ALGO EN QUE CREER
Avelino Fierro
La duda le asaltó entre Prim y Piamonte. Había bajado a por los periódicos, iba ojeándolos y se iba a meter en el Rocafría a tomar café. M. se había quedado dormitando; el viernes, como buenos provincianos, habían pateado mucho y estaba cansada: además, le había cogido el tranquillo a despertarse, recordar el sueño y enroscarse de nuevo; cada vez tenía eso más perfeccionado. Él, en cambio, ni soñaba y, si se despertaba, de nada le valía contar ovejas ni padrenuestros. Lo normal era despertarse antes de las siete, ver la raya lívida y dudosa de la madrugada, oír –siempre puntual- los pasos y la meada de la vecina de arriba y ponerse a leer, resignado desde hace cuatro o cinco años a que ese fuera el comenzar de sus días.
Habían bajado el jueves, ya tarde, a Madrid. En el coche de línea iba una abogada amiga y el poeta local, en zapatillas de paño, que a la mañana siguiente, cuando lo vieran en la tele recogiendo el premio volvería a decir lo de que él era un escritor de provincias.
Cogieron (o tomaron, en panhispánico) un taxi y fueron a casa de J. a recoger las llaves del piso de Barquillo, donde pasarían el fin de semana. Descargaron los chorizos y la cecina y se pusieron al ritual de olerlos y encetarlos. Apartaron el enorme ramo de lilium que cargaba con su aroma dulzón el ambiente y a M. le ponía la pituitaria al rojo vivo. Se dieron saludos y noticias de los que seguían en el pueblo y de los exiliados en el foro. Al menos, nadie se había muerto ni separado en los dos últimos meses. Un otoño tranquilo. Se retiraron pronto.
El viernes fue agotador. Había que hacer acopio para el invierno. Cogieron el metro hasta Lago para ir a “Estampa”. Allí, la mitad de las azafatas eran ya sudamericanas. Esto del mestizaje no está mal –pensó él- cuando aquella caféconlechemiamol de pulpa de papaya y voz melosa se disculpaba por no haber cortado la invitación justo por la rayita de puntos. Luego, pasaron más tiempo mirando hacia fuera desde lo alto del pabellón, adivinando edificios y barrios en el skyline, porque los grabados y las fotos no los engancharon. A la salida, se demoraron siguiendo el ajetreo de las cotorras que se han enseñoreado de la zona.
Volvieron al centro, a la plaza de San Martín, a ver los cuadros de Casorati y Sironi y, luego, se recogieron y descansaron un rato en las Descalzas. A la entrada, dos jóvenes en una mesa atestada de publicaciones religiosas tenían una mirada mística, de profundo recogimiento. Uno de ellos llevaba sobre la solapa del loden verde una pegatina de la manifestación.
Siguieron por Arenal hasta la Taberna Real, donde tomaron unas cañas. En el Palacio pasearon la exposición de Juan van der Hamen que, si no hubiera muerto mozo “fuera el mayor español que huviera avido en su arte”. Desde el patio de armas se veía bien el enjambre de grúas de la emetreinta.
Tomaron el menú en la botillería del Café de Oriente, soportando el vozarrón del vecino emprendedor y gordo que quería deslumbrar al compañero de mesa, sin duda un recién licenciado en económicas que empezaba las prácticas en la empresa. “Qué me va a decir a mí ése, si yo he sido sacristán, cura, obispo y monja alférez y Papa, porque no he querido”, a la vez que la salsa de arándanos se le escurría por las comisuras. Uno entiende entonces que haya hombres que pueden hacer dos cosas a la vez y de ellos serán los negocios de la tierra y el reino de los cielos. Menos mal que un gorrioncillo que se había despistado de los jardines de Sabatini y revoloteaba entre las lámparas puso algo de contraste a la escena de los tiburones.
Ya en casa, mientras M. dormitó un poco, él echó un vistazo a los periódicos y vio cómo algunos iban caldeando el ambiente. A eso de las cinco y media llamó F.J., que esperaba con dos compañeros magistrados en el Rocafría. Fueron con él en el cercanías a Majadahonda a ver la exposición de vidrieras de Rosa Matueca. Picaron algo en el Faro Vidio y se intercambiaron, como siempre, libros: el tomo ocho de las memorias de Baroja y las traducciones de poesía catalana de Marià Manent. F.J. comentó que se reunía con una peña del gremio, buena gente, entre los que él, creyente practicante, se sentía marxista-leninista tirando a la rama maoísta. Hablaron de los amigos y hubo alusiones a la alianza de civilizaciones, los barrios del París en llamas y la nueva ley de educación. Se despidieron prometiéndose no dejar pasar tanto tiempo hasta la próxima vez.
Quedaba tiempo para ir a la exposición de luz de gas en General Perón. Una delicia; paisajes tardorrománticos, naturalezas crepusculares y la noche alumbrada. A Hermenegildo Anglada, los comisarios le habían puesto Hermen, para los amigos.
