En Bolivia ha ganado las elecciones Evo Morales, un candidato indígena que mantiene un programa indigenista y con fuerte rechazo de la cultura occidental y sus modos. Allá ellos, sus razones tendrán él y sus votantes. Del mismo modo que respetamos la opción de los que aquí se van a un monasterio de clausura o eligen el celibato o se afilian a la iglesia cienciológica, por qué no vamos a tener por admisible que la mayoría de los habitantes de un país prefieran las arcaicas formas de vida y organización antes que las maneras de este Occidente que presume de democracia y derechos humanos y que, sin embargo, sigue marginando, discriminando y explotando a pueblos enteros y a comunidades completas, como esas que apoyan masivamente a su candidato Evo Morales. Además, los otros, los blancos, ya los robaron bastante. Ahora que meta la mano uno de casa, si acaso.
De lo que no estoy tan seguro es de que la perpetuación de o el retorno a las formas tradicionales de esas culturas vaya a significar para sus miembros el fin de la discriminación o un grado menor de miseria. Pero no quería hablar de eso.
Lo que me llama poderosísimamente la atención es la emoción que las tesis indigenistas despiertan en tanto intelectual y académico europeo y norteamericano. Desde sus apartamentos en la Quinta Avenida o sus casas en Majadahonda alientan estos profesores la pervivencia de las culturas indígenas, convencidos, al parecer, de que son esas culturas el lugar de la mayor felicidad y la mejor justicia para el ser humano, no como estas ciudades nuestras, tan inhumanas, tan desintegradas, plurales en grado tan alto que uno no siente la más mínima sensación de comunidad, regidas por frías reglas legales, generales y abstractas, en lugar de por arropadoras tradiciones y costumbres atávicas. Tampoco pasa nada por pensar así o por creer en los platillos volantes. Pas de problème.
Cuando la cuestión se torna dura es a la hora de sentar la primacía entre derechos individuales y derechos colectivos. Aquí mismo, en este Estado de nuestros dolores de cabeza, tenemos de plena actualidad el tema, con esa oficina que la Generalitat una y trina ha montado para que los ciudadanos delaten anónimamente a los comerciantes que no redacten en catalán los rótulos de su tienda. Que la gente no se exprese en la lengua que quiera, sino en la del grupo, para que éste se mantenga idéntico a sí mismo y aglutinado, en lugar de disgregarse, como impepinablemente ocurre donde la libertad individual cuente más que la cohesión de la tribu.
Mucho profesor progresista tiembla de gozo al profesar hoy en día las doctrinas comunitaristas, esas que mantienen que el individuo nada es y nada vale fuera de su comunidad cultural, aislado de las tradiciones de su grupo y sometido sólo a las reglas del frío derecho constitucional que velan por su autonomía plena. Nada pasaría tampoco por difundir esas ideas y vibrar con ellas, si no fuera porque son ideas que sirven para consolidar ghettos y justificar nuevas reservas indias. Proclamar que bien está que los de Nueva York hablen inglés (como quiere Samuel Huntington, otro comunitarista al fin, pariente próximo de esos progres , sin que ellos lo sepan) en lugar de quechua o aymara, e igual de bien que los indígenas quechua o aymara hablen esas lenguas suyas en lugar de (no además de) inglés, y que cada una de esas comunidades permanezca anclada y atada a su cultura y reciba predominantemente la educación y la formación toda que de esa cultura provenga, tratando de evitar la contaminación disolvente que provocaría una educación plural y universalista, es tanto como condenar a esos quechuas o aymaras a permanecer de por vida, generación tras generación, atados a su tierra, confinados en su mundo, mientras el planeta entero lo gobiernan realmente los otros, los que hablan inglés (y español), los que viajan en avión, los que compran y venden, traen y llevan de acá para allá, sin límites geográficos, ni culturales, ni históricos, ni lingüísticos.
He discutido de esto muchas veces en Latinoamérica con estudiantes, colegas y amigos. Es impresionante ver con cuánta simpatía ven los muy occidentalizados profesores bogotanos o del DF mexicano la concesión a las comunidades indígenas de derechos colectivos excluyentes de la primacía individual, derechos que sirven para evitar que esas comunidades se disuelvan y esas culturas desaparezcan a medida que sus miembros opten por las formas de vida occidentales y la cultura de las capitales. Son derechos de los grupos que valen para confinar en ellos a los individuos que los integran, derechos que tienen por finalidad la de que los sujetos indígenas no conozcan bastante de lo que hay fuera de su comunidad o no reciban los medios suficientes para poder abandonarla. Esto es, que vivan en reservas, pero que vivan en ellas felices, creyendo que no hay en el mundo nada mejor, o que no existen otras cosas.
