No es extraño lo que está pasando con el secuestro del Alakrana. Me refiero al desconcierto general sobre lo que se puede y se debe hacer en situaciones así. Es parte de la crisis profunda de la idea del Estado y del modo de entender sus cometidos. No está de más analizar unos cuantos elementos que contribuyen a tal desorientación.
En primer lugar, tanto entre una parte de la llamada intelectualidad como entre buena parte de los políticos se extiende una visión sesgada del Estado, fuertemente utópica por inviable y fruto de pensar que el poder puede ejercerse con planteamientos entre anarcoides y puramente filantrópicos. Cierta izquierda lleva en los genes ideológicos la aversión al Estado, pero ya no se cree que sea el Estado un puro instrumento de la opresión de clase y que la reforma de las estructuras económicas y los modos de producción pueda ir adelgazándolo hasta llegar a su disolución. Se quiere Estado para practicar la caridad o para socorrer al votante menesteroso, pero esa idea del Estado que ayuda reemplaza al Estado que redistribuye eficazmente la riqueza conforme patrones objetivos de trabajo, mérito y capacidad. No hay más que ver cómo en España ahora mismo se combinan los loables esfuerzos para socorrer a los desempleados con una política fiscal escasísimamente redistributiva. Hay que aumentar los ingresos del erario público para sostener las políticas de apoyo a los parados, pero, al tiempo, se permite que las grandes fortunas vivan en un sistema fiscal que para ellas es paradisíaco y se suprimen impuestos como el de sucesiones. En estos días anda un partido supuestamente tan izquierdista como ERC luchando a brazo partido para que en Cataluña se elimine ese impuesto, el de sucesiones. El régimen fiscal especial de las grandes fortunas no se cuestiona en las negociaciones sobre los Presupuestos del Estado, negociaciones, en las que sin embargo, se presenta como un gran avance el mantener la desgravación de los cuatrocientos euros para los que tienen menos ingresos y, para despistar, se presenta ante la opinión pública como un gran avance la modificación de la llamada Ley Beckham. Se pone el acento sobre el mantenimiento de los servicios públicos, en los que los costes se mantienen o aumentan al mismo tiempo que se aligeran los controles de su gestión económica y baja estrepitosamente la calidad de tales prestaciones. Basta pensar en la Sanidad o la Educación. Demagogia más impunidad, con el resultado de que el ciudadano soporta un aparato administrativo hinchado de funcionarios y cada vez menos apto para cumplir los objetivos que lo justifican.
Este nuevo Estado se pretende similar a una ONG cuyos objetivos humanistas se dan la mano con la aversión a la autoridad. Se parte de una visión buenista de los ciudadanos, los grupos y las culturas y se rechaza el componente de autoridad y coacción que es definitorio de los Estados. Mejor dicho, la síntesis de optimismo antropológico y de rechazo de la autoridad y la fuerza provoca la reconversión de la autoridad estatal en autoridad puramente paternalista. Todos somos buenos y sobrarían los ejércitos y las policías si no fuera porque a veces nosotros, los ciudadanos, no sabemos comportarnos como exige nuestra bondadosa naturaleza, desconocemos lo que en verdad nos conviene y es necesario presionarnos un poco para que nos comportemos como corresponde al ideal. Así, se nos aprietan las tuercas en la carretera, se nos castiga por fumar o se nos llena de admoniciones para que comamos sano, no tomemos drogas y bebamos poco alcohol. El Estado deja de estar representado por el guardia de la porra y toma las facciones del cura que nos amenaza con las penas del infierno o del maestro que nos amonesta, regla en mano, para que nos conduzcamos como buenos chicos.
En ese ambiente ideológico la regla es la bondad y la decencia y el crimen realmente reprobable funciona como excepción. Unos pocos comportamientos se persiguen con saña porque se tienen por quintaesencia de la inmoralidad: terrorismo, pedofilia, violencia doméstica masculina, tráfico de drogas. Esos delincuentes son los irrecuperables, los enemigos inhumanos, la escoria que desdice de la natural bonhomía del ciudadano común. Lo demás son errores puntuales de sujetos que padecen ocasionales obnubilaciones o que delinquen por razones imputables al medio social, a su contexto vital, y se supone que bastará modificar el contexto mediante llamadas a la fraternidad universal para que la sociedad tenga la calma de una balsa de aceite. Adoctrinamos al delincuente común y quitamos de la circulación expeditivamente a aquellos criminales irrecuperables, y se cree que de esa manera llegaremos a vivir en una auténtica comunidad de santos, en armonía y feliz comunión.
