Hay cuestiones que se las traen,
y quiero con brevedad y rigor plantear una de ellas. Pero primero importa
resaltar el significado de ciertas preguntas sobre las preguntas, una
metacuestión, si así puede decirse. Es ésta: ¿por qué hay ciertas preguntas, de
importancia muy evidente, que casi nunca se plantean?
Pongamos una comparación. Durante
mucho tiempo hubo bastantes mujeres maltratadas de obra por sus esposos, pero
de eso apenas se hablaba y casi no se sacaba a la palestra como problema
merecedor de atención y debate. Pues creo que, salvando las distancias que haya
que salvar, lo mismo pasa con muchos temas, por ejemplo el que quiero tocar
enseguida. Y la respuesta que provisionalmente me viene a la cabeza es que
resultan sumamente significativos los silencios, pues revelan un turbio mundo
de intereses y dominaciones, complicidades múltiples y ganancias colaterales.
Vamos al tema de hoy. En las
universidades públicas españolas hay siempre algunos profesores que no hacen
absolutamente nada más que dar sus clases. Se me dirá que si no es bastante. Me
refiero a profesores funcionarios que no investigan ni hacen otra labor que
justifique su sueldo. No publican ninguna cosa, ni buena ni mala, no desempeñan
labores de gestión, no se encargan de la limpieza de los departamentos ni
cuidan las bibliotecas, por ejemplo, ni cosa ninguna. Perciben, eso sí, su
sueldo íntegro, prácticamente igual, o casi, que si hicieran de todo y todo
bien.
¿No bastan las clases para
justificar su remuneración? Veamos. Actualmente, y desde que entró en vigor
hace poco una nueva norma sobre dedicación docente del profesorado
universitario, dichos profesores han de impartir treinta y dos créditos de
docencia. Treinta y dos créditos vienen a ser trescientas veinte horas y eso
suele considerarse mucho. Así que analicemos.
Con una jornada laboral de cinco
horas diarias, las trescientas veinte horas equivalen a sesenta y cuatro días
de trabajo. Si pensamos en una semana laboral de cinco días, de lunes a
viernes, tenemos que en un año, esos sesenta y cuatro días equivalen a trece
semanas, en números redondos; o sea, se cumplirían en menos de tres meses.
Quiere esto decir que si esa carga laboral de treinta y dos créditos la
calculamos a cinco horas diarias, se cumple en tres meses. Para que los meses
de labor sean más, hay que bajar la jornada diaria. A dos horas de clases al
día, de lunes a viernes, el tope de obligación docente se alcanza en ciento sesenta
días, que son treinta y dos semanas. A dos horas diarias cinco días a la
semana, salen diez horas semanales. El año natural tiene cincuenta y dos
semanas. Por tanto, trabajando en las clases dos horas al día o, lo que es lo
mismo, diez horas a la semana, tenemos que a ese profesor le sobra la
diferencia entre cincuenta y dos y treinta y dos: veinte semanas. Veinte
semanas son cuatro meses y pico. En resumen, un profesor que no haga más cosa que
explicar lo que es la carga docente máxima posible y que la reparta a dos horas
al día, no trabaja nada durante aproximadamente un tercio del año. Estupendo.
¿Cuántos profesores hay en tal
situación? Para plantear el problema teórico que me interesa bastaría con que
hubiera uno en cada universidad. Pero son más, y todos lo sabemos. La
casuística es variadísima. No pretendo referirme a aquellos profesores que a
día de hoy están obligados a impartir treinta y dos créditos, pues sin duda en
un buen número de casos pueden ser buenos trabajadores e investigadores que han
tenido mala suerte o que han pasado una crisis puntual o que han padecido una
injusticia en el reconocimiento de sexenios, etc., etc. No, estoy pensando en
los casos extremos y muy claros.
Los supuestos de los que hablo
podemos delimitarlos así, para que no haya dudas ni atenuantes de ningún género,
con estas características sumadas: a) hace más de diez años que no publican una
sola línea; b) tampoco participan de ninguna forma en labores investigadoras de
algún equipo o grupo ni se dedican individualmente a buscar resultados a medio
o largo plazo; o sea no están embarcados en lecturas o experimentos propios de
su disciplina y que vayan a brindar alguna vez algún fruto; c) no hacen otras
cosas que puedan justificar su dedicación y su salario, como gestión real de
cualquier especie, asesoría o auxilio de compañeros o investigadores noveles,
cuidado de instalaciones, etc.
Resta una posible justificación
si pensamos en personas que nada más que dan sus clases, pero que las preparan
con mucho esmero y resultan unos extraordinarios docentes, muy ricos y útiles
para sus estudiantes. Así que descartemos de nuestra cuestión también a esos
docentes que se mantienen al día, preparar sus clases con gran rigor y
multiplican por cinco o diez las horas de su dedicación real. Bien sé que es
muy difícil medir la calidad de la docencia de un profesor, pero en cada centro
eso se sabe muy bien en el fondo. Tanto compañeros como estudiantes distinguen
perfectamente al buen docente y al docente zángano y descuidado.