Tras picar algo en casa de J., salieron con él y Gastón a dar un paseo. Eran más de las once y lloviznaba. “Vamos a ver un local de moda aquí cerca –dijo J.-, una tortillería”. “Nos van a mirar mal”. “Las tortillas creo que no tienen ojos”. “Ah!, yo creía... je, je”. Estaban cerrando, pero la reconoció aún de espalda, despidiéndose del camarero. Iba acompañada de un mozalbete alto y guapetón al que pidió continuar la velada y él, que debía haber enloquecido con alguna especia o los chupitos, o la luna, le dijo que no. Así que ella, ya en la calle, dijo que qué pena, que hacía una noche estupenda y giró la cabeza y él pudo apreciar el mohín de disgusto y sus ojos, a un metro, sostuvieron su mirada, una mirada como la de la película, como si Diana mirase a su Teodoro. “Si aquesto no es amor, ¿qué nombre quieres, Amor, que tenga desatinos tales”. Ella estaría acostumbrada, pero era demasiado para uno de provincias. J., que se había dado cuenta, le dio un empujoncito. “Venga, seguid por Zurbano, que llegáis recto. Yo me vuelvo a casa”. Ni se acordó de que tenían invitaciones para la fiesta de los diez años de Matador.
Pensaba ahora en ella, en el intenso día de ayer y en que se estaba pringando con la octavilla que había recogido del suelo. La tiró y entró en el bar. Tomó café y la parva. Desde allí llamó a J. porque habían quedado en verse pronto para ir al Reina Sofía. La llamada le costó 3,50 y pensó que con esos precios y con cabinas que cada vez funcionaban peor, iban a acabar venciendo su resistencia a la “movilización”. En fin, quedaron tarde, para las doce y en ese tiempo paseó por Hortaleza hasta Gran Vía, entró en la Casa del Libro, vio al alcalde del pueblo de al lado que compraba lotería en la cola de Doña Manolita y que dijo que venía a la mani. Volvió a Chueca y se tomó tres cañas. No eran horas, pero desde ayer noche se le había quedado un ansia tonta, una febrícula en el corazón, un nosequé de desasosiego.
En la cola del Reina, vieron a unos babianos; le sorprendió verlos, pero desechó que hubieran venido a la manifestación; eran de izquierdas. Aprovecharon el encuentro para saludarlos y ,así, avanzar puestos hacia la entrada. Dentro, ya estaban J. y su mujer. Conocían también a los babianos y hablaron de Arroyo.
J. contó que había preguntado hacía un tiempo por una obrita de él y que le había echado para atrás el precio. “Sería un óleo”, “Bueno, bueno, los santos óleos, por lo que pedían”. Después, lo que vieron no tenía desperdicio. Así que se divirtieron sacándole punta al arte conceptual y posmoderno. Unas esculturas de Leiro atrajeron su atención. Parecían representar a unos desalmados moliendo a palos a Don Quijote, pero la conversación se centró en qué tipos de maderas eran las utilizadas, porque uno de los babianos sabía de eso y tenía árboles en Villafeliz. Se despidieron de ellos, contentos por la casualidad.
Volvieron a Chueca a tomar los vermús de grifo en el Sierra. Aquello parecía un barrio de moda italiano, por los nombres de algunos negocios y porque los maricas tenían buen gusto para todo. Mucho mejor esto que ver a los yonquis hace años chutándose por las esquinas. Mejor que aquello, cualquier cosa, esto, lo otro y lo de más allá.
Los vermús no estaban mal, pero le gustaban más los Izaguirres reserva. En fin, cayeron cinco y tres o cuatro aceitunas. J. y su mujer se iban cuando apareció Díez, que venía encantado con su portátil nuevo y los vermús se reanudaron.
A las tres y media alguien propuso comer algo en el Omertá, pero se acabó en Barquillo, en el bar de uno de Sahagún, al que Díez dijo conocer mucho, y que qué mariconadas de antipasto y tagliatelle eran esas. El tasquero se empeñó en elegir unos tintos de la zona de los Oteros y en sentarse con ellos en cuanto las comandas aflojasen. Se le veía hombre cabal, incapaz de hacer daño a cualquiera. Bebía sol y sombra y trajo una ronda para todos después de los carajillos. Encargó rápidamente la segunda a un camarero, moreno y regordete. “Es ecuatoriano, pero trabaja como un cabrón”, les dijo. En ese momento entró una familia elegante y pidió cafés y alicaos. Tenían pancartas enrolladas y pegatinas en los barbour de ellos y en los tres cuartos en tono camel y verdoso de ellas. Parecían todos bastante guapos. Un pequeñajo se entretenía enrollando y desenrollando una cartulina en la que podía leerse “OBISPOS VALIENTES NO ESTÁIS SOLOS”.
Llegó otro grupo similar en edades, dignidad e indumentaria y pidieron más o menos lo mismo. Por Barquillo bajaban otros y en sus rostros pintaba la expresión afable de los que lo tienen todo claro en esta vida y en parte de la otra.
