No siempre son las ciudades las que marcan a sus artistas, no; a veces sucede a la inversa y los artistas determinan el modo de ser de sus ciudades. Tal ocurre en Bruselas, ciudad que tiene el alma de Magritte y que, como en sus cuadros, aúna lo material y lo metafísico en una síntesis que puede engañar al ojo desprevenido y hacernos pensar que las cosas son lo que parecen. Pero no lo son.
Bruselas es ciudad dividida, con personalidad dual, urbe que se busca a sí misma y que en su no encontrarse asienta su equilibrio; equilibrio inestable, por supuesto. Bruselas es de natural flamenco, habla en francés más que otra cosa y pone los nombres de sus calles en las dos lenguas, para que el visitante pregunte siempre las direcciones en inglés. Es probable que cuando, dentro de cien años, en Europa ya sean muertas todas las lenguas menos la lengua franca, que no será la de los francos, en las calles de aquí sigan las inscripciones dobles para que los turistas de fin de semana o los ejecutivos a la hora del café las retraten y cuenten a sus hijos que en algunos lugares de hace un siglo se hablaban dos lenguas junto con el inglés, que ya era la principal. No es tampoco descartable que, ante las instituciones europeas, en Bruselas, tengan lugar las últimas manifestaciones de los nostálgicos de las naciones exangües y los idiomas difuntos y que aún hayan de llenarse estas calles de pancartas escritas en inglés para aunar el sentir de los que antes no se entendían. Pero el visitante del Parlamento Europeo hoy todavía ve en la gran sala de sesiones plenarias una babel civilizada, la bíblica torre ahora yacente y convertida en foro, con veintitantas peceras de los traductores en lo alto, única cúspide de lo que se va allanando, y se imagina que en dos docenas de años los traductores estarán disecados o serán estatuas con cascos, para recuerdo eterno de cuando Europa todavía no lo era del todo.
En este Parlamento Europeo de Bruselas, donde las libertades campan a sus anchas y en el que los funcionarios encargados de explicar nos explican que no existe en el mundo institución más transparente, en este Parlamento en el que los órdenes del día de las jornadas de votación parecen la lista de la compra de algún viejo rico exquisito, que si el atún rojo, que si las anchoas del Báltico, que si los yogures con aditamento de salvia, que si el alubión de Ávila con trazabilidad universal, que si las carnes de ternera con melancolía de montes, en este Parlamento por cuyos pasillos pululan lobistas que lo mismo seducen con jamones que aterran con bombarderos o advierten de la futura vida autónoma de los objetos hoy más inertes, en este Parlamento Europeo de Bruselas un servidor andaba al atardecer de hace cuatro días tomando desde fuera fotos de las fotos que adornaban la entrada A. Spinelli (esas fotos de la campaña contra el maltrato doméstico que se pueden ver aquí al lado) y una funcionaria de seguridad vino hacia mí con gesto de Telón de Acero y me dijo que estaba prohibidísimo hacer fotos de las fotos de la entrada del Parlamento más transparente del mundo y que las borrara de inmediato o quién sabe qué y vigiló mientras yo eliminaba sólo dos y se marchó más ancha que si ella sola hubiera transpuesto una directiva en quince o veinte países de la Unión. Y cuando al día siguiente volví a pasar por el mismo sitio y reproduje multiplicadas las dichosas fotos, me sentí como una Grecia cualquiera y pensé que si estábamos en Bruselas el Parlamento y yo, debía ser así nuestro entendimiento, a la griega y como corresponde a esta ciudad que conserva azules en el cielo más plomizo y que, cuando lo tiene azul, es de un azul acerado, metálico. Como si en cualquier momento fuera a dibujarse en esos cielos una pipa que sigue sin ser una pipa o un árbol cargado de lluvia o de pájaros de piedra, como los que soñaba Magritte en sus vigilias poéticas.
Alegre ciudad en pena, de nacionales sin nación y de urbanitas desubicados, Bruselas retrata la verdad de Europa y sólo hace falta apostarse a observar el paso de tanto joven personal de las instituciones europeas. Esos jóvenes trajeados e higiénicos, con profilaxis de reglamento y hechuras de boletín oficial, esos jóvenes a los que el castizo llamaría lechuguinos, esos jóvenes de marca y de variados azules y grises contundentes, se esfuerzan por parecer flamencos cuando son latinos y por pasar por nórdicos si son belgas. Puestos los miles y miles en formación militar, harían pequeño el ejército chino de soldados de terracota, aun cuando nos resulten más naturales y menos afectadas las posturas de aquellos guerreros de antaño. Se igualan para homologarnos, desfilan para alinearnos, son el nuevo espíritu del legislador más frío y la esencia encorbatada del nomos europeo que nos regula los estabilizantes, nos reglamenta los aditivos y prepara la hoguera en la que habremos de quemar nuestras banderas viejas de sureños para ser al fin escandinavos y prevenidos.