Así pues, de puertas adentro el aparato coactivo del Estado se justifica únicamente o por su función educativa y paternalista o por lucha contra aquellos “enemigos” que ya no son personas. Mientras, la función de orden y autoridad en las relaciones sociales ordinarias pasan a desempeñarla agencias privadas de seguridad. Los ciudadanos, dice el Estado, no somos ni ladrones ni agresivos, pero en cada negocio, institución o edificio en construcción hay una empresa de seguridad encargada de evitar los robos y las agresiones. Se supone que es para crear puestos de trabajo, no porque hagan falta realmente. Donde no cabe ese tipo de vigilancia, como en la alta delincuencia económica y en la corrupción político-administrativa, los desaprensivos campan a sus anchas. El Estado es felizmente impotente, concentrado como está en hacernos virtuosos y en quitar de en medio sin contemplaciones a los definitivamente descarriados.
Tenemos un Estado acomplejado y vergonzante. Su función represiva, teóricamente injustificada entre ciudadanos que son por definición virtuosos, sólo se ejerce sin reparo con ánimo paternalista frente a la mayoría y con afán vengativo ante la minoría de los que por considerarse inasimilables merecen ser excluidos de la convivencia ordinaria. Y, en lo relativo al orden económico, la falta de voluntad para la implantación de una real igualdad de oportunidades por la vía de una política redistributiva y una gestión adecuada de los servicios públicos se compensa volcando el aparente esfuerzo en labores asistenciales. Por supuesto, cuando hablamos del Estado, que no piensa ni siente como tal, nos referimos a la intelligentsia política y a la clase política en general.
En el plano internacional no sucede algo muy diferente. Tres ideas o sensaciones difusas determinan aquí las posturas y las políticas. En primer lugar, el postulado de que todas las culturas y todos los países tienen un fondo de bondad y poderosas razones para su modo de ser y de obrar; el buenismo desemboca por este lado en una especie de relativismo cultural blando. En segundo lugar, el sentimiento de que los desmanes, excesos y hasta crímenes que en ciertos territorios y culturas acontecen traen en última instancia su causa de nuestras culpas, de las culpas de un Occidente explotador y egoísta. Por este camino, el examen de conciencia basado en un análisis mesurado de las circunstancias históricas, económicas y políticas resulta ensombrecido por un larvado afán de protagonismo de nuestros Estados y nuestra cultura. En tercer lugar, se expande la convicción de que todo conflicto internacional, aun el provocado por los fanatismos religiosos, el tribalismo o las dinámicas internas de ciertos países, se puede resolver mediante negociaciones, estímulos y pactos, siempre entre “ellos” y “nosotros” los occidentales dominantes. El pacifismo a ultranza y un humanismo dogmático y acrítico se tiñe de optimismo diplomático y adanismo intercultural. Curiosamente, actitudes así, aparentemente impregnadas de ética de las relaciones internacionales, van de la mano con la práctica inconfesa de una Realpolitik que, en nombre de los intereses de nuestro Estado, no se inhibe lo más mínimo de la venta masiva de armas a países en los que se masacran los derechos humanos de su propia población o de todo tipo de acuerdos y componendas con dictaduras y tiranías de cualquier jaez.
El doblez o la esquizofrenia de tal política internacional se encubre mediante dos estrategias. Una, la reiteración de las políticas de caridad, consistentes ahora en ayudas al desarrollo practicadas con más alharaca que efectividad, con gran oscurantismo en su gestión y sin ánimo de corregir el uso descaradamente corrupto que en muchos Estados se hace de tales recursos donados con espíritu puramente propagandístico. La otra consiste la adopción en el plano internacional de estrategias de autolegitimación a base de poner el énfasis en políticas transnacionales completamente desvinculadas del ánimo de combatir el despotismo y las desigualdades sangrantes en gran parte del llamado Tercer Mundo. Hoy esa función la desempeñan por ejemplo la lucha contra el cambio climático o, en general, la política ecológica internacional.
Por supuesto que no se trata de restar importancia a la lucha contra las alteraciones peligrosas del clima ni de poner en solfa la ayuda al desarrollo, sino de destacar cómo, en su modo de articularse como ejes de la acción internacional del Estado, van de la mano con la indiferencia ante las desigualdades entre las poblaciones y con el escaso cuestionamiento de las tropelías que muchos gobiernos comenten contra sus ciudadanos.
