Tomémonos bien en serio lo que en el lenguaje jurídico se denomina el interés del menor. Basándonos en tal
seriedad, consideremos la siguiente situación. Un hombre y una mujer
convivieron de 2002 a 2008 y tuvieron un hijo, Eulogio, que en la actualidad
tiene siete años. Cuando la pareja se separó y dejó de convivir, en 2008, el
hombre y la mujer suscribieron ante notario un convenio en el que regulaban las
relaciones futuras con su hijo común. En tal convenio se dispuso que la patria
potestad sería compartida por ambos y que la guarda y custodia del hijo la
tendría la madre, regulándose también el régimen de visitas del padre y que
éste abonaría cuatrocientos euros mensuales en concepto de alimentos. Más
adelante el padre solicita que la guarda y custodia del hijo sea compartida, la
madre se opone y el asunto lo resuelve en Tribunal Supremo en la sentencia que
vamos a analizar, la de la Sala Primera del Tribunal Supremo, número 616/2014, de 18 de noviembre.
Los hechos, que son tratados como claros y bien probados, son los
siguientes. Desde que tenía un año hasta ahora, que tiene siete, el niño ha
convivido con la madre y se ha seguido regularmente el régimen de visitas del
padre. No se discute que el niño está bien adaptado a ese régimen de vida y en
perfecto estado. El sistema de visitas fijado en el convenio originario es muy
amplio. Además, las relaciones entre los progenitores han sido afables y
constructivas y los dos se han repartido correctamente el cuidado del menor.
Esto no lo cuestiona el padre en su demanda. Pero algunas circunstancias han
cambiado desde que el convenio se suscribió, como las siguientes: el padre se
ha comprado una vivienda a tres kilómetros del domicilio en que vive el niño
con su madre; el padre tiene actualmente un horario laboral flexible, que le
permitiría estar más tiempo con su hijo y atenderlo más; el niño asiste a un
colegio que está a mitad de camino entre la casa de la madre y la del padre.
El hombre aduce que lo más favorable para el interés del menor es que la
guarda y custodia se reparta, de manera que pase el pequeño una semana en casa
de cada uno, de modo alterno. La madre considera que para la estabilidad del
niño más aconsejable que el sistema de vida que tiene establecido no cambie. Y
nosotros ahora nos PREGUNTAMOS: ¿cuál de
las dos soluciones es más favorable al interés del menor?
Me parece que es extremadamente difícil concluir que el interés del
menor esté en lo uno o en lo otro, caben buenos argumentos a favor de cada una
de las dos alternativas. La noción de interés del menor carece de la precisión
necesaria como para, por sí sola y sin más, brindar solución el problema. Si
los jueces pueden o deben decidir nada más que basándose en el interés del
menor, la imprecisión de esa idea o principio, en un caso como este, hará que
sea muy extenso, casi absoluto, el margen de discrecionalidad judicial. Aquí,
el contenido del interés del menor será ni más ni menos que lo que el juez o
tribunal considere para el menor más beneficioso. Tantas vueltas con lo jurídico,
milenios enteros, y volvemos al oráculo en pleno siglo XXI.
Si nuestro sistema jurídico no ofrece más pauta de decisión que esa del
interés del menor, resultará que, en una situación como la de autos, deja
tranquilamente en manos de los jueces la resolución de esas cuestiones
referidas a la guarda y custodia. Si resulta que sí existe una pauta legal al
respecto, podemos plantearnos de qué manera el principio de interés del menor se
relaciona con la aplicación de tal norma legal. Al respecto caben dos posturas.
Una, la de entender que dicho principio tiene valor interpretativo, de forma
que las dudas que en el caso concreto surjan al aplicar las normas vigentes y
pertinentes deben resolverse haciendo que prevalezca, de entre esas soluciones
interpretativamente posibles, la que sea más beneficiosa para el niño. Según la
postura alternativa, sea cual sea el régimen legal en principio aplicable, el
interés del menor debe prevalecer, ha de prevalecer incluso contra esas
soluciones legales y excepcionándolas; es decir, diga lo que diga la ley, hay
que saltársela cuando tal principio justifique la solución contraria. Ya se ve
que estamos ante el tema, tan actual, del papel y el juego de los principios.