Los solysombras que Mamerto –así resultó llamarse- servía cada vez más sofisticados, en copa de balón fría y con hielo picadito, pasaban sin sentir. Y, en aquel momento, le volvió la duda. En la mesa había mucha animación. La mujer de J. hablaba por los codos y ahora contaba cómo hacía unos días, había olvidado al niño con el triciclo en el Retiro y M. trataba de interrumpirla cada poco con consejos que para casos de mujeres como los de ellas, que pierden cosas, le había dado su psicólogo.
J. y Mamerto cantaban por lo regional desde hacía rato y Díez no había podido aguantar más; había abierto el portátil y tecleaba una carta al albañil que tenía haciéndole la obra en el pueblo y le había dicho que como no tenía cobertura, mejor que le mandara un emilio a la novia, que la veía todos los fines de semana. “Eloy, me dijo Javi que las vigas del techo iban cubiertas como las del pajar, no sé qué decirte porque, bueno, me había hecho a la idea de que fueran descubiertas, pero también es cierto que la casa de mi madre las tiene descubiertas y oscuras, la parte baja del pajar, también las tiene colgadas y muchas y la majada también las va a tener descubiertas, entonces a lo mejor va a ser demasiada viga, también se podía dejar alguna o algunas al descubierto, las vigas al descubierto están bien, pero también pueden agobiar por la noche y ¿la mezcla de vigas y forjado para la zona de comedor? no sé porque la pared de las ventanas ya llevará vigas al descubierto? y la separación entre la cocina y el comedor también llevará madera o no? En la cocina yo quería hacer una campana de obra importante, si te parece bien, entonces a lo mejor en esa zona quedaban mejor colgadas? No sé creo que tú te haces mejor a la idea de cómo quedan las cosas.
Decía Javi que en el tejado tenía que poner onduline y que se podía poder no el friso que se puso en el pajar sino otras maderas que vienen en planchas y yo creo que esas no tienen nudo, eso hay que decírselo porque él ya pensaba poner lo mismo que puso en el pajar.
En cualquier caso, creo que todas las maderas y vigas las debería de barnizar antes de ponerlas para protegerlas y como en va a ser un lugar con mucha luz se las podría teñir un poco?
También le dije que me gustaría aun trozo de corral empedrado aunque fuera pequeño, que podría ser el que bordeara la cocina de empedrado y no puso mala cara y dijo que ya lo había hecho y hasta con dibujos, qué te parece? O empedrar el patio que está entre el pajar y la cocina.
También hay que poner un pilón en el corral con agua ¿Dónde? Se puede poner al final de la casa de madre para el lado contrario al mío que hay un grifo, pero hay que ponerlo porque es muy útil.
La cocina no queda muy grande, pero que creo que suficiente para cocinar. La chimenea va en la zona de comer, ¿no?
El suelo, tú de qué lo pondrías? A mi el barro me gusta mucho, pero dicen que es muy sucio y tal vez también sea demasiado barro o azulejos rojos en todos los sitios, porque me imagino que en la majada mi madre también pondrá suelo rojo, Parece que lo que más me gusta es el barro o los hidráulicos, las posibilidades que he pensado son: todo barro, con alicatados en blanco e hidráulicos, todo hidráulicos, lisos en la cocina en suelo alicatado y de dibujos en el comedor o la cocina barro en el suelo, blanco en el alicatado e hidráulicos de dibujos en el comedor, separados por un trozo de madera.
Para el pajar habíamos hablado de una chimenea de leña, a ti no se si te gusta más Heron o Jotul, tengo un amigo que me podría conseguir las Jotul a buen precio en Oviedo y además dice que me instala él, entonces sí da igual una que”
Él miraba fijamente al grupo y pensaba. Pensaba que F.J., Pedro, Charo, Angela , los Martín, toda esa buena gente que trataba y que eran sus amigos y aquellas familias de la barra, madrileñas o de cualquier provincia que habían venido a pasar el día a la capital y a darse un paseo por la Castellana no podían estar equivocados. Pensó que se acercaría a ellos y les pediría primero que le explicaran lo de la elección de centro y cómo quedaba la religión y luego, pasarían a hablar de lo que a él más le interesaba, Yavhé y la trascendencia. Quería que le ayudasen a volver a creer, a las certezas de la infancia, a volver a estar ovillado en la seguridad. Se levantó y se dirigió hacia ellos. Se trompicó y cayó cerca. Dos de las mujeres dieron unos grititos de terror y el mocoso del cartel le propinó un puntapié en los ijares. Se levantó y musitó perdón, pero el grupo ya se apartaba y se retiraba hacia la salida. “Déjalo, Borja, que está borracho”, le dijeron a un jovencito de pelo engominado a la vez que lo sujetaban. Notó el desprecio.
