En la media horita de zapping que uno se concede cada noche, como pretexto para fumarse un cigarro bien guapo con pasión de exfumador inconsecuente, constaté cómo La 2 y Canal 4 daban caña simultánea a la Norteamérica de Bush, la una con un buen documental sobre las torturas en Irak y el otro con lo de la pena de muerte aplicada ayer a ese hombre para el que Terminator no tuvo clemencia. Y la evidencia se impone a cualquier espectador mínimamente avisado, que piensa míralos que monos y coordinados, marcando el paso al ritmo de la campaña que Pepiño y ZP, las lumbreras de la izquierda postmoderna ( o simplemente post), han ideado para recuperar imagen al grito de “los amigos de los otros sí que son malos” o “sabemos lo que hicisteis el último verano”.
Pero, ay, amigo, por mucha grima que dé, y a fe mía que la da, ver la política de acá en caída libre, no queda más remedio que reconocer honestamente una cosa: lo de Bush es un desastre que también vamos a pagar todos. Estamos copados, el mundo, de aquí al imperio, ha caído en manos de gilipollas convictos y confesos.
Detesto el antiamericanismo y, sobre todo, el de esos coleguillas que despotrican contra USA y citan sin parar a Chomsky al tiempo que se pirran por pasar cuatro días en una Universidad californiana o por mandar a sus hijos a hacer allá un curso, para que aprendan menos que aquí (que ya es decir), pero fardando el triple. Detesto el antiamericanismo, sí, pero a este Presidente norteamericano y a su gobierno no hay hijo de madre en sus cabales que pueda defenderlos.
Contra la amenaza del fundamentalismo islámico, contra esa alianza anticivilizatoria que quiere acabar con las libertades, la ciencia y la ilustración entera, no nos queda más defensa efectiva que la invocación consciente y bien documentada de la superioridad de nuestra cultura, de la excelencia de nuestras libertades, de las virtudes de nuestro humanismo y de la potencialidad de estas sociedades para seguir venciendo injusticias y superando discriminaciones. Queda muchísimo por hacer, pero los fundamentos teóricos están puestos desde hace siglo y medio o dos siglos y sólo hay que seguir haciendo de la política el medio para la mejor realización de los ideales de libertad, igualdad y justicia que son el alma de la Modernidad y la Ilustración en Occidente.
Muy bonito, ciertamente, y yo creo profundamente en eso. Pero, tal como vamos, no nos quedará mucho de qué presumir frente a esos fanáticos de dioses asesinos, apóstoles de la muerte y adalides de la crueldad. Porque miren quién se ha puesto a defendernos, a velar por nuestra civilización: otro fanático, un iluminado que se siente, él también, salvador del mundo a cualquier precio, llamado por su dios, al parecer, para imponer en la tierra a sangre y fuego la supremacía de los buenos, que son los de su clan y su iglesia.
¿Cómo vamos a proclamar las virtudes de nuestra cultura, la superioridad de nuestra filosofía de los derechos humanos o las promesas liberadoras de nuestras constituciones, si la vanguardia de Occidente la ocupa el Presidente de un país que sigue aplicando la pena de muerte en estos tiempos y que, para colmo y definitivo descrédito, ha reimplantado la tortura con todas las de la ley, manchando de paso a sus socios y contaminando a la vieja Europa, que pensaba tales modos definitivamente vencidos?
Pero, ay, amigo, por mucha grima que dé, y a fe mía que la da, ver la política de acá en caída libre, no queda más remedio que reconocer honestamente una cosa: lo de Bush es un desastre que también vamos a pagar todos. Estamos copados, el mundo, de aquí al imperio, ha caído en manos de gilipollas convictos y confesos.
Detesto el antiamericanismo y, sobre todo, el de esos coleguillas que despotrican contra USA y citan sin parar a Chomsky al tiempo que se pirran por pasar cuatro días en una Universidad californiana o por mandar a sus hijos a hacer allá un curso, para que aprendan menos que aquí (que ya es decir), pero fardando el triple. Detesto el antiamericanismo, sí, pero a este Presidente norteamericano y a su gobierno no hay hijo de madre en sus cabales que pueda defenderlos.
Contra la amenaza del fundamentalismo islámico, contra esa alianza anticivilizatoria que quiere acabar con las libertades, la ciencia y la ilustración entera, no nos queda más defensa efectiva que la invocación consciente y bien documentada de la superioridad de nuestra cultura, de la excelencia de nuestras libertades, de las virtudes de nuestro humanismo y de la potencialidad de estas sociedades para seguir venciendo injusticias y superando discriminaciones. Queda muchísimo por hacer, pero los fundamentos teóricos están puestos desde hace siglo y medio o dos siglos y sólo hay que seguir haciendo de la política el medio para la mejor realización de los ideales de libertad, igualdad y justicia que son el alma de la Modernidad y la Ilustración en Occidente.
Muy bonito, ciertamente, y yo creo profundamente en eso. Pero, tal como vamos, no nos quedará mucho de qué presumir frente a esos fanáticos de dioses asesinos, apóstoles de la muerte y adalides de la crueldad. Porque miren quién se ha puesto a defendernos, a velar por nuestra civilización: otro fanático, un iluminado que se siente, él también, salvador del mundo a cualquier precio, llamado por su dios, al parecer, para imponer en la tierra a sangre y fuego la supremacía de los buenos, que son los de su clan y su iglesia.
¿Cómo vamos a proclamar las virtudes de nuestra cultura, la superioridad de nuestra filosofía de los derechos humanos o las promesas liberadoras de nuestras constituciones, si la vanguardia de Occidente la ocupa el Presidente de un país que sigue aplicando la pena de muerte en estos tiempos y que, para colmo y definitivo descrédito, ha reimplantado la tortura con todas las de la ley, manchando de paso a sus socios y contaminando a la vieja Europa, que pensaba tales modos definitivamente vencidos?
No somos quien nosotros, obviamente, para decirles a los norteamericanos quién debe gobernarlos ni a su Presidente que lea un poco y se entere. Pero sí debemos, desde aquí, implorar a la buena vieja Europa que tome la delantera, que se deje de pataletas de adolescente y que pase a llevar la iniciativa, que no se limite a criticar al papá yankee, se haga adulta y defienda de una vez por todas los valores que la hicieron como hoy es. Que los defienda por las buenas y por las malas, en la paz y en la guerra, si la hubiere. Pero que los defienda sabiendo que hay límites que no puede rebasar si no es al precio de destruir su propia esencia y hacerse cómplice de los mismos que quieren acabar con esta civilización que ha costado tanta sangre y tanta lucha, que se cimentó en el esfuerzo y el sufrimiento de tantos que fueron masacrados y torturados por buscar la libertad, combatir el dogmatismo, comenzando por el religioso, y oponerse a los privilegios.
1 comentario:
Hola, Juan Antonio,
bueno, que casualidad, comenté la noticia cubana antes de haber leído este comentario tuyo sobre el imperio. Pero es normal la sintonía entre amigos, ¿no?
Concuerdo; la guerra está perdida, trágicamente perdida, y la decencia con ella. La hemos perdido (y yo, como buen enamorado de Estados Unidos, estuve en las manifestaciones contra la guerra), porque somos todos imperio, nos guste o no.
Inicio de fábula para contar a nuestros bisnietos. Había una vez en un lejano país un presidente con cara de falso simpático que decidió inscribir a su país en el club de la infamia, y autorizó la guerra sucia. Y llegó a su vez otro presidente, con cara de antipático falso, que se propuso superar al anterior, y metió a su país en una guerra ilegal sustentada por grandes mentiras.
En fin ...
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