Tanto el Juzgado de Primera Instancia como la Audiencia Provincial
mantuvieron que no se modificaba la guarda y custodia ejercida por la madre en
razón de aquel convenio de seis años atrás. La Audiencia razonó que tal era lo
más conveniente para el menor, ya que la situación hasta ahora vigente “ha
ofrecido las condiciones necesarias para un desarrollo armónico y equilibrado
del niño, y que podría verse afectado negativamente por el régimen de
alternancia que postula el apelante, por más que el mismo ofrezca, al menos en
teoría, las aptitudes necesarias para asumir, en plano de igualdad con la otra
progenitora, la función debatida”. El cambio, según la Audiencia, “alteraría
los hábitos y rutina diaria a la que, desde la ruptura de la convivencia de sus
padres, aquél -el menor- viene acostumbrado, repercutiendo negativamente en la
estabilidad que el mismo necesita, por lo que no podemos afirmar que, en la
actual coyuntura, el régimen propuesto por don Juan Alberto sea el que mejor
protege el interés prioritario del repetido menor, frente a aquel otro que, en
los términos pactados, ha ofrecido hasta ahora las adecuadas garantías a tal
fin”.
El Tribunal Supremo revoca esas sentencias anteriores, decreta la
custodia compartida y pone un sistema de “periodos semanales durante los cuales
cada progenitor, con ingresos propios, atenderá directamente los alimentos
cuando tenga el hijo consigo”. Se fundamenta la decisión en que en las
sentencias del Juzgado y la Audiencia “la valoración del interés del menor no
ha quedado adecuadamente salvaguardada. La solución aplicada en la resolución
recurrida no ha tenido en cuenta los parámetros necesarios, que aparecen como
hechos probados, y ello sin perjuicio de que esta medida pueda ser revisada
cuando se demuestre que ha cambiado la situación de hecho y las nuevas
circunstancias permiten un tipo distinto de guarda o impiden el que se había
acordado en un momento anterior” (FD 4º).
¿Cuáles son esos “parámetros necesarios que aparecen como hechos
probados” y que permiten concluir que el interés del menor avala esa solución
dada por el Tribunal Supremo en esta sentencia? Los siguientes:
a) “El hecho de que haya funcionado correctamente el sistema instaurado
en el convenio notarial no es especialmente significativo para impedirlo, lo
contrario supone desatender las etapas del desarrollo del hijo y deja sin
valorar el mejor interés del menor en que se mantenga o se cambie en su
beneficio ese régimen cuando se reconoce que ambos cónyuges están en
condiciones de ejercer la custodia de forma individual, como resulta de la
sentencia de 29 de noviembre de 2013”.
b) Lo que interesa es “asegurar el adecuado desarrollo evolutivo,
estabilidad emocional y formación integral del menor y, en definitiva,
aproximarlo al modelo de convivencia existente antes de la ruptura matrimonial
y garantizar al tiempo a sus padres la posibilidad de seguir ejerciendo los
derechos y obligaciones inherentes a la potestad o responsabilidad parental y
de participar en igualdad de condiciones en el desarrollo y crecimiento de sus
hijos, lo que sin duda parece también lo más beneficioso para ellos”. Aquí está
la sentencia citando una anterior, aquella de 29 de noviembre de 2013.
c) “La rutina en los hábitos del menor no sólo no es especialmente
significativa, dada su edad, sino que puede ser perjudicial en el sentido de
que no se avanza en las relaciones con el padre a partir de una medida que esta
Sala ha considerado normal e incluso deseable, porque permite que sea efectivo
el derecho que los hijos tienen a relacionarse con ambos progenitores, aun en
situaciones de crisis”.
A efectos puramente dialécticos y de puesta a prueba de la argumentación
que se acaba de citar, examinemos críticamente esas afirmaciones.
(i) Primeramente se nos dice que el que la situación actual del menor
sea plenamente satisfactoria no quita para que pudiera serle más beneficiosa
aún la situación alternativa, la de guarda y custodia compartida y convivencia
con cada progenitor por semanas alternas. Efectivamente, puede irle mejor de
este modo; o peor. ¿Cómo puede el
Tribunal saberlo, si, además, no consta que se hayan tomado en cuenta
dictámenes de peritos en la materia ni nada por el estilo? Se nos dice que, si
no se opta por la nueva salida, se desatienden “las etapas del desarrollo del
hijo”. ¿Cuáles son esas etapas y por qué se desatienden? Estamos ante una
afirmación taxativa que no se fundamenta más. No perdamos de vista que el hijo
vive en casa de la madre pero el régimen de visitas del padre es amplio y se
está ejecutando sin conflictos ni irregularidades. Cómo no estar de acuerdo en
que “el mejor interés del menor” está en que “se mantenga o cambie en su
beneficio el régimen de su vida”, pero ahí está la madre del cordero: ¿Por qué
razones lo cambiamos o lo mantenemos, habida cuenta del mejor interés del menor?
Una cosa se sabe con certeza: en el régimen hasta ahora seguido el menor estaba
bien y sin trastornos ni alteraciones psicológicas. ¿Es más interesante para él
arriesgar con una modificación de su vida que le puede ir mejor… o peor? ¿El
que le pueda ir mejor es argumento para alterar el régimen que le va bien?