Se enrrabietó. No podía pensar bien. Vio que en la esquina, al lado de la máquina, estaban apoyadas las pancartas de otro de los grupos que también tardaría poco en irse. Consiguió sacar una a la calle sin que lo vieran. Rompió un trozo de la tela y se la anudó en la frente; puso uno de los palos en ristre y desde lo alto de Prim empezó un trote lento hacia la avenida. Los grupos se iban ya glomerulando y caminaban lentamente. Se llenó de aire y lanzó un grito fuerte y sostenido ¡Ahhhhh...! y galopó hacia ellos. No podía sostener el alarido, no tenía resuello, había más de doscientos metros, pero le parecía que la ocasión merecía anunciarse de alguna manera. Empezó a recitar, gritar lo más alto que podía lo primero que se le vino a la cabeza: “Hipogrifo violento, / que corriste parejas con el viento, / ¿dónde, rayo sin llamas, / pájaro sin matiz, pez sin escama, / y bruto sin instinto / natural, al confuso laberinto / desas desnudas peñas / te desbocas, te arrastras y despeñas?
Chocó con algunos que caminaban hacia abajo para unirse al grueso de la marea humana; le llamaban de todo, pero continuó hacia el paseo central repleto de acacias. Cuando estaba cerca vio a aquel escritor que llevaba a hombros una pequeña con un cartel que rezaba “Soy católica, ¿qué pasa?”, y corrigió un poco la trayectoria, porque los plumíferos le inspiraban un enorme respeto.
Debió ocurrir un milagro porque la riada se abrió como el Jordán y no se llevó a nadie por delante. Volvió grupas, después de aquel ridículo mayúsculo, de pasarse de frenada, pero ahora fue distinto: enfrente tenía a varios gigantones del servicio de orden. No le vino a la cabeza ningún clásico que declamar, y sí a la boca un terrible regüeldo, mezcla del picadillo y la morcilla, un ardor tremendo que le abrasó el esófago. Le dio la risa, les debía de parecer un dragón enfurecido. Cogió carrera, pero cerca del murallón fue consciente de que a él, como a Alonso Quijano, los yangüeses cuatrocientos años antes, le iban a santiguar los hombros con sus pinos.
Despertó en la planta de trauma. A media mañana entraban a alguien en la habitación. Más tarde supo que, despechada, en la noche del viernes había cogido el coche y se había deslizado sobre las hojas mojadas del otoño hasta un mal plantado castaño. En ese momento, no se lo podía creer; se habría frotado los ojos de haber podido. Era ella, la mismísima Emma Suárez. Quiso decir las palabras mágicas que ella susurraba con delicia sin igual en su papel de la condesa Diana, “Qué me quieres, amor?”, pero sólo acertó con un vagido. Se había olvidado, con la emoción, de que tenía sellada la mandíbula. Ensayó un guiño, pero no sabría decir si fue también algo fallido porque no tenía sensibilidad alguna y la escayola le tapaba hasta las cejas. Bueno, daba igual, ya habría ocasión. Estaba maravillado. Ella estaba allí. Ella era la prueba de que Dios existía y de que a veces aprieta, pero no ahoga.
Avelino Fierro
La duda le asaltó entre Prim y Piamonte. Había bajado a por los periódicos, iba ojeándolos y se iba a meter en el Rocafría a tomar café. M. se había quedado dormitando; el viernes, como buenos provincianos, habían pateado mucho y estaba cansada: además, le había cogido el tranquillo a despertarse, recordar el sueño y enroscarse de nuevo; cada vez tenía eso más perfeccionado. Él, en cambio, ni soñaba y, si se despertaba, de nada le valía contar ovejas ni padrenuestros. Lo normal era despertarse antes de las siete, ver la raya lívida y dudosa de la madrugada, oír –siempre puntual- los pasos y la meada de la vecina de arriba y ponerse a leer, resignado desde hace cuatro o cinco años a que ese fuera el comenzar de sus días.
Habían bajado el jueves, ya tarde, a Madrid. En el coche de línea iba una abogada amiga y el poeta local, en zapatillas de paño, que a la mañana siguiente, cuando lo vieran en la tele recogiendo el premio volvería a decir lo de que él era un escritor de provincias.
Cogieron (o tomaron, en panhispánico) un taxi y fueron a casa de J. a recoger las llaves del piso de Barquillo, donde pasarían el fin de semana. Descargaron los chorizos y la cecina y se pusieron al ritual de olerlos y encetarlos. Apartaron el enorme ramo de lilium que cargaba con su aroma dulzón el ambiente y a M. le ponía la pituitaria al rojo vivo. Se dieron saludos y noticias de los que seguían en el pueblo y de los exiliados en el foro. Al menos, nadie se había muerto ni separado en los dos últimos meses. Un otoño tranquilo. Se retiraron pronto.
El viernes fue agotador. Había que hacer acopio para el invierno. Cogieron el metro hasta Lago para ir a “Estampa”. Allí, la mitad de las azafatas eran ya sudamericanas. Esto del mestizaje no está mal –pensó él- cuando aquella caféconlechemiamol de pulpa de papaya y voz melosa se disculpaba por no haber cortado la invitación justo por la rayita de puntos. Luego, pasaron más tiempo mirando hacia fuera desde lo alto del pabellón, adivinando edificios y barrios en el skyline, porque los grabados y las fotos no los engancharon. A la salida, se demoraron siguiendo el ajetreo de las cotorras que se han enseñoreado de la zona.
