No leo demasiados libros sobre historia
contemporánea, y lo lamento. Para colmo, en las contadas ocasiones me dedico a
algunos temas del siglo XX en España o Alemania. No es la mejor manera de
animarse y subirse la moral, y ahora diré por qué me lo parece.
Estos días ando fascinado con “El cura y los mandarines”, la tremenda
obra de Gregorio Morán. Son ochocientas páginas y leo los capítulos salteados y
medio al azar. Al margen de que el autor tiene una mala uva bien conocida, que
probablemente en más de cuatro ocasiones le lleva a exagerar datos o extremar
epítetos, creo que lo que cuenta no da un mal panorama de lo que durante
sesenta o setenta años ha sido en España eso que se llama el mundo de la cultura
y de la universidad. Mejor dicho, es un buen repaso de la parte más mezquina de
tantas gentes de ese ámbito que han marcado en muchos sentidos la pauta de lo
que somos, lo que hacemos y cómo pensamos. Habría luego que complementarlo
buscando en alguna parte una lista de buenas obras, gestos nobles y actitudes
loables de personajes de ese mismo ramo. Porque, hasta donde he visto, lo que
narra Gregorio Morán nada más que invita al desánimo. Desánimo con cierto
morbo, pero desánimo al fin. A algunos de los protagonistas, no muchos, los
salva en lo personal y en su talante ético y vital, pero de esos suele acabar
explicando que eran vitalmente incapaces o puramente inadaptados, llamados
implacablemente al fracaso y la tragedia.
Me vuelve con esto un tema que me interesa y deprime a partes iguales,
el de la debilidad moral de nuestra sociedad, el de la miserable talla moral de
tanta gente, la estricta pequeñez personal de muchos. Me da por pensar que
puede que tengan razón tantos tratadistas que proclaman la necesidad de un
retorno a una cierta ética de las virtudes, en lugar de tanto escrito sobre los
deberes morales y su fundamento y sobre la muy abstracta idea del bien. Pues no
parece que lo que nos tiene postrados en esta sociedad plagada de corrupciones
y de corruptelas y rodeados, hasta en la más elemental cotidianeidad, de
ejemplos nada estimulantes no es la falta de perspicacia intelectual para saber
qué acciones son las correctas y decentes, sino la pura incapacidad para
acompasar nuestro hacer con nuestro pensar, la teoría moral con la práctica de
cada día. Incluso como padre reincidente que soy, me pregunto con frecuencia
cómo será posible ahora enseñar a nuestros hijos a ser unas personas íntegras y
capaces de quererse a sí mismas por lo que valen y lo que hacen, más allá de lo
que tienen, a respetarse por la buena aplicación en su hacer de sus mejores
cualidades más íntimas, a quererse a sí mismas por afirmarse como individuos
que se forjan una recta y solidaria conciencia y que con ella viven y conviven
sin desdoblamientos ni esquizofrenias.
En el capítulo segundo del libro de Morán, titulado “Un barómetro
intelectual”, se cuenta aquella sonada oposición a una cátedra de Lógica en la
universidad española de 1962, cuando Manuel Sacristán, que según el autor era
claramente la mejor cabeza del país, en Lógica y en tantas cosas, fue preterido
y humillado por un tribunal de obedientes catedráticos franquistas, franquistas
tal vez por convicción algunos, por conveniencia otros, ignorantes a carta
cabal todos ellos en la materia de la que juzgaban. El tribunal en cuestión lo
presidía un filósofo del Derecho valenciano, José Corts Grau. Parece que,
muchos años después, el propio Corts Grau contó a Juan Ramón Capella que él
nada sabía de Lógica y que se limitó a hacer lo que le decían que hiciera; a
obedecer sin complicarse la vida, en suma. Como tantísimos entonces, como
tantísimos tan a menudo en el mundillo este. ¿Acaso no era mejor hacer justicia
y obrar con rectitud y en conciencia, arriesgando la posición a la que se había
trepado, enemistándose con los que mandan y reparten parabienes y prebendas?
Conste que el problema es general y no vale sólo para los tiempos de
autoritarismo y dictadura, tiempos más duros y en los que es más lo que cada
uno se juega cuando no acata las órdenes de los poderosos.
Póngase, pues, que hablamos de entereza moral y que la pregunta
importante versa sobre por qué son tan escasos los que obran según una recta
pauta moral cuando algo les ha de costar obedecer a su conciencia antes que a su
más prosaico beneficio. Y, para situar de la mejor manera el tema, prescindamos
de los casos en que el sujeto arriesga su vida o su integridad física, o la de
sus seres más queridos. No hablemos de cobardía física o de los miedos más
arraigados en cualquiera, sino de aquellos supuestos en los que quien decide y
obra arriesga nada más que elementales conveniencias, grados pequeños de
bienestar propio, algo de su estatus o de su posición social, porciones menores
de poder o de influencia.