He coincidido en Bruselas con un grupo selecto de estudiantes de nuestra vieja facultad leonesa, invitados por el amigo Paco Sosa, eurodiputado de sabiduría austro-húngara y nobleza decimonónica, que ha venido el primero para enterarse de que el vértigo de la Europa grande no cura las añoranzas de la vieja literatura ni reemplaza los rituales de la amistad tranquila y de la conversación sosegada. Nos preocupó el amigo Paco cuando se puso a contarnos de internet de los objetos o de dominios en el ciberespacio, pero retornó enseguida a la recomendación un nuevo libro o a describirnos la síntesis perfecta entre el foi a la sartén y un vino blanco alsaciano.
Al ver a esos muchachos y a esas muchachas de León cruzarse con los atildados asesores, los estirados funcionarios y los remilgados asistentes, he percibido que la distancia que va del Páramo o de Tierra de Campos hasta Europa se agota en el acento recio de los de la tierra nuestra, en sus manos aún huidizas, en el escalofrío ante los horizontes de cristal y acero. Pero un día, no tardando, muchos de estos estudiantes tímidos que aún se sienten ajenos y se saben distintos se comprarán unos trajes grises y unos maletines de cuero extranjero, se harán cortar el pelo con estricta geometría, se empaparán de lociones y perfumes reconocibles, dejarán de fumar y emigrarán a Bruselas para hacerse pasar por holandeses o suecos y para sacrificar el recuerdo de sus abuelos y los nuestros en una apoteosis de minuciosas normas nórdicas. Así sea.
Bruselas es ciudad dividida, con personalidad dual, urbe que se busca a sí misma y que en su no encontrarse asienta su equilibrio; equilibrio inestable, por supuesto. Bruselas es de natural flamenco, habla en francés más que otra cosa y pone los nombres de sus calles en las dos lenguas, para que el visitante pregunte siempre las direcciones en inglés. Es probable que cuando, dentro de cien años, en Europa ya sean muertas todas las lenguas menos la lengua franca, que no será la de los francos, en las calles de aquí sigan las inscripciones dobles para que los turistas de fin de semana o los ejecutivos a la hora del café las retraten y cuenten a sus hijos que en algunos lugares de hace un siglo se hablaban dos lenguas junto con el inglés, que ya era la principal. No es tampoco descartable que, ante las instituciones europeas, en Bruselas, tengan lugar las últimas manifestaciones de los nostálgicos de las naciones exangües y los idiomas difuntos y que aún hayan de llenarse estas calles de pancartas escritas en inglés para aunar el sentir de los que antes no se entendían. Pero el visitante del Parlamento Europeo hoy todavía ve en la gran sala de sesiones plenarias una babel civilizada, la bíblica torre ahora yacente y convertida en foro, con veintitantas peceras de los traductores en lo alto, única cúspide de lo que se va allanando, y se imagina que en dos docenas de años los traductores estarán disecados o serán estatuas con cascos, para recuerdo eterno de cuando Europa todavía no lo era del todo.
En este Parlamento Europeo de Bruselas, donde las libertades campan a sus anchas y en el que los funcionarios encargados de explicar nos explican que no existe en el mundo institución más transparente, en este Parlamento en el que los órdenes del día de las jornadas de votación parecen la lista de la compra de algún viejo rico exquisito, que si el atún rojo, que si las anchoas del Báltico, que si los yogures con aditamento de salvia, que si el alubión de Ávila con trazabilidad universal, que si las carnes de ternera con melancolía de montes, en este Parlamento por cuyos pasillos pululan lobistas que lo mismo seducen con jamones que aterran con bombarderos o advierten de la futura vida autónoma de los objetos hoy más inertes, en este Parlamento Europeo de Bruselas un servidor andaba al atardecer de hace cuatro días tomando desde fuera fotos de las fotos que adornaban la entrada A. Spinelli (esas fotos de la campaña contra el maltrato doméstico que se pueden ver aquí al lado) y una funcionaria de seguridad vino hacia mí con gesto de Telón de Acero y me dijo que estaba prohibidísimo hacer fotos de las fotos de la entrada del Parlamento más transparente del mundo y que las borrara de inmediato o quién sabe qué y vigiló mientras yo eliminaba sólo dos y se marchó más ancha que si ella sola hubiera transpuesto una directiva en quince o veinte países de la Unión. Y cuando al día siguiente volví a pasar por el mismo sitio y reproduje multiplicadas las dichosas fotos, me sentí como una Grecia cualquiera y pensé que si estábamos en Bruselas el Parlamento y yo, debía ser así nuestro entendimiento, a la griega y como corresponde a esta ciudad que conserva azules en el cielo más plomizo y que, cuando lo tiene azul, es de un azul acerado, metálico. Como si en cualquier momento fuera a dibujarse en esos cielos una pipa que sigue sin ser una pipa o un árbol cargado de lluvia o de pájaros de piedra, como los que soñaba Magritte en sus vigilias poéticas.
