Vamos a suponer que a usted le importa muchísimo el prójimo y que proclama a los cuatro vientos que el amor a los demás es su guía, su destino y su razón de ser. Prefecto. Perdón, quise decir perfecto. Y un día le plantean el siguiente problema, para ver cómo lo resuelve y qué tan sinceros son sus sentimientos.
Resulta que hay unas gentes que hacen el amor a troche y moche. Unos porque no son muy capaces de reprimir sus instintos, otros porque honestamente no entienden por qué han de contrariarlos, pues les parece menester sabroso y poco dañino cuando es entre adultos que consienten. Usted mantiene una moral sexual muy severa y opina que eso del sexo es tarea que debe acometerse con mesura y sólo si uno no tiene voluntad bastante para aguantárselo de por vida y solazarse viendo como sus pulsiones se enrancian mientras su espíritu se esponja en el amor universal. Usted va diciendo a todos que se repriman y que, en caso de apretón punzante, ducha fría y unos pinchitos en el cuerpo, eso que llaman cilicio. De entre sus amigos y conocidos unos le hacen algo de caso y otros nada; sus colegas, muy poco. Pero ello no obsta para que usted proclame que a todos quiere por igual, pues todos son hijos del mismo dios y mandato supremo de éste es que los amemos en su humana y doliente condición.
Prefecto (vaya, otra vez la errata), estos eran los antecedentes. Ahora viene el problema. Un día se entera usted de que ha aparecido una enfermedad mortal y cruel en grado sumo, que se contagia con el trajín sexual no unipersonal. Y que se están muriendo por miles y millones esos que se entregan al sexo mediante el uso de partes del cuerpo que al parecer su dios les concedió para utilización bajo mínimos y bien pautada. Usted, cómo no, se compadece y pide por las almas de todas esas víctimas. Hasta reconoce que es la muerte castigo desmedido para un pecado del que nadie puede decirse libre, ni los castrati siquiera, pues narran las crónicas que, aun amputados del eje de sus instintos lúbricos, eran la mayoría diestros en el arte de complacer carnalmente a las damas con artes exquisitas y variadas. Se muestra usted apesadumbrado y triste por todas esas vidas que se pierden, por tan alto padecimiento, por los huérfanos que lloran, por los pueblos que casi se van extinguiendo por obra de ese mal y que son los más humildes y desprotegidos. Qué gran corazón tiene usted, cuánta su compasión, cuán excelsa su sensibilidad.
Pero hete aquí que un día le dicen esto: mire, buen señor, esas gentes que se contagian de la enfermedad asesina, o su gran mayoría, van a seguir, querámoslo o no, con su promiscuidad y su manera de entender y vivir la sexualidad. No son como usted, dechado de contención, prodigio del autocontrol, que invierte su mejor esfuerzo en no verterse. Pero tenemos una solución. Si esos que se dan a carantoñas y penetraciones se ponen en su pene una pequeña bolsita llamada condón, no se contagiarán del mal y morirán muchísimos menos. Así que decida usted desde su gran amor a la humanidad y díganos que desea. ¿Prefiere que sigan muriendo, pues pecaron y deben pagar por su falta, aunque la pena sea tan dura, o prefiere que se salven y sigan arrastrando su vida de pecadores, pero vida al fin y al cabo?
Usted medita, con gesto doliente, y al cabo contesta: yo no quiero que se mueran, los amo a todos intensamente, son criaturas de dios, son mis hermanos. Bonito, sí, pero los que le interrogan insisten: ya sabemos que no les desea la muerte, sólo le preguntamos si acepta que salven su vida y se libren de la dolorosa enfermedad mediante el uso de la bolsita. Usted replica que lo de la bolsita es pecado, pues el sexo sólo es moral y lícito cuando se hace sin la bolsita, y aún así no con cualquiera ni de cualquier modo. Pero los que le preguntan se mantienen en sus trece y le acucian para que concrete más: díganos, buen señor, si les damos los condones o no. Si se los damos seguirán pecando, pero no morirán. Si no se los damos, perecerán como hasta ahora, por cientos de miles, por millones. Fíjese que cada tres segundos en el mundo un niño queda huérfano de alguno de sus padres que fallece por causa de esa enfermedad.
A usted ya no le queda escapatoria, tiene que pronunciarse, debe dictar su veredicto. Y lo hace: que no les den las bolsitas. Su sentencia ha sido de muerte. Usted, que tanto alardea de lo que le duele el sufrimiento ajeno, que tanto hace gala de cómo le conmueve el dolor de los más humildes y desamparados, concluye que los prefiere muertos, antes que vivos para seguir pecando con esa parte del cuerpo que es maldita.