En suma, el problema que traigo a
colación es el del profesorado que: a) no investiga de ninguna de las maneras
posibles; b) no hace otra cosa aparte de dictar las clases a las que está obligado;
c) da unas pésimas clases y, seguramente, incumple bastante sus obligaciones
docentes (se salta horas con cualquier pretexto, gasta en bobadas su tiempo en
las aulas, no se esfuerza en evaluar en serio a sus estudiantes…).
¿Son muchos los que son así? No,
no son muchos. Pero haberlos, haylos. Yo he conocido y conozco algunos. Todos
los del gremio sabemos de unos cuantos. ¿Cuál es su situación? Veamos. Cobran
igual o muy poco menos que si trabajaran con el mayor celo e hicieran de todo y
todo bien. Nadie les pide cuentas. No hay forma legal, a día de hoy, ni de
echarlos, ni de bajarles el sueldo ni de obligarlos a más labor o mayor
trabajo. Ah, y a la hora de votar para lo que sea, desde elegir rector hasta escoger
director de departamento o decano, su voto vale lo mismo que el de cualquier
compañero suyo.
¿Qué se debería (poder) hacer?
Para empezar, habría que (poder) echarles en cara la inmoralidad de su conducta
profesional, su falta de ética profesional y el modo en que, cual parásitos,
viven del erario público. Pero nadie le pone el cascabel a ese gato, al menos
públicamente, pues rigen el sacrosanto principio de que todo el mundo es bueno
y la idea de que son idénticos los derechos de todos. Esto tiene unos efectos
absolutamente destructivos sobre la moral del resto del personal, pues es
inevitable sacar la conclusión de que es medio idiota el que se esfuerza y
rinde. Si el parásito no sufre ni sanción ni reproche ni desventaja de ningún
tipo efectivo y tangible, y puesto que trabajar bien es cansado y lleva a más sacrificada vida, la
conclusión sale sola: en realidad trabaja y cumple nada más que el que quiere,
y para querer hace falta ser medio tonto o algo raro. Porque las bien visibles
comparaciones son tan claras como odiosas: mientras que unos andan atareados y
cansándose, otros, que cobran lo mismo y no se encuentran objeción ni pero, disfrutan
de los placeres de la vida y se dan con fruición a la pereza, cultivan de lunes
a viernes cualesquiera aficiones, se recrean en su casa, duermen la mañana, se
toman sus cafelitos a toda hora, se van de compras o frecuentan día tras día la
piscina y el gimnasio en horas de labor, pulen sus cuberterías o construyen
primorosos barquitos con palillos. Y nadie les tose. Sí, ya sé, algunos los
despreciamos para nuestros adentros, pero o no se enteran o se ríen de
nosotros, tan dignos nosotros en lo profesional, tan estirados y tan puros.
¿Qué habría que hacer con esa
gente? Vuelvo a lo del inicio de esta entrada. Lo más llamativo es que tal
cuestión ni se plantee. No se la plantea la autoridad académica, empezando por
los rectores. La consigna general es la de dejarlos vivir a su aire y que ya
les llegará la jubilación. Una maravilla.
Me pregunto si en verdad no hay
recurso legal ninguno para sancionarlos. Parece que no, pero por eso habría que
empezar por redefinir con seriedad el estatuto del personal docente e
investigador y sus obligaciones. Porque la mejor solución que demanda la más
elemental justicia es la de ponerlos de patitas en la calle. En su defecto,
obligarlos a fregar las escaleras o a limpiar los baños.
Mientras problemas de ese calibre
ni se solucionen ni se planteen siquiera, seguirá quedando en evidencia que ni
quienes mandan en ella se toman en serio la universidad ni nosotros, los
profesores normales que vemos y callamos, nos respetamos a nosotros mismos ni
consideramos la institución que nos alimenta. Quienes podríamos quejarnos y
protestar callamos, estudiantes incluidos, y los que tienen la autoridad legal
e institucional achantan y consienten. Y puesto que donde se tolera lo peor es
normal reclamar tolerancia para lo menos malo, la lección es inapelable: cualquiera
puede hacer lo que le apetezca y como le dé la gana, sin riesgo para su
estatuto y sin merma de sus emolumentos. Que es lo que de hecho ocurre. Porque
si, pongamos, a nuestros niños les permitimos apuñalar al abuelo o defecar en
la cocina, a ver con qué cara les decimos luego que deben comer la carne con
cuchillo y tenedor.
Lo más gracioso de los últimos
tiempos ha sido ver la consternación y el enfado con que esos elementos (me
refiero a ésos, repito, no a otro tipo de profesionales que hayan visto
aumentar su carga docente por variadas circunstancias) han acogido la reforma
que les obliga a impartir sus trescientas veinte horas por curso. Claro, hasta
ahora la carga docente se dividía a partes iguales y solían librar con unas
ciento ochenta horas, las mismas que tenía el profesor que más y mejor trabajaba.