Sobre ese trasfondo ideológico y práctico quizá se pueda entender mejor la actitud ante hechos como el secuestro de barcos pesqueros por piratas somalíes. Sobre el papel caben tres alternativas. Una, el recurso a la fuerza, mediante el que el Estado haría valer su condición de Estado soberano también en el plano internacional. Pero ese empleo de la fuerza contradice el andamiaje ideológico mediante el que el Estado se legitima interna y exteriormente como pacifista, negociador por antonomasia y hasta culpable de la situación de países como Somalia. Dos, la inacción, asumiendo que quienes, como esos pescadores vascos, se aventuran en mares conocidamente peligrosos y quizá prevaliéndose de la debilidad de Estados como el somalí, lo hacen por su cuenta y riesgo y a ellos les corresponderá, sin vienen mal dadas, resolver el problema o cargar con las consecuencias. Y tres, que obre el Estado con los piratas en un cierto plano de igualdad, negociando y pagando rescates por sus ciudadanos secuestrados. Con la primera opción el Estado se muestra como Estado con poder coactivo y que se hace respetar como tal; con la segunda, el Estado se retrae en razón de una política de reparto de responsabilidades con sus ciudadanos y sus empresas; con la tercera, el Estado pone en suspenso su condición de tal, se coloca en un plano de igualdad con los piratas y adopta la paradójica actitud de institución legal que se desdobla para operar por fuera de la legalidad, tanto nacional como internacional.
Un Estado buenista no puede recurrir a la fuerza, ni siquiera a un uso legal de la fuerza, sin ver conmovidos sus propios cimientos ideológicos y legitimadores. Un Estado paternalista no puede abandonar a su suerte a los ciudadanos que a sabiendas se han metido en la boca del lobo por buscar su beneficio particular. Un Estado que defiende la legalidad de la acción internacional no puede humillarse ante la piratería que pone en solfa todo el entramado jurídico nacional e internacional. Por todo ello, un Estado como el español, quintaesencia de todas las contradicciones reseñadas, halla la salida en una síntesis como la siguiente: no se emplea la fuerza militar, pero se invita y se autoriza a los armadores de los pesqueros a usar la fuerza de mercenarios y agencias privadas de seguridad; se intenta forzar el ordenamiento jurídico hasta el extremo, a fin de evitar la amenaza sobre los cautivos; y se paga el rescate religiosamente, sin reconocer jamás oficialmente que se ha pagado.
Todo se resume en el dicho bíblico, del que tan fervientes seguidores son nuestros gobernantes: que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha. ¿O era al revés?
En primer lugar, tanto entre una parte de la llamada intelectualidad como entre buena parte de los políticos se extiende una visión sesgada del Estado, fuertemente utópica por inviable y fruto de pensar que el poder puede ejercerse con planteamientos entre anarcoides y puramente filantrópicos. Cierta izquierda lleva en los genes ideológicos la aversión al Estado, pero ya no se cree que sea el Estado un puro instrumento de la opresión de clase y que la reforma de las estructuras económicas y los modos de producción pueda ir adelgazándolo hasta llegar a su disolución. Se quiere Estado para practicar la caridad o para socorrer al votante menesteroso, pero esa idea del Estado que ayuda reemplaza al Estado que redistribuye eficazmente la riqueza conforme patrones objetivos de trabajo, mérito y capacidad. No hay más que ver cómo en España ahora mismo se combinan los loables esfuerzos para socorrer a los desempleados con una política fiscal escasísimamente redistributiva. Hay que aumentar los ingresos del erario público para sostener las políticas de apoyo a los parados, pero, al tiempo, se permite que las grandes fortunas vivan en un sistema fiscal que para ellas es paradisíaco y se suprimen impuestos como el de sucesiones. En estos días anda un partido supuestamente tan izquierdista como ERC luchando a brazo partido para que en Cataluña se elimine ese impuesto, el de sucesiones. El régimen fiscal especial de las grandes fortunas no se cuestiona en las negociaciones sobre los Presupuestos del Estado, negociaciones, en las que sin embargo, se presenta como un gran avance el mantener la desgravación de los cuatrocientos euros para los que tienen menos ingresos y, para despistar, se presenta ante la opinión pública como un gran avance la modificación de la llamada Ley Beckham. Se pone el acento sobre el mantenimiento de los servicios públicos, en los que los costes se mantienen o aumentan al mismo tiempo que se aligeran los controles de su gestión económica y baja estrepitosamente la calidad de tales prestaciones. Basta pensar en la Sanidad o la Educación. Demagogia más impunidad, con el resultado de que el ciudadano soporta un aparato administrativo hinchado de funcionarios y cada vez menos apto para cumplir los objetivos que lo justifican.