Si usted piensa y razona así, es usted la vivísima encarnación de los Papas de la Iglesia Católica. Dentro de un par de siglos sus sucesores pedirán perdón por su comportamiento homicida en este tiempo nuestro, igual que ahora se disculpan por tantas muertes que provocaron antaño, con su mismo odio a los que disfrutan del cuerpo que ellos desprecian o que a ellos les aterra. Siguen eligiendo la muerte para los que no les obedecen, se niegan a salvar a los que no quieran ser de su rebaño y acatar sus órdenes. Pero, mientras llega ese día en que pedirán perdón a los millones de muertos que no quisieron ayudar a salvar, Papas y obispos tienen hoy responsabilidad de genocidas.
Hay curas y monjas que se dejan la piel y la esperanza luchando por los desamparados y atendiendo a los enfermos. Y muchos de ellos claman para que la Iglesia oficial les permita repartir condones a los pueblos que se desangran y padecen por el SIDA. Pero es la suya la voz que clama en el desierto. Los otros, los criminales, son sordos, resentidos, psicópatas. Se aman sólo a sí mismos y un poquito nada más al que se les somete. Los demás son el demonio. Si han de morir, que mueran, habrá sido por sus pecados.
La Iglesia oficial se pone el condón en el alma para no contagiarse de misericordia.
Resulta que hay unas gentes que hacen el amor a troche y moche. Unos porque no son muy capaces de reprimir sus instintos, otros porque honestamente no entienden por qué han de contrariarlos, pues les parece menester sabroso y poco dañino cuando es entre adultos que consienten. Usted mantiene una moral sexual muy severa y opina que eso del sexo es tarea que debe acometerse con mesura y sólo si uno no tiene voluntad bastante para aguantárselo de por vida y solazarse viendo como sus pulsiones se enrancian mientras su espíritu se esponja en el amor universal. Usted va diciendo a todos que se repriman y que, en caso de apretón punzante, ducha fría y unos pinchitos en el cuerpo, eso que llaman cilicio. De entre sus amigos y conocidos unos le hacen algo de caso y otros nada; sus colegas, muy poco. Pero ello no obsta para que usted proclame que a todos quiere por igual, pues todos son hijos del mismo dios y mandato supremo de éste es que los amemos en su humana y doliente condición.
Prefecto (vaya, otra vez la errata), estos eran los antecedentes. Ahora viene el problema. Un día se entera usted de que ha aparecido una enfermedad mortal y cruel en grado sumo, que se contagia con el trajín sexual no unipersonal. Y que se están muriendo por miles y millones esos que se entregan al sexo mediante el uso de partes del cuerpo que al parecer su dios les concedió para utilización bajo mínimos y bien pautada. Usted, cómo no, se compadece y pide por las almas de todas esas víctimas. Hasta reconoce que es la muerte castigo desmedido para un pecado del que nadie puede decirse libre, ni los castrati siquiera, pues narran las crónicas que, aun amputados del eje de sus instintos lúbricos, eran la mayoría diestros en el arte de complacer carnalmente a las damas con artes exquisitas y variadas. Se muestra usted apesadumbrado y triste por todas esas vidas que se pierden, por tan alto padecimiento, por los huérfanos que lloran, por los pueblos que casi se van extinguiendo por obra de ese mal y que son los más humildes y desprotegidos. Qué gran corazón tiene usted, cuánta su compasión, cuán excelsa su sensibilidad.
Pero hete aquí que un día le dicen esto: mire, buen señor, esas gentes que se contagian de la enfermedad asesina, o su gran mayoría, van a seguir, querámoslo o no, con su promiscuidad y su manera de entender y vivir la sexualidad. No son como usted, dechado de contención, prodigio del autocontrol, que invierte su mejor esfuerzo en no verterse. Pero tenemos una solución. Si esos que se dan a carantoñas y penetraciones se ponen en su pene una pequeña bolsita llamada condón, no se contagiarán del mal y morirán muchísimos menos. Así que decida usted desde su gran amor a la humanidad y díganos que desea. ¿Prefiere que sigan muriendo, pues pecaron y deben pagar por su falta, aunque la pena sea tan dura, o prefiere que se salven y sigan arrastrando su vida de pecadores, pero vida al fin y al cabo?