Volvieron al centro, a la plaza de San Martín, a ver los cuadros de Casorati y Sironi y, luego, se recogieron y descansaron un rato en las Descalzas. A la entrada, dos jóvenes en una mesa atestada de publicaciones religiosas tenían una mirada mística, de profundo recogimiento. Uno de ellos llevaba sobre la solapa del loden verde una pegatina de la manifestación.
Siguieron por Arenal hasta la Taberna Real, donde tomaron unas cañas. En el Palacio pasearon la exposición de Juan van der Hamen que, si no hubiera muerto mozo “fuera el mayor español que huviera avido en su arte”. Desde el patio de armas se veía bien el enjambre de grúas de la emetreinta.
Tomaron el menú en la botillería del Café de Oriente, soportando el vozarrón del vecino emprendedor y gordo que quería deslumbrar al compañero de mesa, sin duda un recién licenciado en económicas que empezaba las prácticas en la empresa. “Qué me va a decir a mí ése, si yo he sido sacristán, cura, obispo y monja alférez y Papa, porque no he querido”, a la vez que la salsa de arándanos se le escurría por las comisuras. Uno entiende entonces que haya hombres que pueden hacer dos cosas a la vez y de ellos serán los negocios de la tierra y el reino de los cielos. Menos mal que un gorrioncillo que se había despistado de los jardines de Sabatini y revoloteaba entre las lámparas puso algo de contraste a la escena de los tiburones.
Ya en casa, mientras M. dormitó un poco, él echó un vistazo a los periódicos y vio cómo algunos iban caldeando el ambiente. A eso de las cinco y media llamó F.J., que esperaba con dos compañeros magistrados en el Rocafría. Fueron con él en el cercanías a Majadahonda a ver la exposición de vidrieras de Rosa Matueca. Picaron algo en el Faro Vidio y se intercambiaron, como siempre, libros: el tomo ocho de las memorias de Baroja y las traducciones de poesía catalana de Marià Manent. F.J. comentó que se reunía con una peña del gremio, buena gente, entre los que él, creyente practicante, se sentía marxista-leninista tirando a la rama maoísta. Hablaron de los amigos y hubo alusiones a la alianza de civilizaciones, los barrios del París en llamas y la nueva ley de educación. Se despidieron prometiéndose no dejar pasar tanto tiempo hasta la próxima vez.
Quedaba tiempo para ir a la exposición de luz de gas en General Perón. Una delicia; paisajes tardorrománticos, naturalezas crepusculares y la noche alumbrada. A Hermenegildo Anglada, los comisarios le habían puesto Hermen, para los amigos.
Tras picar algo en casa de J., salieron con él y Gastón a dar un paseo. Eran más de las once y lloviznaba. “Vamos a ver un local de moda aquí cerca –dijo J.-, una tortillería”. “Nos van a mirar mal”. “Las tortillas creo que no tienen ojos”. “Ah!, yo creía... je, je”. Estaban cerrando, pero la reconoció aún de espalda, despidiéndose del camarero. Iba acompañada de un mozalbete alto y guapetón al que pidió continuar la velada y él, que debía haber enloquecido con alguna especia o los chupitos, o la luna, le dijo que no. Así que ella, ya en la calle, dijo que qué pena, que hacía una noche estupenda y giró la cabeza y él pudo apreciar el mohín de disgusto y sus ojos, a un metro, sostuvieron su mirada, una mirada como la de la película, como si Diana mirase a su Teodoro. “Si aquesto no es amor, ¿qué nombre quieres, Amor, que tenga desatinos tales”. Ella estaría acostumbrada, pero era demasiado para uno de provincias. J., que se había dado cuenta, le dio un empujoncito. “Venga, seguid por Zurbano, que llegáis recto. Yo me vuelvo a casa”. Ni se acordó de que tenían invitaciones para la fiesta de los diez años de Matador.
Pensaba ahora en ella, en el intenso día de ayer y en que se estaba pringando con la octavilla que había recogido del suelo. La tiró y entró en el bar. Tomó café y la parva. Desde allí llamó a J. porque habían quedado en verse pronto para ir al Reina Sofía. La llamada le costó 3,50 y pensó que con esos precios y con cabinas que cada vez funcionaban peor, iban a acabar venciendo su resistencia a la “movilización”. En fin, quedaron tarde, para las doce y en ese tiempo paseó por Hortaleza hasta Gran Vía, entró en la Casa del Libro, vio al alcalde del pueblo de al lado que compraba lotería en la cola de Doña Manolita y que dijo que venía a la mani. Volvió a Chueca y se tomó tres cañas. No eran horas, pero desde ayer noche se le había quedado un ansia tonta, una febrícula en el corazón, un nosequé de desasosiego.
En la cola del Reina, vieron a unos babianos; le sorprendió verlos, pero desechó que hubieran venido a la manifestación; eran de izquierdas. Aprovecharon el encuentro para saludarlos y ,así, avanzar puestos hacia la entrada. Dentro, ya estaban J. y su mujer. Conocían también a los babianos y hablaron de Arroyo.