Este nuevo Estado se pretende similar a una ONG cuyos objetivos humanistas se dan la mano con la aversión a la autoridad. Se parte de una visión buenista de los ciudadanos, los grupos y las culturas y se rechaza el componente de autoridad y coacción que es definitorio de los Estados. Mejor dicho, la síntesis de optimismo antropológico y de rechazo de la autoridad y la fuerza provoca la reconversión de la autoridad estatal en autoridad puramente paternalista. Todos somos buenos y sobrarían los ejércitos y las policías si no fuera porque a veces nosotros, los ciudadanos, no sabemos comportarnos como exige nuestra bondadosa naturaleza, desconocemos lo que en verdad nos conviene y es necesario presionarnos un poco para que nos comportemos como corresponde al ideal. Así, se nos aprietan las tuercas en la carretera, se nos castiga por fumar o se nos llena de admoniciones para que comamos sano, no tomemos drogas y bebamos poco alcohol. El Estado deja de estar representado por el guardia de la porra y toma las facciones del cura que nos amenaza con las penas del infierno o del maestro que nos amonesta, regla en mano, para que nos conduzcamos como buenos chicos.
En ese ambiente ideológico la regla es la bondad y la decencia y el crimen realmente reprobable funciona como excepción. Unos pocos comportamientos se persiguen con saña porque se tienen por quintaesencia de la inmoralidad: terrorismo, pedofilia, violencia doméstica masculina, tráfico de drogas. Esos delincuentes son los irrecuperables, los enemigos inhumanos, la escoria que desdice de la natural bonhomía del ciudadano común. Lo demás son errores puntuales de sujetos que padecen ocasionales obnubilaciones o que delinquen por razones imputables al medio social, a su contexto vital, y se supone que bastará modificar el contexto mediante llamadas a la fraternidad universal para que la sociedad tenga la calma de una balsa de aceite. Adoctrinamos al delincuente común y quitamos de la circulación expeditivamente a aquellos criminales irrecuperables, y se cree que de esa manera llegaremos a vivir en una auténtica comunidad de santos, en armonía y feliz comunión.
Así pues, de puertas adentro el aparato coactivo del Estado se justifica únicamente o por su función educativa y paternalista o por lucha contra aquellos “enemigos” que ya no son personas. Mientras, la función de orden y autoridad en las relaciones sociales ordinarias pasan a desempeñarla agencias privadas de seguridad. Los ciudadanos, dice el Estado, no somos ni ladrones ni agresivos, pero en cada negocio, institución o edificio en construcción hay una empresa de seguridad encargada de evitar los robos y las agresiones. Se supone que es para crear puestos de trabajo, no porque hagan falta realmente. Donde no cabe ese tipo de vigilancia, como en la alta delincuencia económica y en la corrupción político-administrativa, los desaprensivos campan a sus anchas. El Estado es felizmente impotente, concentrado como está en hacernos virtuosos y en quitar de en medio sin contemplaciones a los definitivamente descarriados.
Tenemos un Estado acomplejado y vergonzante. Su función represiva, teóricamente injustificada entre ciudadanos que son por definición virtuosos, sólo se ejerce sin reparo con ánimo paternalista frente a la mayoría y con afán vengativo ante la minoría de los que por considerarse inasimilables merecen ser excluidos de la convivencia ordinaria. Y, en lo relativo al orden económico, la falta de voluntad para la implantación de una real igualdad de oportunidades por la vía de una política redistributiva y una gestión adecuada de los servicios públicos se compensa volcando el aparente esfuerzo en labores asistenciales. Por supuesto, cuando hablamos del Estado, que no piensa ni siente como tal, nos referimos a la intelligentsia política y a la clase política en general.