Usted medita, con gesto doliente, y al cabo contesta: yo no quiero que se mueran, los amo a todos intensamente, son criaturas de dios, son mis hermanos. Bonito, sí, pero los que le interrogan insisten: ya sabemos que no les desea la muerte, sólo le preguntamos si acepta que salven su vida y se libren de la dolorosa enfermedad mediante el uso de la bolsita. Usted replica que lo de la bolsita es pecado, pues el sexo sólo es moral y lícito cuando se hace sin la bolsita, y aún así no con cualquiera ni de cualquier modo. Pero los que le preguntan se mantienen en sus trece y le acucian para que concrete más: díganos, buen señor, si les damos los condones o no. Si se los damos seguirán pecando, pero no morirán. Si no se los damos, perecerán como hasta ahora, por cientos de miles, por millones. Fíjese que cada tres segundos en el mundo un niño queda huérfano de alguno de sus padres que fallece por causa de esa enfermedad.
A usted ya no le queda escapatoria, tiene que pronunciarse, debe dictar su veredicto. Y lo hace: que no les den las bolsitas. Su sentencia ha sido de muerte. Usted, que tanto alardea de lo que le duele el sufrimiento ajeno, que tanto hace gala de cómo le conmueve el dolor de los más humildes y desamparados, concluye que los prefiere muertos, antes que vivos para seguir pecando con esa parte del cuerpo que es maldita.
Si usted piensa y razona así, es usted la vivísima encarnación de los Papas de la Iglesia Católica. Dentro de un par de siglos sus sucesores pedirán perdón por su comportamiento homicida en este tiempo nuestro, igual que ahora se disculpan por tantas muertes que provocaron antaño, con su mismo odio a los que disfrutan del cuerpo que ellos desprecian o que a ellos les aterra. Siguen eligiendo la muerte para los que no les obedecen, se niegan a salvar a los que no quieran ser de su rebaño y acatar sus órdenes. Pero, mientras llega ese día en que pedirán perdón a los millones de muertos que no quisieron ayudar a salvar, Papas y obispos tienen hoy responsabilidad de genocidas.
Hay curas y monjas que se dejan la piel y la esperanza luchando por los desamparados y atendiendo a los enfermos. Y muchos de ellos claman para que la Iglesia oficial les permita repartir condones a los pueblos que se desangran y padecen por el SIDA. Pero es la suya la voz que clama en el desierto. Los otros, los criminales, son sordos, resentidos, psicópatas. Se aman sólo a sí mismos y un poquito nada más al que se les somete. Los demás son el demonio. Si han de morir, que mueran, habrá sido por sus pecados.
La Iglesia oficial se pone el condón en el alma para no contagiarse de misericordia.
4 comentarios:
Buenos días, Garciamado. Creo que comete Vd. varios errores de enfoque; son habituales en la prensa, pero a Vd. hay que pedirle más. Y me explico.
Uno. La doctrina de la iglesia católica es una estructura normativa completa, en la que están previstas casi todas (y subrayo el casi) las excepciones, pero que, sobre todo, cuenta con un 'deus ex machina' (nunca mejor dicho) excepcional en tales catálogos: el juez final es Dios, que valora intenciones, y no hechos. Esto es importante, aunque a estas alturas de mi comentario no se entienda.
Dos. La iglesia católica no tiene potestad alguna sobre la humanidad. Sólo quienes se proclaman y son católicos deben obediencia a sus reglas y sus autoridades. Aunque parezca una obviedad, no lo es; Vd. mismo dice: 'Pero los que le preguntan se mantienen en sus trece y le acucian para que concrete más: díganos, buen señor, si les damos los condones o no.' Ninguno de los 'encargados' de repartir las gomas providenciales debería preguntar a las autoridades eclesiásticas al respecto, puesto que la distribución de condones y la elaboración de una guía para la eterna salvación pertenecen a universos distintos, son asuntos inconmensurables.
Tres. Es obligación de la iglesia católica para con sí misma (y ella misma es la comunidad toda de fieles cristianos católicos; eso es la iglesia, y no una mera jerarquía de cargos) hacer lo que cree que debe hacer y decir lo que cree que debe decir. Es obligación de las autoridades civiles que se tengan por tales ignorar cuantas disposiciones dicten la iglesia católica, El Corte Inglés o los Boy Scouts. Por poner tres ejemplos.
Cuatro. El sexo fuera del matrimonio es pecado para los católicos. El sexo, aun dentro del matrimonio, si no está dirigido a la procreacíon, también.