De lo que no estoy tan seguro es de que la perpetuación de o el retorno a las formas tradicionales de esas culturas vaya a significar para sus miembros el fin de la discriminación o un grado menor de miseria. Pero no quería hablar de eso.
Lo que me llama poderosísimamente la atención es la emoción que las tesis indigenistas despiertan en tanto intelectual y académico europeo y norteamericano. Desde sus apartamentos en la Quinta Avenida o sus casas en Majadahonda alientan estos profesores la pervivencia de las culturas indígenas, convencidos, al parecer, de que son esas culturas el lugar de la mayor felicidad y la mejor justicia para el ser humano, no como estas ciudades nuestras, tan inhumanas, tan desintegradas, plurales en grado tan alto que uno no siente la más mínima sensación de comunidad, regidas por frías reglas legales, generales y abstractas, en lugar de por arropadoras tradiciones y costumbres atávicas. Tampoco pasa nada por pensar así o por creer en los platillos volantes. Pas de problème.
Cuando la cuestión se torna dura es a la hora de sentar la primacía entre derechos individuales y derechos colectivos. Aquí mismo, en este Estado de nuestros dolores de cabeza, tenemos de plena actualidad el tema, con esa oficina que la Generalitat una y trina ha montado para que los ciudadanos delaten anónimamente a los comerciantes que no redacten en catalán los rótulos de su tienda. Que la gente no se exprese en la lengua que quiera, sino en la del grupo, para que éste se mantenga idéntico a sí mismo y aglutinado, en lugar de disgregarse, como impepinablemente ocurre donde la libertad individual cuente más que la cohesión de la tribu.
Mucho profesor progresista tiembla de gozo al profesar hoy en día las doctrinas comunitaristas, esas que mantienen que el individuo nada es y nada vale fuera de su comunidad cultural, aislado de las tradiciones de su grupo y sometido sólo a las reglas del frío derecho constitucional que velan por su autonomía plena. Nada pasaría tampoco por difundir esas ideas y vibrar con ellas, si no fuera porque son ideas que sirven para consolidar ghettos y justificar nuevas reservas indias. Proclamar que bien está que los de Nueva York hablen inglés (como quiere Samuel Huntington, otro comunitarista al fin, pariente próximo de esos progres , sin que ellos lo sepan) en lugar de quechua o aymara, e igual de bien que los indígenas quechua o aymara hablen esas lenguas suyas en lugar de (no además de) inglés, y que cada una de esas comunidades permanezca anclada y atada a su cultura y reciba predominantemente la educación y la formación toda que de esa cultura provenga, tratando de evitar la contaminación disolvente que provocaría una educación plural y universalista, es tanto como condenar a esos quechuas o aymaras a permanecer de por vida, generación tras generación, atados a su tierra, confinados en su mundo, mientras el planeta entero lo gobiernan realmente los otros, los que hablan inglés (y español), los que viajan en avión, los que compran y venden, traen y llevan de acá para allá, sin límites geográficos, ni culturales, ni históricos, ni lingüísticos.
He discutido de esto muchas veces en Latinoamérica con estudiantes, colegas y amigos. Es impresionante ver con cuánta simpatía ven los muy occidentalizados profesores bogotanos o del DF mexicano la concesión a las comunidades indígenas de derechos colectivos excluyentes de la primacía individual, derechos que sirven para evitar que esas comunidades se disuelvan y esas culturas desaparezcan a medida que sus miembros opten por las formas de vida occidentales y la cultura de las capitales. Son derechos de los grupos que valen para confinar en ellos a los individuos que los integran, derechos que tienen por finalidad la de que los sujetos indígenas no conozcan bastante de lo que hay fuera de su comunidad o no reciban los medios suficientes para poder abandonarla. Esto es, que vivan en reservas, pero que vivan en ellas felices, creyendo que no hay en el mundo nada mejor, o que no existen otras cosas.
