¿Por qué viajamos? Sí, ya sé, muchas veces por razones de trabajo o para visitar a esa tía de Guadalajara que tiene pasta pero no hijos. Me refiero a por qué hacemos turismo, por qué dejamos voluntariamente la acogedora casa en la que se siente uno como un rajá con sus cosas, grandes o pequeñas, muchas o pocas, y con sus hábitos y rutinas, y nos lanzamos a jugarnos la vida por puntos en la carretera o a comernos los muñones en los aeropuertos mientras alguna compañía aérea nos chulea y el personal se troncha. Por cierto y de paso, me pregunto si alguna vez algún empleado de Iberia o de Spanair, pongamos por caso, cuando se iba de vacaciones a Punta Cana se habrá quedado en tierra por overbooking o por una huelga de salvajes. No, por si sabrán lo que se siente, digo. Por los directivos correspondientes no pregunto, para qué. Por los pilotos tampoco, que bastante tienen con tantas noches fuera de casa durmiendo solitos, mis pichurris..
A lo que íbamos. Las respuestas tópicas y estandarizadas al porqué de los viajes turísticos las conozco bien, como todos: el viajar amplía nuestra cultura, enriquece nuestro espíritu y nos hace ser más solidarios y comprensivos con el prójimo. Y una mierda. Como eslóganes para endilgar a incautos apartamentos malsanos en ex-ciudades costeras con mar de cemento y arena en los ojos, igualitas a las que salían en Blade Runner pero con un sol que te balda, están muy bien semejantes monsergas, pero búsquense ustedes un hato de compatriotas nuestros haciendo turismo, ya sea en la Costa Brava, en Varadero o en Londres, y díganme cuánto se cumple en ellos de esos supuestos beneficios físicos y espirituales.
A lo que íbamos. Las respuestas tópicas y estandarizadas al porqué de los viajes turísticos las conozco bien, como todos: el viajar amplía nuestra cultura, enriquece nuestro espíritu y nos hace ser más solidarios y comprensivos con el prójimo. Y una mierda. Como eslóganes para endilgar a incautos apartamentos malsanos en ex-ciudades costeras con mar de cemento y arena en los ojos, igualitas a las que salían en Blade Runner pero con un sol que te balda, están muy bien semejantes monsergas, pero búsquense ustedes un hato de compatriotas nuestros haciendo turismo, ya sea en la Costa Brava, en Varadero o en Londres, y díganme cuánto se cumple en ellos de esos supuestos beneficios físicos y espirituales.
Para empezar, no aumenta el amor a los congéneres ni la solidaridad intercultural por mil razones. Lo primero, porque la mayoría de los que pululan por las rutas de agencia no tienen el menor interés en romper ni con sus hábitos, ni con sus gustos ni, sobre todo, con sus prejuicios. La mayor parte de la gente que va a Egipto vuelve feliz con su confirmación empírica de que los moros son unos cabrones y muchos/as de los que van a Cuba sólo quieren ratificar, y se creen que lo logran, que aquella gente es perezosa y sólo vale para echar unos polvos suculentos y a precio razonable. And so on. Y, puestos a comer, ¿adónde le gusta ir a la tropa viajera? Pues a donde pongan tortilla de patata y un gazpachito, aunque se encuentre en la mismísima Groenlandia. ¿Catedrales? ¿Museos? Lo justo para las fotos y zumbando para la tienda de souvenirs a comprarle al tío Mauricio un tazón con la catedral grabada. Pocas cosas más divertidas y desesperanzadoras que arrimarse a los parroquianos que van de gira cultural y escuchar los comentarios. De entre lo más desternillante, arrimar la oreja a un grupo de beatas en catedral foránea. No ven a Dios ni pa dios. Ni al diablo. Nada. Sólo que qué frío y que qué oscuro y que vamos a ponerle una vela a aquel San Antonio por lo de la niña, que va a cumplir treinta y cinco y mira. Cuento un caso que me resulta inolvidable. Coincidí hace un tiempo en Sicilia con algunos conocidos, gente culta, ya ven. Excursión colectiva a ver templos griegos, soberbios. Al cabo, una señora de aquel selecto grupo, señora de, se descuelga con esta delicia: "no sé que le ven a esto, la verdá, to roto, to viejo".
