Se ha muerto mi tía Obdulia. Yo había convivido con ella y con su marido, Rufino, durante seis años, de lunes a viernes cada semana del curso, cuando estudiaba el bachillerato en Gijón. Siempre fue un modelo de buen ánimo y vitalidad. Ya no me queda casi nadie, de tantos como eran.
El contacto de los últimos tiempos con la muerte me ha hecho pensar en lo poco que se atiende a los muertos. Es muy difícil, por ejemplo, encontrarse en la sala correspondiente del tanatorio ante el féretro que acoge el cuerpo de un ser querido. La gente va y viene, se para de espaldas al cristal y tapando su visión, habla, habla y habla. Lo intenté ayer de nuevo, quería henchirme de recuerdos y contarle en silencio mi gratitud. Imposible. Todo el mundo alrededor, cada cual a su bola y con su particular milonga, venga hablar y hablar, sin ton ni son, como en el bar mismamente, promiscuidad de conversaciones, anécdotas, risas. Al muerto, ni caso, para qué.
Me coloqué ante el cristal del recinto en el que está expuesto el ataúd con las flores y traté de agarrarme, un poco náufrago, a la memoria de Obdulia, de conversar con ella unos minutos, de despedirme con afecto. De inmediato se me incrustó al lado una pariente que pugnaba por narrarme con todo lujo de detalles y pormenores sus dolencias y peripecias de los últimos veinte años. Raja que raja a voz en grito, entre risas y suspiros. Reculé y fui a caer en poder de un grupo de varones desconocidos que debatían sobre asuntos de alta política. Me zafé y huí del tanatorio, sin haber logrado reconcentrarme en el recogimiento con mi tía.
Hemos perdido el trato personal con los muertos, seguramente porque tampoco hacemos demasiado caso a los vivos que no nos resultan pedestremente útiles. Primero el rito remplazó a todas las fes, si algún día las hubo medianamente puras. Luego el propio ritual se disolvió en definitiva intrascendencia, en frivolidad mundana. El fallecido pierde todo el protagonismo, es puro objeto, pretexto apenas para otro superficial encuentro social. Parece que no somos capaces de dar con un espacio para el respeto que no esté colmado de interés, trivialidad y disimulo, ni con un territorio para la piedad que no se impregne de superstición.
El contacto de los últimos tiempos con la muerte me ha hecho pensar en lo poco que se atiende a los muertos. Es muy difícil, por ejemplo, encontrarse en la sala correspondiente del tanatorio ante el féretro que acoge el cuerpo de un ser querido. La gente va y viene, se para de espaldas al cristal y tapando su visión, habla, habla y habla. Lo intenté ayer de nuevo, quería henchirme de recuerdos y contarle en silencio mi gratitud. Imposible. Todo el mundo alrededor, cada cual a su bola y con su particular milonga, venga hablar y hablar, sin ton ni son, como en el bar mismamente, promiscuidad de conversaciones, anécdotas, risas. Al muerto, ni caso, para qué.
Me coloqué ante el cristal del recinto en el que está expuesto el ataúd con las flores y traté de agarrarme, un poco náufrago, a la memoria de Obdulia, de conversar con ella unos minutos, de despedirme con afecto. De inmediato se me incrustó al lado una pariente que pugnaba por narrarme con todo lujo de detalles y pormenores sus dolencias y peripecias de los últimos veinte años. Raja que raja a voz en grito, entre risas y suspiros. Reculé y fui a caer en poder de un grupo de varones desconocidos que debatían sobre asuntos de alta política. Me zafé y huí del tanatorio, sin haber logrado reconcentrarme en el recogimiento con mi tía.
Hemos perdido el trato personal con los muertos, seguramente porque tampoco hacemos demasiado caso a los vivos que no nos resultan pedestremente útiles. Primero el rito remplazó a todas las fes, si algún día las hubo medianamente puras. Luego el propio ritual se disolvió en definitiva intrascendencia, en frivolidad mundana. El fallecido pierde todo el protagonismo, es puro objeto, pretexto apenas para otro superficial encuentro social. Parece que no somos capaces de dar con un espacio para el respeto que no esté colmado de interés, trivialidad y disimulo, ni con un territorio para la piedad que no se impregne de superstición.
Los muertos se nos están perdiendo en el vacío. La muerte es el evento más natural de la vida, más que el nacer, que es puro azar, y la muerte más natural de todas es la que representa la suma de la edad y las enfermedades. Mi visión es materialista, con las reservas que se quiera, que son reservas de esperanza y miedos. No añoro ni liturgias ni ritos ni bálsamos ni placebos. Sólo la humana piedad que debemos a los nuestros que se acaban, que culminan la vida yéndose. Para demostrarnos, a nosotros mismos, que no pasaron en vano.
Cuando murió mi padre, me encerré a solas con él media hora. Lloré, le hablé, me despedí de tú a tú. Luego salí a las luminosas salas y los acogedores espacios del tanatorio y volví a representar los viejos papeles. Pero con él ya estaba en paz. Tan sencillo como eso; y tan difícil.
Cuando murió mi padre, me encerré a solas con él media hora. Lloré, le hablé, me despedí de tú a tú. Luego salí a las luminosas salas y los acogedores espacios del tanatorio y volví a representar los viejos papeles. Pero con él ya estaba en paz. Tan sencillo como eso; y tan difícil.
5 comentarios:
Estimado Garciamado:
Vaya semanas... Ánimo. Nuevamente le envío un fuerte abrazo.
ATMC
Ya lo escribía Bécquer : ¡Dios mío que solos se quedan los muertos!
Un abrazo
Cuando era pequeña no entendía los ritos de la muerte en el pueblo, el velatorio del difunto durante toda la noche y todas las horas previas al entierro, el desfile de parientes, de amigos, de conocidos, el ajetreo de los familiares políticos del muerto (de ellas), preparando café y poniendo pinchos y empanadas y tortillas. La distancia de los años me ha llevado a apreciar esas despedídas, larguísimas, en las que se alternaban la risa y el llanto y todos hablaban del muerto: de lo que fue, de lo que le gustaba, de lo que les pasó tal día de tal año. Se desmenuzaba su vida y se evocaban imágenes del pasado, se desandaba un camino, una vida, que en algún momento se había andado juntos. Una despedida lenta, tranquila, un homenaje a quien reposaba en un ataud en una habitación vecina.
Que la tía Obdulia, tan popular entre sus alumnos, descanse en paz.
No se si erro mucho, aunque creo que no, si aventuro que la locuacidad de la gente en esos momentos responde al ansia de no pensar, de llenar esos momentos para la reflexion y la introspeccion con el difunto de cualquier cosa salvo esa actividad, tan dificil como necesaria. Y supongo que para algunos incomoda.
Muchas gracias por todo, siento no poder aportar tanto como me gustaria, correspondiendo aun cuando no hay necesidad de corresponder, a tanto apoyo por tu parte para conmigo.
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