Si queremos hacer un poco de teoría no exenta de ecuanimidad, debemos operar
con dos escalas y combinarlas: lo que cada cual se juega y lo que cada cual
cree. Como referencia, tomemos un caso como el antes aludido, el caso en que un
ciudadano con más que suficiente capacidad y formación intelectual (llamémoslo
X) tiene que juzgar en algún concurso en el que sabe que lo correcto y debido
es votar a un candidato con merecimientos claramente superiores, pero está
sometido a algún tipo de presión para inclinarse por el otro candidato y está
en el alero alguna ventaja propia en el envite, de modo que para él, para X,
hay ganancia si se pone de parte del peor y pérdida si apoya al mejor.
1) Lo que para X está en juego.
Para no perdernos en una procelosa lista de variantes, diferenciemos en esto
tres situaciones.
(1.1)
X corre el riesgo de verse privado de bienes básicos y capitales para su vida:
está sometido a amenaza seria de que lo maten, de sufrir algún atentado serio,
de quedarse sin trabajo, de tener que irse al exilio… Está, pues, bajo peligro
real, serio y muy importante.
(1.2)
Lo que X arriesga es un bien secundario: no será ascendido en su trabajo, se quedará
sin un puesto al que aspira, tendrá un perjuicio económico tangible, pero no
decisivo…
(1.3)
Para X está en juego un estatuto puramente simbólico o emotivo: perderá amigos,
será criticado por algunos colegas que le importan, se quedará sin el favor o
la preferencia dentro de su escuela o grupo profesional, no será invitado a
determinados fastos o celebraciones, padecerá algún nivel de ostracismo en
determinados círculos de poder social, académico o corporativo, disminuirán sus
posibilidades a la hora de aspirar al algunos puestos o distinciones, etc.
2) Las creencias y actitudes de X:
2.1)
X está fuertemente convencido de que la razón está de parte del peor. Por
tanto, donde otros o la mayoría pueden ver injusticia, él percibe justicia
plena. Por ejemplo, y volviendo a la oposición universitaria en tiempos de la
dictadura, X es un franquista convencido, un ultraconservador que en verdad
cree que por mucho que un candidato sepa más y tenga mejor formación y mayor
capacidad, se seguirán para el interés general grandes males si ese, mejor en
ciertos sentidos, es el que acaba ganando. Aquí podemos criticar las
convicciones de fondo de X, pero no acusarlo de inconsecuencia en su acción.
2.2)
X tiene una conciencia moral absolutamente plana, es medio anómico, carece de
criterio propio, no es capaz de incorporar a su razonamiento parámetros morales
autónomos y elaborados. En lo que más conozco, que es el ambiente académico de
estos tiempos, me resulta absolutamente sorprendente la cantidad de personas
que encajarían en este apartado, que no son reflexivamente buenas o malas
personas cuando les toca plantearse este tipo de dilemas, sino que llevan la
apatía moral y la indiferencia ética implantada en el fondo de su personalidad.
Obedecen sin mala conciencia, se atienen al patrón que se les marque y no
desobedecen ni se resisten jamás, pues la desobediencia presupone un buen grado
de reflexión y autonomía personal. Lo que en ellos podemos ver de reprobable
está más en su ser que en su hacer, más en su carácter que sus decisiones, pues
en puridad nunca deciden, nada más que siguen la corriente porque son así y
están hechos para eso.
2.3)
X es plenamente consciente de lo que la justicia demanda en el caso, está a
ciencia cierta convencido de qué es en sí lo correcto, entiende las reglas
objetivas del juego y hasta las aplaude, es capaz de teorizar sobre la bondad
de esas reglas y su consonancia con el interés general, pero… carece del ánimo
o la entereza para ir contra corriente, para enfrentarse a los inconvenientes
de su propia decisión en conciencia, para asumirse como individuo libre e
independiente y para renunciar a la ganancia, por leve que sea, que le producirá
el inclinarse por lo peor, el seguir la corriente a los que dan las instrucciones
o a los de su círculo más cercano.
Así
puesto el asunto, la combinación más interesante y teóricamente enigmática es
la de las alternativas terceras, la del que con completa conciencia de
inmoralidad y sin jugarse nada para él en verdad muy importante, prefiere
seguir la corriente, subirse al carro de lo fácil y apropiarse el premio
pequeño o librarse del riesgo leve. En una situación como la de España en las
últimas décadas y ahora mismo, ése es el supuesto más desconcertante, y me temo
que el más frecuente. Así, cuando, por ejemplo, hablamos de que no hay manera
de inventarse un buen sistema de selección del profesorado universitario, se
debe más que nada a esto, a que forman o formamos inmensa mayoría los
profesores universitarios dispuestos a votar al de la propia escuela, al
discípulo o al del despacho de al lado antes que a cualquiera que tenga mayores
merecimientos, incluso merecimientos muchísimo más notables. Sospecho que
sucede algo similar en los demás ámbitos de la vida social y profesional.