J. contó que había preguntado hacía un tiempo por una obrita de él y que le había echado para atrás el precio. “Sería un óleo”, “Bueno, bueno, los santos óleos, por lo que pedían”. Después, lo que vieron no tenía desperdicio. Así que se divirtieron sacándole punta al arte conceptual y posmoderno. Unas esculturas de Leiro atrajeron su atención. Parecían representar a unos desalmados moliendo a palos a Don Quijote, pero la conversación se centró en qué tipos de maderas eran las utilizadas, porque uno de los babianos sabía de eso y tenía árboles en Villafeliz. Se despidieron de ellos, contentos por la casualidad.
Volvieron a Chueca a tomar los vermús de grifo en el Sierra. Aquello parecía un barrio de moda italiano, por los nombres de algunos negocios y porque los maricas tenían buen gusto para todo. Mucho mejor esto que ver a los yonquis hace años chutándose por las esquinas. Mejor que aquello, cualquier cosa, esto, lo otro y lo de más allá.
Los vermús no estaban mal, pero le gustaban más los Izaguirres reserva. En fin, cayeron cinco y tres o cuatro aceitunas. J. y su mujer se iban cuando apareció Díez, que venía encantado con su portátil nuevo y los vermús se reanudaron.
A las tres y media alguien propuso comer algo en el Omertá, pero se acabó en Barquillo, en el bar de uno de Sahagún, al que Díez dijo conocer mucho, y que qué mariconadas de antipasto y tagliatelle eran esas. El tasquero se empeñó en elegir unos tintos de la zona de los Oteros y en sentarse con ellos en cuanto las comandas aflojasen. Se le veía hombre cabal, incapaz de hacer daño a cualquiera. Bebía sol y sombra y trajo una ronda para todos después de los carajillos. Encargó rápidamente la segunda a un camarero, moreno y regordete. “Es ecuatoriano, pero trabaja como un cabrón”, les dijo. En ese momento entró una familia elegante y pidió cafés y alicaos. Tenían pancartas enrolladas y pegatinas en los barbour de ellos y en los tres cuartos en tono camel y verdoso de ellas. Parecían todos bastante guapos. Un pequeñajo se entretenía enrollando y desenrollando una cartulina en la que podía leerse “OBISPOS VALIENTES NO ESTÁIS SOLOS”.
Llegó otro grupo similar en edades, dignidad e indumentaria y pidieron más o menos lo mismo. Por Barquillo bajaban otros y en sus rostros pintaba la expresión afable de los que lo tienen todo claro en esta vida y en parte de la otra.
Los solysombras que Mamerto –así resultó llamarse- servía cada vez más sofisticados, en copa de balón fría y con hielo picadito, pasaban sin sentir. Y, en aquel momento, le volvió la duda. En la mesa había mucha animación. La mujer de J. hablaba por los codos y ahora contaba cómo hacía unos días, había olvidado al niño con el triciclo en el Retiro y M. trataba de interrumpirla cada poco con consejos que para casos de mujeres como los de ellas, que pierden cosas, le había dado su psicólogo.
J. y Mamerto cantaban por lo regional desde hacía rato y Díez no había podido aguantar más; había abierto el portátil y tecleaba una carta al albañil que tenía haciéndole la obra en el pueblo y le había dicho que como no tenía cobertura, mejor que le mandara un emilio a la novia, que la veía todos los fines de semana. “Eloy, me dijo Javi que las vigas del techo iban cubiertas como las del pajar, no sé qué decirte porque, bueno, me había hecho a la idea de que fueran descubiertas, pero también es cierto que la casa de mi madre las tiene descubiertas y oscuras, la parte baja del pajar, también las tiene colgadas y muchas y la majada también las va a tener descubiertas, entonces a lo mejor va a ser demasiada viga, también se podía dejar alguna o algunas al descubierto, las vigas al descubierto están bien, pero también pueden agobiar por la noche y ¿la mezcla de vigas y forjado para la zona de comedor? no sé porque la pared de las ventanas ya llevará vigas al descubierto? y la separación entre la cocina y el comedor también llevará madera o no? En la cocina yo quería hacer una campana de obra importante, si te parece bien, entonces a lo mejor en esa zona quedaban mejor colgadas? No sé creo que tú te haces mejor a la idea de cómo quedan las cosas.
Decía Javi que en el tejado tenía que poner onduline y que se podía poder no el friso que se puso en el pajar sino otras maderas que vienen en planchas y yo creo que esas no tienen nudo, eso hay que decírselo porque él ya pensaba poner lo mismo que puso en el pajar.
En cualquier caso, creo que todas las maderas y vigas las debería de barnizar antes de ponerlas para protegerlas y como en va a ser un lugar con mucha luz se las podría teñir un poco?
También le dije que me gustaría aun trozo de corral empedrado aunque fuera pequeño, que podría ser el que bordeara la cocina de empedrado y no puso mala cara y dijo que ya lo había hecho y hasta con dibujos, qué te parece? O empedrar el patio que está entre el pajar y la cocina.
También hay que poner un pilón en el corral con agua ¿Dónde? Se puede poner al final de la casa de madre para el lado contrario al mío que hay un grifo, pero hay que ponerlo porque es muy útil.