Antes esos confinamientos forzados a un territorio, una cultura y una lengua se practicaban y se vivían como condena. Ahora pretenden legitimarse como reconocimiento de derechos colectivos. Es como decirle a uno de esos ciudadanos lo siguiente: mire, usted es antes que nada un indígena y no tendrá las oportunidades de los blancos ni podrá participar en plenitud de su cultura y sus libertades, pero quédese contento, porque con ese sacrificio suyo sale ganando la identidad y la perpetuación de su pueblo, y qué cosa mejor para ustedes (y para nosotros, pero esto no se suele añadir). No lo discriminamos a usted, buen hombre, no sea susceptible; al contrario, lo envidiamos mucho por formar parte de una cultura tan auténtica y tan cohesionada, no sabe qué suerte tiene usted. Porque mire, todos estos derechos individuales que nosotros disfrutamos, todos estos adelantos y comodidades no son más que zarandajas que no nos sirven para ser felices. Nosotros sabemos que la felicidad está en trabajar la tierra con las manos y en aplicar las normas tradicionales, aunque no sean muy respetuosas con los derechos humanos que a nosotros nos amparan. Pero, qué caray, para qué derechos si uno puede vivir así como ustedes, en tan perfecta comunión con el medio y tan exquisita imitación de los antepasados.
Como individualista irredento que soy, me indignan siempre esos colegas y burguesitos capitalinos que babean de gusto al describirle a uno lo paradisíacas que son las reservas indias y cuán plena es allá la vida de los que están, aunque no tengan derechos humanos como los nuestros, ni medicina equiparable, ni oportunidades como las que para sus hijos quieren esos que admiten que a los indios se las quiten.
Y, para colmo, si el comunitarismo tiene razón, esos colegas son o un engendro o unos traidores. Pues el comunitarismo nos dice que pensamos con las categorías de nuestra respectiva cultura y que no podemos ponernos en el lugar de los que pertenecen a otra. En ese caso, nuestros académicos comunitaristas son algo así como un imposible teórico, una paradoja con patitas y nómina. Y el comunitarismo nos dice también que el que haya crecido en una cultura y no la defienda y la prefiera es un traidor. Y estos van por ahí diciendo que les gustaría más el modo de vida y de ser de una tribu amazónica o un clan afgano. Serían, pues, unos traidores. Pero tranquilidad, no hay ningún riesgo de que se queden a vivir y gozar del trabajo de la tierra a orillas lago Titicaca. Lo único que ansían es que los invite don Evo Morales a dar unas "conferensitas" y que los aloje en el mejor hotel de La Paz. Y si anda cerca alguien que los llame "papito", mejor que mejor. Tienen más cuento que Calleja, los muy truhanes.
Como individualista irredento que soy, me indignan siempre esos colegas y burguesitos capitalinos que babean de gusto al describirle a uno lo paradisíacas que son las reservas indias y cuán plena es allá la vida de los que están, aunque no tengan derechos humanos como los nuestros, ni medicina equiparable, ni oportunidades como las que para sus hijos quieren esos que admiten que a los indios se las quiten.
Y, para colmo, si el comunitarismo tiene razón, esos colegas son o un engendro o unos traidores. Pues el comunitarismo nos dice que pensamos con las categorías de nuestra respectiva cultura y que no podemos ponernos en el lugar de los que pertenecen a otra. En ese caso, nuestros académicos comunitaristas son algo así como un imposible teórico, una paradoja con patitas y nómina. Y el comunitarismo nos dice también que el que haya crecido en una cultura y no la defienda y la prefiera es un traidor. Y estos van por ahí diciendo que les gustaría más el modo de vida y de ser de una tribu amazónica o un clan afgano. Serían, pues, unos traidores. Pero tranquilidad, no hay ningún riesgo de que se queden a vivir y gozar del trabajo de la tierra a orillas lago Titicaca. Lo único que ansían es que los invite don Evo Morales a dar unas "conferensitas" y que los aloje en el mejor hotel de La Paz. Y si anda cerca alguien que los llame "papito", mejor que mejor. Tienen más cuento que Calleja, los muy truhanes.
2 comentarios:
Sr catedrático , esos profesores de Manhattan y México, que van a dar conferencias a La Paz o a Caracas, nada más que les cuentan mentiras a los indios de su antigüedad o bien de su forma de vivir.
Que eso sería como decir que Jesucristo llevaba pistolas.
Respecto al individuo, nace en una familia y no de un orangután, le diré Sr catedrático, que habla VI totalmente con una tesis anarquista lo cuál nos lleva al 2001 , porque eso que VI nos cuenta en su escrito no se lo cree ni el tati porque les engañan.
Mire Sr catedrático yo como español me gusta hablar el castellano y todos aquellos dialectos que sean nacionales y los rótulos idem de lo mismo su ilustrísimo.
Respetando las características de cada región, foirmando todos el mismo aro, un aro está cerrado y las regiones se pueden sujetar también.
Este ataque a los que más bien somos comunitaristas, ha sido muy duro, hay que pensar.
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