Están ofendidísimos los vagos irredentos y se dicen víctimas del abuso y la
discriminación más grave. Razón por la que más de uno aplica descuentos a su
aire y se dedica a declarar explicado el programa cuando falta un mes para que
termine el curso, o a inventarse enfermedades y compromisos ineludibles para no
acudir a las aulas un día sí y otro también.
Y conste un último detalle.
Obligar precisamente a esos a impartir más horas de clase es una manera
horrible de faltar al respeto a los estudiantes y de despreciar la buena
docencia. Porque ellos, precisamente ellos, suelen ser unos profesores pésimos,
por obvias razones de su ignorancia y su pereza.
Habría que expulsarlos o
sancionarlos, naturalmente que sí. Pero no hay cuidado, ni ocurre ni va a
ocurrir. Seguirán calentitos y felices, riéndose de todos, fingiéndose
importantes y ofendidos y viviendo del cuento y del erario público, de los
impuestos de la gente. Y no pasa nada.
8 comentarios:
Posibles soluciones:
-Cuando se firma el acta de funcionario para TU y CU, se indica que tienen dedicación docente e investigadora, por ej para TU son 8 h semanales docentes y otras 8 de investigación, si no cumplen investigación se les podría expedientar
-Jubilación forzosa a los 65 para los que no tengan sexenios vivos, ni puedan justificar investigación.
Asi se dejaría paso a muchos jovenes que si quieren trabajar.
En mi caso particular, hace quince años, en la Facultad de Filosofía de Sevilla, eran así tres de cada cinco. Y el número crecía, viendo a los compañeros que se arrimaban a la sombra. Yo me reprocho no haberme revelado contra ello mientras fui estudiante. Hago mía la autocrítica también.
Un saludo.
Fumigarlos
Creo que los cálculos no están bien hechos. ¿Tú has impartido clase alguna vez cinco horas diarias de lunes a viernes? ¿Te parece que esa carga docente es la adecuada para mantener una actividad investigadora como la que propugnas? ¿Piensas realmente que la formación de los alumnos -exentos de asistir a clase en muchos Reglamentos universitarios- depende del número de horas de clase que imparta un profesor?
Me parece que te estás haciendo un poco institucional.
No se dan 5 horas a la semana realmente. Si un TU/TEU da 360 h, si lo divides entre 30 semanas lectivas (aprox), son 12 h/sem. es decir 2,5 h/dia.
Pero el problema no es ese, sino que hay gente que hasta que salió esta norma daba como mucho 14-16 créditos y además no investigaba. Esos son los parásitos a los que hay que eliminar!!!!!!
Echo de menos en estas reflexiones algo que caracteriza también a estos parásitos: el altísimo nivel de éxito que asoma en sus actas ¡cuántos alumnos aprueban la asignatura con ellos!.
Por supuesto que es preocupante que cobren sueldo público sin cumplir sus obligaciones, pero más aún el daño que hacen a la formación de las futuras generaciones.
Saludos
Muy buen artículo y muy buenos comentarios (con una excepción... parece que hay un "sin sexenio" ofendido).
Me parece interesante la apreciación que hace un comentarista anónimo:
> Echo de menos en estas reflexiones algo que caracteriza también a estos parásitos: el altísimo nivel de éxito que asoma en sus actas ¡cuántos alumnos aprueban la asignatura con ellos!
Completamente de acuerdo. Ahora, con la Estafa de Bolonia, hay facultades que han establecido como "criterio de calidad" que en promedio tiene que aprobar el 70% de los alumnos matriculados... sepan o no, vayan a clase o no, se presenten a los exámenes o no. Los "sin sexenios" que yo conozco están a la cabeza en las lista de aprobados y salen de puta madre en las encuestitas anónimas que hacen a los alumnos (y que, en algunas universidades de mierda, son determinantes para conseguir los quinquenios).
Sin ánimo de hacer una enmienda a la totalidad del artículo, porque sí, existe alguna gente (ALGUNA) que consigue montárselo más o menos como se describe. Pero...
Supongo que el autor del artículo ha dado clase. Y si lo ha hecho, sabrá que su cálculo está bastante mal. Incluso sin investigar, sin asumir tareas de gestión, sin buscar la excelencia y sin nada más, una hora de clase no es una hora de trabajo. Cinco horas diarias de clase universitaria, dada con unas mínimas garantías, no las aguanta cuerpo humano, por todo lo que conllevan.
Por cierto, ¿qué hacemos con los parásitos que hay en las empresas, en las familias... Qué hacemos con las ovejas negras, con toda la gente que hay impune en tantos ámbitos y de tantas formas?
Pues no lo sé, si tuviéramos la solución mejoraríamos la humanidad en cuatro días. Pero lo que no se suele hacer es descalificar globalmente a toda la especie de esa oveja negra, porque de una injusticia pasaríamos a dos. Con los profesores universitarios se hace esto muy a menudo. La inmensa mayoría que hace su trabajo dignamente es víctima de las ovejas negras, y encima del desprecio de gente simplista que cuenta horas de clase (ya sé que el propósito de este artículo no es ese).
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