En el plano internacional no sucede algo muy diferente. Tres ideas o sensaciones difusas determinan aquí las posturas y las políticas. En primer lugar, el postulado de que todas las culturas y todos los países tienen un fondo de bondad y poderosas razones para su modo de ser y de obrar; el buenismo desemboca por este lado en una especie de relativismo cultural blando. En segundo lugar, el sentimiento de que los desmanes, excesos y hasta crímenes que en ciertos territorios y culturas acontecen traen en última instancia su causa de nuestras culpas, de las culpas de un Occidente explotador y egoísta. Por este camino, el examen de conciencia basado en un análisis mesurado de las circunstancias históricas, económicas y políticas resulta ensombrecido por un larvado afán de protagonismo de nuestros Estados y nuestra cultura. En tercer lugar, se expande la convicción de que todo conflicto internacional, aun el provocado por los fanatismos religiosos, el tribalismo o las dinámicas internas de ciertos países, se puede resolver mediante negociaciones, estímulos y pactos, siempre entre “ellos” y “nosotros” los occidentales dominantes. El pacifismo a ultranza y un humanismo dogmático y acrítico se tiñe de optimismo diplomático y adanismo intercultural. Curiosamente, actitudes así, aparentemente impregnadas de ética de las relaciones internacionales, van de la mano con la práctica inconfesa de una Realpolitik que, en nombre de los intereses de nuestro Estado, no se inhibe lo más mínimo de la venta masiva de armas a países en los que se masacran los derechos humanos de su propia población o de todo tipo de acuerdos y componendas con dictaduras y tiranías de cualquier jaez.
El doblez o la esquizofrenia de tal política internacional se encubre mediante dos estrategias. Una, la reiteración de las políticas de caridad, consistentes ahora en ayudas al desarrollo practicadas con más alharaca que efectividad, con gran oscurantismo en su gestión y sin ánimo de corregir el uso descaradamente corrupto que en muchos Estados se hace de tales recursos donados con espíritu puramente propagandístico. La otra consiste la adopción en el plano internacional de estrategias de autolegitimación a base de poner el énfasis en políticas transnacionales completamente desvinculadas del ánimo de combatir el despotismo y las desigualdades sangrantes en gran parte del llamado Tercer Mundo. Hoy esa función la desempeñan por ejemplo la lucha contra el cambio climático o, en general, la política ecológica internacional.
Por supuesto que no se trata de restar importancia a la lucha contra las alteraciones peligrosas del clima ni de poner en solfa la ayuda al desarrollo, sino de destacar cómo, en su modo de articularse como ejes de la acción internacional del Estado, van de la mano con la indiferencia ante las desigualdades entre las poblaciones y con el escaso cuestionamiento de las tropelías que muchos gobiernos comenten contra sus ciudadanos.
Sobre ese trasfondo ideológico y práctico quizá se pueda entender mejor la actitud ante hechos como el secuestro de barcos pesqueros por piratas somalíes. Sobre el papel caben tres alternativas. Una, el recurso a la fuerza, mediante el que el Estado haría valer su condición de Estado soberano también en el plano internacional. Pero ese empleo de la fuerza contradice el andamiaje ideológico mediante el que el Estado se legitima interna y exteriormente como pacifista, negociador por antonomasia y hasta culpable de la situación de países como Somalia. Dos, la inacción, asumiendo que quienes, como esos pescadores vascos, se aventuran en mares conocidamente peligrosos y quizá prevaliéndose de la debilidad de Estados como el somalí, lo hacen por su cuenta y riesgo y a ellos les corresponderá, sin vienen mal dadas, resolver el problema o cargar con las consecuencias. Y tres, que obre el Estado con los piratas en un cierto plano de igualdad, negociando y pagando rescates por sus ciudadanos secuestrados. Con la primera opción el Estado se muestra como Estado con poder coactivo y que se hace respetar como tal; con la segunda, el Estado se retrae en razón de una política de reparto de responsabilidades con sus ciudadanos y sus empresas; con la tercera, el Estado pone en suspenso su condición de tal, se coloca en un plano de igualdad con los piratas y adopta la paradójica actitud de institución legal que se desdobla para operar por fuera de la legalidad, tanto nacional como internacional.