No, ya no vale la disculpa de que si no haces lo que alguien te manda
pones en peligro tu vida, tu libertad o el pan de tus hijos; tampoco somos una
sociedad de memos desinformados e incapaces de darnos cuenta del valor de las
reglas y de su sentido. Simplemente nos pueden los temores más mezquinos y nos
mueven las comodidades más simplonas. En el fascistón irredento que apoya al de
su cuadra puede haber gran error, pero un punto de épica; en el hombrecito (o
mujercita) vestido de gris que echa cuenta de que puede quedarse sin una prima
mensual de cien euros o con un par de invitaciones menos para dar unas
conferencias por ahí no cabe más que miseria moral, pequeñez congénita,
inanidad esencial. El que se prostituye para huir de la pobreza absoluta o para
escapar de un ambiente más opresivo tiene su disculpa; quien, viviendo bien, se
vende para poder comprarse un sofá más al año o mudarse a un piso algo mejor es
venal y miserable sin paliativos, barato por naturaleza, estructuralmente mediocre,
moralmente desajustado.
No cabe sociedad fuertemente corrupta allí donde no abunden los
ciudadanos de ese calibre. La auténtica sociedad corrupta no la hacen los
grandes depredadores, los que se vuelven ricos y fuertes a base de urdir
cohechos, los que mienten y roban a calzón quitado. Ellos son los grandes
protagonistas, los que se llevan al beneficio enorme, pero nada serían ni
podrían sin la trama que tejen los otros, los débiles, los baratos, los
sonrientes, los seducibles con cuatro palmadas y unos detalles, los que rastreramente
se ufanan de amistades importantes y relaciones poderosas, los que se creen
mucho cuando medran nada más que un poco, los que adoran al pastor porque no se
imaginan la vida fuera del rebaño.
Pero lo interesante no está en ese diagnóstico, que me parece sencillo,
lo apasionante y que deberíamos investigar en serio es la etiología. ¿Cuántos
hay o somos así? Yo digo que muchos, muchísimos. Entre los inconsecuentes y los
anómicos, hacemos legión. Las mejores preguntas son de esta guisa: si este
triste balance que hago lleva algo de razón: ¿por qué hay tantos así? ¿Es un
patrón cultural dominante? ¿Seguimos una tradición, una pauta histórica que, en
países como España y por causas endógenas, se transmite de generación en
generación o hay causas actuales que acentúan el fenómeno? ¿Tiene la educación
algo que ver y se podría salir de esos desarreglos morales y sociales a base de
cambios en los criterios educativos, sean familiares o sean escolares?
Esta última es, para mí, la cuestión decisiva y la que, creo, se debería
estar estudiando a fondo. Cómo se puede, en suma, inculcar en las personas un
cierto sentido de la moral pública y cómo se habría de proceder para enseñar a
cada cual y desde pequeñito a ser consecuente, a respetarse respetando, a
quererse a uno mismo a base de solidaridad con los otros, a entender que cada
vez que a nuestro favor hacemos injusticia destruimos un trocito de la sociedad
de nuestros hijos, y de que en cada oportunidad en que nos corrompemos un
poquillo para que viven mejor nuestros hijos estamos dañando la vida y el
futuro de nuestros nietos. Cómo podemos convencer y convencernos de que nada
bueno dejamos en herencia cuando la imagen que damos a nuestra propia prole, a
nuestros alumnos, a nuestros amigos y vecinos, a nuestros compañeros, es la de
mediocres y mezquinos, la de parlanchines sin reales atributos, la de narcisos superficiales,
la de cobardicas morales, las de débiles y puerilmente calculadores. ¿O será que no hay más enseñanza posible que
la del buen ejemplo y que son los ejemplos buenos los que más escasean?
3 comentarios:
Ante todo, laicísimas felicitaciones para las fiestas que corren; me alegra ver que en la bitácora vuelve a correr viento de discusión.
El fenómeno que Vd. describe, estimado, ya tiene nombre en las redes sociales (que otra cosa no serán, pero sí lingüísticamente perspicaces), y se llama "vender el c… [expresión "gender-neutral", nótese, para nada homófoba] por cambiar de iPhone".
O, contemplado desde otro punto de vista, que cito con el máximo respeto (¡pero qué le voy a contar a Vd., que hace pocas semanas glosaba con agudeza, discurriendo sobre Monago, cómo en este Cambalache 2.0 che está siendo el siglo XXI los conservadores nos hemos tramutado en progresistas, y los progresistas en no se sabe bien qué), también podemos llamarla "enfermedad de la esquizofrenia existencial"...
Salud,
Gregorio Morán es un Diógenes, el tipo que vive en un barril y adora acumular basura. Pero una basura muy humana, la que somos, y en su más refinada expresión, la élite de nuestros tiempos.
Hoy, en la Biblioteca Central de la Comunidad de Madrid, en Chamberí, en la tercera planta, ha salido un negrito del retrete, y desde dentro alguien le ha gritado: ¡Cierra, que estoy cagando! Y el negrito ha respondido: ¿Cierras tú o cierro yo?
Un abrazo, profesor.
David.
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