La cocina no queda muy grande, pero que creo que suficiente para cocinar. La chimenea va en la zona de comer, ¿no?
El suelo, tú de qué lo pondrías? A mi el barro me gusta mucho, pero dicen que es muy sucio y tal vez también sea demasiado barro o azulejos rojos en todos los sitios, porque me imagino que en la majada mi madre también pondrá suelo rojo, Parece que lo que más me gusta es el barro o los hidráulicos, las posibilidades que he pensado son: todo barro, con alicatados en blanco e hidráulicos, todo hidráulicos, lisos en la cocina en suelo alicatado y de dibujos en el comedor o la cocina barro en el suelo, blanco en el alicatado e hidráulicos de dibujos en el comedor, separados por un trozo de madera.
Para el pajar habíamos hablado de una chimenea de leña, a ti no se si te gusta más Heron o Jotul, tengo un amigo que me podría conseguir las Jotul a buen precio en Oviedo y además dice que me instala él, entonces sí da igual una que”
Él miraba fijamente al grupo y pensaba. Pensaba que F.J., Pedro, Charo, Angela , los Martín, toda esa buena gente que trataba y que eran sus amigos y aquellas familias de la barra, madrileñas o de cualquier provincia que habían venido a pasar el día a la capital y a darse un paseo por la Castellana no podían estar equivocados. Pensó que se acercaría a ellos y les pediría primero que le explicaran lo de la elección de centro y cómo quedaba la religión y luego, pasarían a hablar de lo que a él más le interesaba, Yavhé y la trascendencia. Quería que le ayudasen a volver a creer, a las certezas de la infancia, a volver a estar ovillado en la seguridad. Se levantó y se dirigió hacia ellos. Se trompicó y cayó cerca. Dos de las mujeres dieron unos grititos de terror y el mocoso del cartel le propinó un puntapié en los ijares. Se levantó y musitó perdón, pero el grupo ya se apartaba y se retiraba hacia la salida. “Déjalo, Borja, que está borracho”, le dijeron a un jovencito de pelo engominado a la vez que lo sujetaban. Notó el desprecio.
Se enrrabietó. No podía pensar bien. Vio que en la esquina, al lado de la máquina, estaban apoyadas las pancartas de otro de los grupos que también tardaría poco en irse. Consiguió sacar una a la calle sin que lo vieran. Rompió un trozo de la tela y se la anudó en la frente; puso uno de los palos en ristre y desde lo alto de Prim empezó un trote lento hacia la avenida. Los grupos se iban ya glomerulando y caminaban lentamente. Se llenó de aire y lanzó un grito fuerte y sostenido ¡Ahhhhh...! y galopó hacia ellos. No podía sostener el alarido, no tenía resuello, había más de doscientos metros, pero le parecía que la ocasión merecía anunciarse de alguna manera. Empezó a recitar, gritar lo más alto que podía lo primero que se le vino a la cabeza: “Hipogrifo violento, / que corriste parejas con el viento, / ¿dónde, rayo sin llamas, / pájaro sin matiz, pez sin escama, / y bruto sin instinto / natural, al confuso laberinto / desas desnudas peñas / te desbocas, te arrastras y despeñas?
Chocó con algunos que caminaban hacia abajo para unirse al grueso de la marea humana; le llamaban de todo, pero continuó hacia el paseo central repleto de acacias. Cuando estaba cerca vio a aquel escritor que llevaba a hombros una pequeña con un cartel que rezaba “Soy católica, ¿qué pasa?”, y corrigió un poco la trayectoria, porque los plumíferos le inspiraban un enorme respeto.
Debió ocurrir un milagro porque la riada se abrió como el Jordán y no se llevó a nadie por delante. Volvió grupas, después de aquel ridículo mayúsculo, de pasarse de frenada, pero ahora fue distinto: enfrente tenía a varios gigantones del servicio de orden. No le vino a la cabeza ningún clásico que declamar, y sí a la boca un terrible regüeldo, mezcla del picadillo y la morcilla, un ardor tremendo que le abrasó el esófago. Le dio la risa, les debía de parecer un dragón enfurecido. Cogió carrera, pero cerca del murallón fue consciente de que a él, como a Alonso Quijano, los yangüeses cuatrocientos años antes, le iban a santiguar los hombros con sus pinos.
Despertó en la planta de trauma. A media mañana entraban a alguien en la habitación. Más tarde supo que, despechada, en la noche del viernes había cogido el coche y se había deslizado sobre las hojas mojadas del otoño hasta un mal plantado castaño. En ese momento, no se lo podía creer; se habría frotado los ojos de haber podido. Era ella, la mismísima Emma Suárez. Quiso decir las palabras mágicas que ella susurraba con delicia sin igual en su papel de la condesa Diana, “Qué me quieres, amor?”, pero sólo acertó con un vagido. Se había olvidado, con la emoción, de que tenía sellada la mandíbula. Ensayó un guiño, pero no sabría decir si fue también algo fallido porque no tenía sensibilidad alguna y la escayola le tapaba hasta las cejas. Bueno, daba igual, ya habría ocasión. Estaba maravillado. Ella estaba allí. Ella era la prueba de que Dios existía y de que a veces aprieta, pero no ahoga.
