulta, ésa en la que se le iban a pedir unos análisis que se examinarían treinta días después. Pobrecito, hubo que internarlo deshidratado, anémico y con convulsiones. Entonces el pediatra contraatacará con saña: ¿por qué no me dijeron que las cacas eran tan azules? Sí se lo dijimos, doctor, musita el padre, dispuesto a tomar él las riendas en tan crítica situación. No, no, no, replica el doctor, ustedes no me dijeron que eran azul cobalto. Ah, perdón. Y retornan a la clínica convencidos de que la culpa fue suya por no fijarse bien.
Los pediatras tienen bula. Si un padre mosqueado le comenta a cualquier conocido que vaya cómo se ha columpiado el pediatra, siempre le van a responder lo mismo: claro, es que lo suyo es muy difícil porque los bebés no dicen dónde les duele ni explican qué sienten. Sí, muy bien, pero entonces se imponen dos conclusiones, a cual más sorprendente. Una, que lo de los veterinarios es prodigioso, pues, que se sepa, tampoco el perro y el gato dicen mayor cosa sobre sus dolencias y, sin embargo, los veterinarios suelen dar en el clavo. La otra, que, por esa regla de tres, lo de los médicos de adultos no tiene un puñetero mérito, pues no hacen más que seguirle el rollo al paciente, que es quien se autodiagnostica.
La consulta en pediatría suele terminar en unas consideraciones sobre la dieta ideal y, a veces, con la entrega de un folleto sobre alimentación infantil perfecta. Procuren que coma verdura, fruta y queso todos los días, pescado cada dos, carne cada tres y un par de huevos a la semana, amén de cereales, arroz con leche, compota de kiwi y pastel de salmón. Ostras, doctor, pero es que no conseguimos meterle ni un yogur. ¿No? Pues entonces es porque le está saliendo un diente o tiene gases, así que tranquilos y déjenlo que coma lo que le dé la gana, pues la naturaleza es muy sabia y lo mejor es no interferir en sus procesos.
Regresa al hogar la familia al completo, todos reconfortados, y a los papás se les pone una beatífica sonrisa mientras la luz de sus ojos intenta clavarle al perro un abrecartas por salva sea la parte y se traga aquella espada tan preciosa de la figura de Lladró que teníamos en el salón, concretamente la figura azul cobalto. Progresa adecuadamente, ya nos lo dijo el pediatra. Qué tranquilidad, mi amol.
3 comentarios:
Esto sólo pasa con el primero. Relax.
Sólo un maestro puede verter tan elocuente contenido en tan insipiente forma. Me extrañé cuando leí sobre el nuevo rincón, no me explicaba cómo iba a entrar en el tema, hasta pensé que iba a terminar dando cursos prematrimoniales en DURALEX. Mis prejuicios quedaron atrás, y mis juicios siguen en calificación ascendente.
Mi Churumbela Minor (2a 6m) espera a que la pediatra se confíe y le suele dar un cabezazo en el pecho, rollo Zidane vs. Materazzi pero con más frialdad y más decisión. Suele darle en el esternón y suena como un seco "thump". Pero el otro día pilló teta y la pobre mujer casi se desmaya del dolor. ¿Quiere que se la presente a su Elsa de Usted? Puede ser el inicio de una venganza organizada contra el género pediatra...
P.S. Una anésdotan. Con las "Leyes de Megan", en algunos Estados es obligatorio que los pederastas comuniquen sus cambios de residencia a la policía local. En ocasiones, esos datos se filtran y se organizan bonitos linchamientos. Pues bien: con la paranoia, unos vecinos leyeron en la placa de una clínica "pediatra", lo confundieron con "pederasta" y casi inician un linchamiento.
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