(ii) Se quiere aproximar al menor
“al modelo de convivencia existente antes de la ruptura matrimonial”. ¿Al
modelo de convivencia anterior a que el niño cumpliera un año? Pues menos de un
año tenía cuando sus padres se separaron. También se desea “asegurar el
adecuado desarrollo evolutivo, estabilidad emocional y formación integral del
menor”. De acuerdo, loables propósitos, pero ¿acaso se nos indica que es más
adecuado el desarrollo, mayor la estabilidad emocional y mejor la formación de
un niño de siete años cuando convive a con los progenitores no separados que
cuando vive en casa de uno de ellos y se lleva a cabo un buen régimen de
visitas del otro? Eso, así, ya puede resultar discutible. Pero lo que aquí en
verdad se está afirmando es que el desarrollo, la estabilidad y la formación
del niño son superiores cuando, no siendo convivientes los padres, vive una
semana en cada casa, y más cuando hasta ahora, siete años, ha vivido siempre en
la de su madre. ¿Es eso seguro? ¿Quién lo dice y por qué? ¿Y los riesgos de tal
cambio para el desarrollo y la estabilidad, para el interés del menor, en suma?
(iii) De pronto se hace
referencia a la posibilidad de que los padres sigan ejerciendo sus derechos y obligaciones
para con el menor y a su derecho a participar en igualdad de condiciones en el
desarrollo y crecimiento de sus hijos. Mas tales derechos poco tienen que ver
con el interés del menor, que era de lo que estábamos hablando y es el
principio en el que supuestamente se funda la decisión. ¿Debe, en su caso, el
interés del menor ceder en algo ante los derechos de los padres y su igualdad
en derechos? ¿Insinuamos que hay vulneración de tales derechos cada vez que la
custodia no es compartida? ¿Deben sopesarse los derechos de los padres, en
suma, cuando se dictamina sobre el interés del menor?
(iv) ¿No es significativa la
rutina de los hábitos de un menor de siete años? ¿A partir de qué edad
adquirirían sentido las rutinas y hábitos de un menor? ¿De los diez? ¿De los
doce? ¿De los quince? ¿Qué respaldo teórico o científico tiene aquella
afirmación? ¿Qué dicen los especialistas?
(v) Se da por probado que las
relaciones con el padre han sido muy adecuadas hasta ahora y que el régimen de
visitas ha funcionado correctamente, sin tiranteces entre los progenitores,
además. Entonces, ¿por qué se entiende que hay que cambiar el régimen de guarda
y custodia para que se avance en las relaciones con el padre? En efecto, va
habiendo acuerdo en que suele ser mejor para el menor la custodia compartida, y
así lo ve también la jurisprudencia reciente. Pero debemos reparar en que aquí
no se debate el régimen de guarda y custodia a establecer en el momento de la
separación de la pareja, sino sobre qué beneficie más al niño cuando tiene siete
años y lleva seis viviendo en casa de la madre y conviviendo con el padre de
conformidad con el régimen de visitas. Contrariamente a lo que parece que se
insinúa, no es que el hijo estuviera privado de su derecho a relacionarse con
el padre, sino que se relacionaba correctamente con ambos, aun cuando habitara
con la madre.
Con lo hasta aquí expuesto lo que pretendo es nada más que mostrar a qué
tipo de argumentos e inseguridades conduce el decidir nada más que aplicando
principios considerablemente vagos, como este de interés del menor. O se razona
con exquisitos argumentos y muy profundas y bien respaldadas fundamentaciones,
o queda la inevitable impresión de que la discrecionalidad total se contamina
de apriorismos ideológicos y de más de un prejuicio.
El núcleo jurídico del tema,
sin embargo, está en otra parte, parte sobre la que esta sentencia pasa de
puntillas. Me refiero al valor de los convenios reguladores o de los acuerdos
formales y válidos entre los miembros de la pareja que rompe su convivencia, ya
se refiera su contenido a prestaciones económicas entre ellos, ya a la
organización de relaciones con sus hijos. Estamos ante lo que con cierta
frecuencia la jurisprudencia denomina “negocios jurídicos de derecho de
familia”.
¿Qué estatuto tienen esos “negocios jurídicos de familia”? Hablamos de
aquellos cuya validez no se cuestiona por cosas tales como vicio de
consentimiento o porque supongan renuncia a derechos no dispositivos. La gran
pregunta es: ¿se trata de negocios jurídicos o contratos a los que resulte
plenamente aplicable el régimen general de las obligaciones y, en particular,
el artículo 1091 del Código Civil (“Las obligaciones que nacen de los contratos
tienen fuerza de ley entre las partes contratantes, y deben cumplirse a tenor
de los mismos”)?.