Alegre ciudad en pena, de nacionales sin nación y de urbanitas desubicados, Bruselas retrata la verdad de Europa y sólo hace falta apostarse a observar el paso de tanto joven personal de las instituciones europeas. Esos jóvenes trajeados e higiénicos, con profilaxis de reglamento y hechuras de boletín oficial, esos jóvenes a los que el castizo llamaría lechuguinos, esos jóvenes de marca y de variados azules y grises contundentes, se esfuerzan por parecer flamencos cuando son latinos y por pasar por nórdicos si son belgas. Puestos los miles y miles en formación militar, harían pequeño el ejército chino de soldados de terracota, aun cuando nos resulten más naturales y menos afectadas las posturas de aquellos guerreros de antaño. Se igualan para homologarnos, desfilan para alinearnos, son el nuevo espíritu del legislador más frío y la esencia encorbatada del nomos europeo que nos regula los estabilizantes, nos reglamenta los aditivos y prepara la hoguera en la que habremos de quemar nuestras banderas viejas de sureños para ser al fin escandinavos y prevenidos.
He coincidido en Bruselas con un grupo selecto de estudiantes de nuestra vieja facultad leonesa, invitados por el amigo Paco Sosa, eurodiputado de sabiduría austro-húngara y nobleza decimonónica, que ha venido el primero para enterarse de que el vértigo de la Europa grande no cura las añoranzas de la vieja literatura ni reemplaza los rituales de la amistad tranquila y de la conversación sosegada. Nos preocupó el amigo Paco cuando se puso a contarnos de internet de los objetos o de dominios en el ciberespacio, pero retornó enseguida a la recomendación un nuevo libro o a describirnos la síntesis perfecta entre el foi a la sartén y un vino blanco alsaciano.
Al ver a esos muchachos y a esas muchachas de León cruzarse con los atildados asesores, los estirados funcionarios y los remilgados asistentes, he percibido que la distancia que va del Páramo o de Tierra de Campos hasta Europa se agota en el acento recio de los de la tierra nuestra, en sus manos aún huidizas, en el escalofrío ante los horizontes de cristal y acero. Pero un día, no tardando, muchos de estos estudiantes tímidos que aún se sienten ajenos y se saben distintos se comprarán unos trajes grises y unos maletines de cuero extranjero, se harán cortar el pelo con estricta geometría, se empaparán de lociones y perfumes reconocibles, dejarán de fumar y emigrarán a Bruselas para hacerse pasar por holandeses o suecos y para sacrificar el recuerdo de sus abuelos y los nuestros en una apoteosis de minuciosas normas nórdicas. Así sea.
6 comentarios:
Todo sea por un sueño. Pero cuánto queda….
Este Estado nuestro qué no está vertebrado homogéneamente ni preparado para ello. Cuánto recurso despilfarrado en manos de la ineficiencia. Ni preparados para trasponer, ni preparados a nivel regional.
UN MAPA ESTATAL REGIONAL DESDE EL PUNTO DE VISTA EUROPEO, al margen de las CCAA YA¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
Animo desde aquí a que todos aquellos que tengan un pueblo por pqueño que sea registre el dominio EU con su nombre. Por simbolos no nos quedemos cortos.
¡Bien bonita su descripción!
Precioso, hermano, como siempre. Aber ... ich war auch da. Los estudiantes estaban mucho más lejos del Páramo que de aquello. Las lenguas, más o menos muertas, convivían. La ciudad aburrida en el tópico español tenía más marcha entre semana que media España. Hacía mejor tiempo que aquí (suerte, sí, suerte). Si asomaba Escandinavia era para bien. Ya sé, ya sé, a mí también se me removía algo, pero lo mejor, tu final: "Así sea". Lo peor: el afán hipergilipollesco-inútil de la funcionaria queriendo (¡ilusa!) borrar fotos inocuas y repetibles usque ad nauseam. A mí me pasó una cosa igual en el metro de Madrid (ese Sur tan reivindicado por algunos, que ni Sur ni "ná" ... y mucho menos Norte escandinavo. Y eso que es mi "pueblo". Nada es perfecto, todo tiene su aquél. Pero es un privilegio estar en Europa). De un amante de otras latitudes a un amante extremo y gran benefactor de esas latitudes. Y, en fin, fuera de guión: ¡qué bien se pasa con vosotros!
¡Qué bonito, oiga¡ Emociona...
¡Qué bonito, oiga¡ Me ha emocionado¡
A mí no me importaría perder; si lo/las tuviera; un poco de ese duende, de esa frescura, de esa lozanía y esa espontaneidad patrias en beneficio de esa manía teutona de cumplir y hacer cumplir la ley.
Ciertamente son un poco raros por algunas de esas latitudes, tal es así que creo que en el metro de Viena ni siquiera tienen control de acceso, pues se supone que todo el mundo cumple con la obligación de adquirir con carácter previo el billete.
Respecto a lo del inglés quizás a futuro podamos añadir algún matiz localista para reivindicar nuestros evidentes hechos diferenciales, al modo del "haiba la hostia" euskaldún.
Además hoy, merced a las TICs todo está documentado. Verbigracia:
http://www.elmundotoday.com/2010/03/la-patada-en-los-testiculos-nacio-en-asturias/
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