Un Estado buenista no puede recurrir a la fuerza, ni siquiera a un uso legal de la fuerza, sin ver conmovidos sus propios cimientos ideológicos y legitimadores. Un Estado paternalista no puede abandonar a su suerte a los ciudadanos que a sabiendas se han metido en la boca del lobo por buscar su beneficio particular. Un Estado que defiende la legalidad de la acción internacional no puede humillarse ante la piratería que pone en solfa todo el entramado jurídico nacional e internacional. Por todo ello, un Estado como el español, quintaesencia de todas las contradicciones reseñadas, halla la salida en una síntesis como la siguiente: no se emplea la fuerza militar, pero se invita y se autoriza a los armadores de los pesqueros a usar la fuerza de mercenarios y agencias privadas de seguridad; se intenta forzar el ordenamiento jurídico hasta el extremo, a fin de evitar la amenaza sobre los cautivos; y se paga el rescate religiosamente, sin reconocer jamás oficialmente que se ha pagado.
Todo se resume en el dicho bíblico, del que tan fervientes seguidores son nuestros gobernantes: que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha. ¿O era al revés?
3 comentarios:
Un Estado pusilánime al que le tiembla las piernas ante actos como estos con transcencia cuasiinternacional.
Un Estado que a nivel interno no hace nada por garantizar de una vez por todas los principios de merito y capacidad.
Comunidades Autonomas, diputaciones Provinciales convertidas en autenticas sucursales de contratación por filiación pólitica o amiguismo.
Un Derecho penal que no tipifica delitos para evitar que los ayuntamientos, esas Administraciones que estan más cercanas al ciudadano, dejen de ser cortijos de un alcalde con mayorias absoluta-
Esa legislación local que no permite actuar a cualquier oposición dignamente porque lo unico que tienen son meros principios que solo invitan al orgasmo; y elocuentes, esporádicas decisiones jurisprudenciales para rellenar.
En este Estado con tantos años de retraso nos queda mucho para que los ciudadanos comprendamos lo que es convivir en democracia o su significado.
A la vista está que no somos capaces de vivir sin mayorias absolutas. Somos binarios, simples binarios o blanco o negro, derecha izquierda, nacionalistas perifericos nacionalistas centralistas, derecha e izquierda, bueno y malo.
Porca miseria
Seguridad privada que papáestado paga a medias con el armador.
Imagino que después de conocer que entre todos vamos a sufragar el 50% de la seguridad "privada", el resto (joyeros, bares,taxistas,comerciales,banqueros,viandantes,propietarios de adosados,de minipisos,cuponeros...)también exija el mismo porcentaje.
A mí los que me tienen en un sinvivir son los piratas y las ganas del juez de que sean menores. Oigan, que por esos andurriales están mu desarrollados los chicos, no sé, no sé.
Un cordial saludo.
Lo que no es tolerable es la tortura psicológica a la que están sometiendo al pobre Willi., han dinamitado sus esquemas mentales, simples pero sólidos, aunque discurrentes por tortuosas sendas.
En menos de un mes le han modificado 16 veces su edad biológica, le han trasladado en 33 ocasiones del calabozo de comisaría a una celda entre lo más granado de la delincuencia de guante negro o a una chalecito de acogida, en el que tutoras veinteañeras permiten jugar a la Play Station mientras ponen cardiacos a los jóvenes acogidos del sexo masculino, con unos escotes de vértigo o unas minifaldas que pondrían nervioso al mismísimo Boris Izaguirre, mientras satisfacen solícitas casi todas sus necesidades.
Le han efectuado tantos exámenes médicos que la sangre extraída saciaría el hambre y la sed del Conde Drácula durante el próximo siglo y lo que queda de éste, lo han puesto en pelotas y se las han tocado en torno a 7 veces diarias, le han hecho tantas veces el tacto rectal que hasta parece que al final le ha cogido el tranquillo, mientras unos señores, a sus ojos muy raros, le medían las muñecas cada 15 minutos.
Se ha visto sometido a un estrés de tal calibre que tiene las suprarrenales del tamaño de una bombona de butano de las de antes, de manera que en no menos de 6 ocasiones ha tratado de quitarse la vida, sin éxito hasta la fecha, lo que no deja de provocarle todavía más ansiedad, frustración y merma de su autoestima.
Si hubiesen preparado para los piratas del Indico la mitad de maniobras de despiste que para el tardomenor Willi, hace varias lunas que nuestros pescadores estarían entre nosotros.
Lo que sí tenemos entre nosotros es unas cuantas armas de destrucción masiva, que harían temblar hasta el mismísimo Juan sin Miedo en sus buenos tiempos.
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