A. Fierro. 17-11-2005
5 comentarios:
Que morbo lo de la lluvia dorada de la vecina de arriba : " ... los pasos y la meada de ... ", que morbo.
Lo del chorbo que aparece en el hospital, es más creíble que le aporreara la policía hasta dejarlo casi en coma, que el servicio de seguridad de una manifa católica, que ponen la mejilla para que les des otra ostia.
Regular. Empezó el cuento muy de morbo y se desinfló, como cuando se te pone la polla morcillona.
Enhorabuena por el blog. Tanto sus aportaciones como las de sus amigos merecen mucho la pena. Logran evocar recuerdos de
épocas pasadas y suscitar la reflexión sobre la época presente...
Tampoco está nada mal el debate surgido en algunos de los comentarios. Permítame, no obstante, que en estas fechas en que tanto se vocifera sobre la educación y la enseñanza, lance al aire una pregunta: ¿realmente es necesario encadenar cuatro o cinco tacos, tres referencias sexuales y algún exabrupto sobre la guerra civil para comentar cualquier post? ¿No se puede razonar la propia opinión o exponer los propios sentimientos (cuando no son producto de la razón) sin necesidad de crispación, violencia verbal y yo mal disimulado "y yo más"?
Hay ocasiones anónimo en que me paro muy mucho a reflexionar sobre el lenguaje y la ortografía, en parte forzado por los visitantes del blog y los ánimos del dueño del mismo porque mejore mi léxico.
Pero, por otra parte, geniales escritores han empleado el taco encadenado y malsonante desde Cervantes a Cela pasando por Quevedo, Dicenta, Neruda ... es más difícil encontrar a un autor que en su obra no haya metido algún taco que lo contrario.
El barrio ata mucho también y la elocuencia allí es de contenido y la expresión oral muchas veces va acompañada de gestos de aviso , de peligro, de amor, etc... y en un moimento dao es mejor decirle a un interlocutor : cómete mis mierdas monín que hacer el Cicerón o el Demóstenes.
Por otra parte, autores defensores de la teoría de la argumentación claman por la claridad llana, sobre todo en procedimientos ante el jurado.
Finalmente, en defensa del taco y del exabrupto y las referencias sexuales, diré lo que es obvio : basta que me quieran imponer algo para que yo haga justamente lo contrario, siempre lo he hecho así y así seguiré , hasta que me de la gana, por supuesto.
Qué bien descritos, qué bien contados, qué bien transmitidos están los ambientes de esos que se mueven/nos movemos por esos ambientes. Las conversaciones, las sensaciones, los silencios, las formas de vida de esa forma de vida tan peculiar y tan tópica. La rutina, así contada, parece menos rutina, más interesante, pero es la misma rutina de los que son los mismos. Tiene razón Garciamado: la comunicación se comunica, es la comunicación lo que fluye, lo que cambia, lo que transmite. Ella es el sujeto, nosotros sólo somos las bocas que le insuflan aire y la desplazan de un sitio para otro, el objeto de lo que se comunica, que en cada parte de todas partes es el mismo. Esto que escribo ya se ha escrito, en este contexto, en otro contexto distinto, igual que, los que nos movemos en ese ambiente, tenemos un amigo al que le preocupan las vigas de la casa que está reformando y ha mantenido esa conversación, esa misma conversación, con su carpintero y con nosotros. Todo está ya conversado, también la metaconversación y la metaconversación de la metaconversación. Crecer, madurar, estudiar, no es más que aprender otras conversaciones, otros registros, otros guiones ya escritos. Sin más ciencia ni más misterio.
No lo tome a mal anónimo 1. No se trata de ser puritanos, que no lo pretendo en absoluto. Sencillamente de dar más fuerza y seriedad al propio discurso. Entiendo lo que quiere decir, por supuesto que sí. Pero del mismo modo que uno no habla igual a su madre, que a su amante o a un compañero de trabajo, opino que aporta más un discurso articulado de una forma un tanto más reflexiva.
Le doy la enhorabuena por su respuesta a mi observación, porque ahí si aprecié un cambio de registro respecto a su primer comentario en este mismo post.
Y es que, como Usted y yo bien sabemos, este blog no es el barrio y las frases textuales que figuran a continuación tampoco son exactamente de Cervantes o Cela pasando por Quevedo, Dicenta, Neruda ...
"Lo del chorbo que aparece en el hospital, es más creíble que le aporreara la policía hasta dejarlo casi en coma, que el servicio de seguridad de una manifa católica, que ponen la mejilla para que les des otra ostia. Empezó el cuento muy de morbo y se desinfló, como cuando se te pone la polla morcillona."
En mi modesta opinión, si dota a su "fondo" de mejor "forma" sus contribuciones, que son por otra parte muy interesantes, ganarían muchísimo más. Me atrevo a decírselo después de haber leído muchas de sus aportaciones a este blog y de haber apreciado su evolución en el mismo.
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