Cinco. Que se encargue la iglesia católica de hacer llegar sus preceptos a sus fieles, y dejemos los demás, no católicos, de vocear sus errores. Mientras nosotros, los muchos millones de personas que no somos católicos, sigamos amplificando su respetable normativa moral, la iglesia católica seguirá teniendo una presencia desmesurada en la vida civil; una presencia deformada por la repetición hasta el mareo de sus opiniones en letra impresa y en letra web.
Y termino. Un imán -creo que chiíta- emitió una fatwa de obligado cumplimiento para dar muerte a Salman Rushdie. Personalmente, me siento tan poco concernido por tal orden como por la eclesial de no utilizar preservativos. Con la diferencia de que la fatwa, en los países en los que exista un estado de derecho, debe ser combatida por las fuerzas policiales y judiciales del estado -pues incita a la comisión de un crimen-, mientras que el asunto de los condones es cosa de cada cual. En todo caso, comparemos la cantidad de 'tiempo-prensa' malgastado en la denuncia de la incitación religiosa a un asesinato y el malgastado igualmente en hablar de condones -desde el punto de vista de una religión ajena-, de homosexualidad -desde el mismo punto de vista- o del celibato de los profesionales de esa misma iglesia.
Aquí estoy, haciendo aquello que critico. Pero no haga como yo, haga lo que yo le digo.
Esto me ha quedado largo; y eso que me he quedado corto. Salud.
El comentario de Mercutio esconde una falacia. Presenta a la IC como una organización religiosa, cuando su duplicidad es evidente: religión, para unas cosas, estado, para otras.
Yo, en cambio, creo que es oportuno recordar que la jerarquía de la IC ha abandonado cualquier semblanza de integridad, en éste y en otros temas, porque está interviniendo afanosamente en la vida política. Respetaría, es más, ignoraría, por la simple razón de que no me interesan, los puros planteamientos religiosos, que son para sus fieles; pero las intervenciones en la sociedad civil merecen crítica. Benito 4x4, según previsto, nos está dando materia abundante para ello.
Creo que tienen razón los dos, Garciamado y Mercutio, porque los dos están diciendo cosas ciertas, pero las dicen con pretensiones diferentes, o desde perspectivas distintas. Personalmente no me extraña, e incluso me parece una muestra de (homicida) coherencia, la postura de la iglesia en el asunto de los condones. Sí me extraña que un homosexual se declare católico y se queje de que la iglesia no le admita en su seno en su condición de tal; como me extraña que un divorciado quiera casarse por la iglesia, o que acuda a misa puntualmente todos los domingos quien vive con su pareja en feliz armonía sexual y conyugal sin haber sido bendecido por sacramentos ni leyes. Me extrañaron las multitudes llorosas y en éxtasis ante la ventana del papa moribundo (cuánta gente, pensé, no folla con condón, no practica el sexo fuera del matrimonio, folla únicamente para tener hijos, no va de putas, no pierde una homilía...); en fin, me extraña más la incoherencia del destinatario del mensaje, que la coherencia -homicida, castrante, etc.- del emisor. Dicho esto (y a riesgo de pecar de incoherente), creo que a la iglesia sí se le debe exigir que modifique su postura, y se le debe exigir toda la responsabilidad que sea exigible (moral, civil, penal, etc.) porque las víctimas de su estúpida (y coherente) guerra al condón están siendo los más desvalidos, los más incultos, los más necesitados, los débiles que acuden a ella buscando el único consuelo que les queda, que es el espiritual. Que predique el mensaje contra el preservativo en el "primer mundo" no me parece mal: quien ha tenido acceso a información, conocimiento, sanidad, etc. puede defenderse solito (o asumir las consecuencias de sus actos); que lo predique en esos mundos donde todo falta es inmoral, y es un timo (muy peligroso). EStoy con Mercutio, para el primer mundo. Con Garciamado, para esos mundos que no son el primero.
Este año toca repetición, pero ya desde el pasado, a propósito de las jornadas internacionales contra el SIDA, nos tocó aguantar la monserga de lo mucho que se equivocaba la Iglesia al criticar el uso del profiláctico y lo "irresponsable" de un tal posicionamiento. La demagogia puede tener sus motivos para atacar a esa institución, pero la moral cristiana cuenta para su defensa con sólidas razones, proporcionadas por las cifras objetivas.