Y para qué hablar del sufrimiento físico que la gente soporta en esas caminatas en que ni se entera de nada ni lo pretende. Esas varices rozagantes, esos pómulos ardidos, ese oleaje del sudor en las espaldas y los canalillos, el juanete enfurecido que desborda la chancla del todo a cien, las fiebres por la insolación que traspasó el gorrito de plástico, la aerofagia pertinaz por la fabada engullida en Roma con treinta grados a la sombra, ese pie vendado y candidato a la gangrena por haberse metido descalzo en zona de botellón playero. Ah, cuánto disfrute, qué asueto tan bien aprovechado, mens sana in corpore turistico.
¿Entonces, por qué viajamos? Hombre, pues me parece que estadísticamente hay dos razones principales: contarlo y/o encamarse. Numéricamente la primera de ellas gana con mucho. El noventa por ciento de los que van a hacer turismo a París u Oslo regresan con una sensación fortísima y una convicción inapelable: han estado allí y pueden contar que han ido allí, ahí queda eso. Y si, para colmo de la dicha, han pasado por el Louvre y en formación de tres en fondo han mirado, que no visto, durante cinco segundos la Monna Lisa, para qué queremos más, parece mentira que a los amigos del pueblo o de la ofi se les pueda contar tanto sobre la inefable sensación causada por aquella obra apenas entrevista entre apuros, pisotones y aromas corporales diversos. Las agencias de viaje quebrarían si a los turistas les estuviera prohibido, bajo fortísima amenaza, largar antes de tres meses con los compis o los parientes sobre dónde estuvieron. Para qué ir, entonces, si otra cosa no se traen más que las ganas de indigestar al vecino con todo lo que ni contemplaron ni sintieron allí donde estuvieron.
¿Y lo de encamarse? Un acicate fortísimo, cada día más. Se trata de viajar para darle gusto más pleno al pajarito. Llévese su pajarito a tres mil kilómetros y disfrútelo el triple. Semejante acicate no conoce barreras de edad ni de género. Por ejemplo, parece demostrado que los viajes del Inserso han resultado mano (o lo que sea) de santo para la liberación sexual de muchos abuelos y abuelas (de éstas más, tengo entendido), antaño santos y santas también. Cuán pronto se han curado muchos beneméritos vejetes las penas de la viudez en los hoteles de Benidorm. Y yo me alegro, conste; sólo faltaba. Más vale tarde que nunca y bastante les han jodido antes la vida los curas, los patronos, los burócratas y... nosotros, la familia.
En generaciones algo menos añejas el impulso viajero con origen en la entrepierna tiene distintas variantes. Una, bien sabida, es el turismo sexual. En los aviones que cruzan el Atlántico hacia determinados países se les suele reconocer a distancia, al menos a ellos, especialmente cuando van con la piara en pleno. Ellas, más modositas, suelen volar de a dos y se les aprecian más los resultados al retornar que las expectativas al ir: esas sonrisillas, los cuchicheos, esos tirabuzones en el pelo que señalan cuánto han perdido en todos los sentidos la cabeza y ese arrebol en los papos. Y un inusitado interés en preguntar cosas sobre la ley de extranjería al primero que pillan, aunque sea en la cola de embarque. ¿Sabe uté si etá muy difícil ahora conseguirle papeles a un cubano en España? Los reyes del mambo cantan canciones de amor, hermosa novela aquella.