No soy experto en la materia, ni mucho menos, y ruego disculpas si yerro
o algo importante se me escapa. Lo que me pregunto es esto: si el acuerdo es
válido y parangonable al contrato, y si obliga como, según el art. 1091 obligan
los contratos, ¿hay base jurídica para que una de las partes pueda solicitar la
alteración del régimen de derechos y obligaciones alegando un cambio de
circunstancias que, además, ni son esencialísimas ni eran completamente
imprevisibles cuando el acuerdo se suscribió y se formalizó, y base jurídica
para que un juez pueda modificar dicho régimen “contractual” con base en un
principio aplicado “a pelo”, como es, en este caso, el del interés del menor?
Si a la cuestión anterior respondemos afirmativamente, me vienen otras
dos preguntas, que tal vez son resultado de mi ignorancia. Una, ¿con carácter
general pueden o deben alterarse los contenidos de un contrato que obliga “con
fuerza de ley” (art. 1091) cuando, durante su vigencia y aplicación, acaban
pareciendo opuestos a las exigencias de algún principio? Si es así, supongo que
estamos introduciendo una alteración muy sustancial en nuestro derecho de
obligaciones y contratos. Pero si lo vemos bien y seguimos respondiendo
afirmativamente, surge una pregunta más: ¿vale al efecto cualquier principio, o
cualquier principio de raigambre constitucional, o sólo algunos de ellos y, en
su caso, cuáles? Tiéntese la ropa el principialista entusiasta que continúa con
aquellas afirmaciones, porque, en tal caso, habremos dado con la piedra
filosofal y ya tendremos argumentos jurídicos perfectos para justificar el
incumplimiento o la transformación de las obligaciones contractuales en muchos
casos, en muchos casos de contratos cuya validez no está en cuestión, pero cuyo
cumplimiento por el obligado que sin engaño ni vicio se comprometió chirría
desde el punto de vista de algunos de tales principios, empezando por el
sacrosanto de justicia, siguiendo por el de Estado social y continuando por un
montón de derecho sociales y principios rectores de la organización social y
económica. Aunque sufra el “principio” de autonomía de la voluntad, secuela del
derecho fundamental de libertad (art. 17 CE).
No digo que esté mal todo ello, habrá que meditarlo despacio. Pero dos
exigencias deben acompañarnos en ese tránsito, si queremos seguirlo: la de
congruencia y la de valoración de las consecuencias, buenas o malas, que tiene
le meterle tal carga de profundidad al sistema contractual y al art. 1091 del
Código Civil.
Más de uno, con buen criterio, me dirá que parto de un error de base,
como es el de considerar que a esos convenios reguladores o “negocios jurídicos
de derecho de familia” se les aplica el régimen general de los contratos y el
artículo 1091 del Código Civil. Ahí tenemos el gran e interesantísimo problema
de dogmática civilista; sé, aunque superficialmente, que en eso existe buena
discusión. Pero me he puesto a buscar sentencias del Tribunal Supremo en las
que se trate de tales “negocios juríicos de derecho de familia” y me he
encontrado con que es el propio Tribunal Supremo el que viene declarando a
menudo que ese, el contractual, es el régimen jurídico aplicable a tales
convenios de las parejas[1].
Con un peculiar matiz: cuando el contenido del convenio versa sobre
prestaciones económicas entre esas dos personas, no hay cambio de
circunstancias que valga, fuera de las legalmente tasadas (por ejemplo en el
art. 101 del Código Civil) y cuando en el acuerdo no se pactó que la prestación
económica (por ejemplo, pensión compensatoria) se mantendría aun en el caso de
que concurriera alguna de esas causas legales de extinción[2].
¿Será que en esto no concurren nunca principios que puedan justificar la
cesación de las obligaciones y derechos contractualmente asumidos? Raro parece.
¿Será que los principios los traemos a
colación cuando nos apetece y los dejamos de lado cuando nos da la gana? Es
posible. Pero, si así fuera, tendríamos que los principios están sirviendo de
gran excusa para una apoteosis de casuismo, para la desmesurada extensión de la
discrecionalidad de los jueces y la consiguiente ampliación de su poder, y para
la galopante licuación del Derecho y de la dogmática jurídica. Pura justicia del caso concreto, lo cual no
significa sino imperio del prejuicio en lugar de imperio de la ley.
1 comentario:
Yo tengo una pregunta: ¿si hay una ley como son los negocios jurídicos de los derechos de familia que resuelve el caso, porque se van a un principio? Y más aún a un principio tan subjetivo.
Cada día que me adentro más en el mundo del derecho me crea una mayor inseguridad jurídica.
Publicar un comentario