Examinemos los efectos de la planificación familiar promovida por el "progresismo" a través de dos casos, uno simple y otro complejo, a los que nos referiremos respectivamente como "Caso 1" y "Caso 2".
Caso 1.
Supongamos que la población sexualmente activa en un país X es de 100 millones de habitantes. El preservativo tiene una eficacia aproximada del 80%, aunque se vea notablemente reducida en países con una educación sexual deficiente. Un tercer dato, que podemos ignorar por ahora, es la frecuencia con la que un habitante de ese país mantiene relaciones sexuales. A mayor frecuencia, mayor posibilidad de infección.
Así que, en el mejor de los casos, la apuesta por el preservativo arroja 20 millones de infectados por el virus del SIDA en los próximos años.
Éste es el genocidio, en base hipotética, de los amigos del condón.
Caso 2.
Ahora digamos que en África, cuya población sexualmente activa asciende a 300 millones, un joven representativo logra un promedio de cuatro relaciones al año, que es más o menos el doble de las que mantendría un occidental en el mismo tiempo. Admitamos, sin embargo, que el ritmo de relaciones decrece al hallarse una pareja estable, cosa que puede suceder a los veintiséis años. Se reduce, pues, a una relación extraconyugal cada dos años, de modo que tenemos:
Fase A: De los 14 a los 26: 4 relaciones prematrimoniales al año.
Fase B: De los 26 a los 44: 1 relación extraconyugal cada dos años (asimilamos a cero el riesgo de la pareja estable).
Para la fase A (12 años) habría 48 infecciones potenciales (12 por 4). Disminuyamos la cifra a dos tercios, pues no todas las relaciones son de riesgo (hay un tercio de infectados en el África Subsahariana, y una relación la constituyen al menos dos personas). Es decir, 32 infecciones potenciales, que el factor de riesgo al 20% dejaría a 6.4 entre 12 años, esto es, a 0.53 por año.
Para la fase B (18 años) nos quedarían sólo 9 infecciones potenciales (18 entre 2). Reducidas a dos tercios, dan 6; de las cuales, substrayendo el factor de riesgo del 20%, nos quedan 1.2 entre 18 años, por lo que obtenemos un total de 0.06 infecciones potenciales por año.
Ahora imaginemos que de esos 300 millones de personas sexualmente activas, 220 están en la fase A y 80 en la fase B, lo cual es perfectamente verosímil. Así, tendríamos 116.6 millones (220 millones por 0.53) y 4.8 millones (80 millones por 0.06) de infecciones potenciales en los dos grupos. Ambos montos arrojan 121.4 millones de infecciones potenciales cada año.
Pero, podría contestarse, nadie puede quedar infectado más de una vez. Y es cierto. Concedamos que de los 121.4 millones de infecciones potenciales, sólo el 40% se realizan. Luego, se convertirían en 48.6 millones de infectados anuales, que es una cifra harto considerable. Ello sin contar con el incremento anual del factor de riesgo, de rápida tendencia ascendente a medida que aumenta el número global de seropositivos.
Conclusión.
El preservativo es, para entendernos, la vía libre o "bula" a las relaciones prematrimoniales y extraconyugales. Ha quedado claro que las relaciones seguras entre cónyuges o parejas de hecho consolidadas reducen el riesgo a cero, o, en caso de infidelidad, lo disminuyen grandemente. Usar preservativo en dichos supuestos puede ser útil a efectos de planificación familiar, pero no de evitar el contagio, si ambos miembros están sanos. Y ése es el tema que estamos tratando aquí.
El "progresista" asume en primer lugar que los hombres (no digamos ya los de los países subdesarrollados) son promiscuos por naturaleza. En segundo lugar, que la política de la Iglesia resulta "antinatural" por pretender circunscribir las relaciones sexuales al matrimonio. Pero él, el librepensador, está muy lejos de no intervenir en la libertad individual, y en tanto que interviene, incide a efectos demográficos, económicos y sociales. Ahora bien, mientras que el preservativo contribuye a fijar esa promiscuidad de la que hablamos, la Iglesia consigue lo contrario, diluirla. O al menos lo intenta. Y lo lograría con mayor facilidad si 1) la población africana fuera plenamente consciente de los peligros del SIDA, y 2) no adquiriera una falsa seguridad gracias al profiláctico. Se ha demostrado, además, que la promiscuidad es la causa principal del contagio, y que el preservativo ni es capaz de reducirla -más bien la fomenta- ni elimina el riesgo al cien por cien.
http://justicia.bitacoras.com
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