Distinto es el caso de las parejitas que van ya con todo puesto y no buscan más que el cambio de contexto. La taxonomía sería larga y no puedo extenderme en tantas especies y subgrupos. Una división básica y primera es entre parejas declaradas y parejas clandestinas. No es fácil detectar a éstas últimas, salvo cuando la diferencia de edad es muy marcada o conserva él la costumbre de hablarle a ella como si todo el tiempo le ordenara acercarle el expediente número tres. Pero hay indicios bastante fiables. Por ejemplo, cuando nada más aterrizar él saca el móvil, pone expresión circunspecta, la mira a ella con los mismos ojos con que contempla un cordero a un islamista y se aleja hasta una esquina, donde se le ve hablar bajito asintiendo con la cabeza todo el rato.
Esas parejas que van de extranjis suelen ser poco latosas, están a lo suyo, ya en el avión, desconfían de encuentros fortuitos y conversaciones excesivas, no desean castigar a nadie con la milonga de sus biografías y se encierran en el hotel de playa en cuanto llegan a su destino, como si el mundo se fuera a acabar mismamente y estos revolcones fueran los postreros de sus vidas, nuevo año mil con pasaje aéreo. En cambio, las parejas oficiales sí tienen muchísimo peligro para el incauto que les caiga cerca, sobre todo si son jóvenes y un poco guays, con pretensiones de ideales de la vida y modales de verdulera de Torrelodones, con todo mi respeto para las verduleras, para Torrelodones y para lo que haga falta. Pero ya me entienden. Para localizar a éstos a tiempo sí que es un lince este servidor que les escribe. Los capto a distancia y huyo de ellos como alma en pena. Son cientos los signos que los delatan, resumidos en uno: se nota a la legua que se han vestido así para viajar porque así es como se viste la gente bien que viaja cuando viaja de turista bien. Esas playeras relucientes de ellas, esas sandalias de ellos, como de gladiador urbano, esas camisetas de las chicas, más escotadas cuanto más flácidas y pecosas las tetillas, esos pantalones cortos de ambos, con tantos bolsillos que les cabe en cada prenda la familia entera del coronel Tapioca. Esa cámara de video de último modelo, que ya ponen a funcionar al llegar a Barajas o El Prat, para hacer unas tomas de cómo está el ambiente, fíjate, todo lleno de negros. Mola también que ambos lleven una pulsera de esas de cordoncitos y que él cargue un reloj con media docena de minuteros, segunderos y cronómetros. No está mal que del cuello del maromo penda, además de su encantadora conejita, pichoncita, bobita y otras cosas que se van recitando entre babas y posturitas, una cadena de oro con la virgen a la que rindan devoción los de su pueblo. Ah, y los móviles de ultimísima generación, cómo vas a irte de vacaciones de novietes si no sacas diez veces en una hora ese móvil de pantalla alucinante y prestaciones inútiles, con el que, entre foto y foto a la jeta de tu jambo o a la sonrisa que tu gatita llevaba preparada por si os ve mucha gente haciendo un viaje tan alucinante, llamas a tu madre, a tu padre, a tu amiga íntima, a tu compañero de la partida, a tu tía la del pueblo, a la de la panadería, a todo dios, para decir aquello de sí, ya estamos en el aeropuerto, todo muy bien, ya vamos a embarcar, sí, horrible el calor en Madrid, imagínate cómo será allá, menos mal que me he traído las sandalias de tiras, sí, besos, ya te llamaré, sí, no te preocupes, allá es tranquilo y vamos en un grupete muy majo, adiós, sí, que se me acaba la batería. Y es mentira, nunca se les acaba, cojones.
¿Lo peor que te puede ocurrir en un avión con turistas? ¿Lo peor de lo peor? ¿Lo último? Que tu asiento caiga cerca de dos de estas parejas que acaban de conocerse, que resulta que viajan al mismo lugar y al mismo “resort” y que han comenzado ya a intimar. Y si son catalanes, peor aún el rollo pero así como de mucho mundo, más pijerío y un poco más caro todo. Escucha, justo ahora se están contando como fue la boda, el menú, el tiempo que hacía, cuánto les costó cada cubierto. ¡Ahggggg! Y luego que cómo se conocieron, a qué sitios estupendísimos han ido ya y que a él le ha dado por comprarse una moto y que ella lleva un año yendo al gimnasio y le va genial. Y lo de la hipoteca. Y que cuántos hijos quieren tener, pero aún no, que antes quieren vivir la vida un poco y hacer unos cuantos viajes como éste. Una pistola, por favor, una pistola. O un bozal al menos. ¿Por qué no me tocó con aquellas viejecillas de allá que iban contándose la historia de su vida, que parecía una vida de verdad y no estos simulacros de saldo y tele5?
Se me ha ido la mano con la tecla, espoleada por ese instinto violento que apenas puedo controlar. Hija, es que el mío tiene un pronto que paqué, ya me lo dijo su madre el primer día que me la presentó, que por cierto, recuerdo que estábamos Juanma y yo el día antes en la playa y... El caso es que otro día, si me acuerdo y tengo ganas, escribo cómo me gusta a mí viajar o cuál me parece la forma ideal de hacerlo. Entretanto, acépteme usted un consejo: si no tiene una razón seria y poderosa para ir a algún lado, quédese en casa. Aunque sólo sea para no molestar al prójimo.
¿Entonces, por qué viajamos? Hombre, pues me parece que estadísticamente hay dos razones principales: contarlo y/o encamarse. Numéricamente la primera de ellas gana con mucho. El noventa por ciento de los que van a hacer turismo a París u Oslo regresan con una sensación fortísima y una convicción inapelable: han estado allí y pueden contar que han ido allí, ahí queda eso. Y si, para colmo de la dicha, han pasado por el Louvre y en formación de tres en fondo han mirado, que no visto, durante cinco segundos la Monna Lisa, para qué queremos más, parece mentira que a los amigos del pueblo o de la ofi se les pueda contar tanto sobre la inefable sensación causada por aquella obra apenas entrevista entre apuros, pisotones y aromas corporales diversos. Las agencias de viaje quebrarían si a los turistas les estuviera prohibido, bajo fortísima amenaza, largar antes de tres meses con los compis o los parientes sobre dónde estuvieron. Para qué ir, entonces, si otra cosa no se traen más que las ganas de indigestar al vecino con todo lo que ni contemplaron ni sintieron allí donde estuvieron.
¿Y lo de encamarse? Un acicate fortísimo, cada día más. Se trata de viajar para darle gusto más pleno al pajarito. Llévese su pajarito a tres mil kilómetros y disfrútelo el triple. Semejante acicate no conoce barreras de edad ni de género. Por ejemplo, parece demostrado que los viajes del Inserso han resultado mano (o lo que sea) de santo para la liberación sexual de muchos abuelos y abuelas (de éstas más, tengo entendido), antaño santos y santas también. Cuán pronto se han curado muchos beneméritos vejetes las penas de la viudez en los hoteles de Benidorm. Y yo me alegro, conste; sólo faltaba. Más vale tarde que nunca y bastante les han jodido antes la vida los curas, los patronos, los burócratas y... nosotros, la familia.
En generaciones algo menos añejas el impulso viajero con origen en la entrepierna tiene distintas variantes. Una, bien sabida, es el turismo sexual. En los aviones que cruzan el Atlántico hacia determinados países se les suele reconocer a distancia, al menos a ellos, especialmente cuando van con la piara en pleno. Ellas, más modositas, suelen volar de a dos y se les aprecian más los resultados al retornar que las expectativas al ir: esas sonrisillas, los cuchicheos, esos tirabuzones en el pelo que señalan cuánto han perdido en todos los sentidos la cabeza y ese arrebol en los papos. Y un inusitado interés en preguntar cosas sobre la ley de extranjería al primero que pillan, aunque sea en la cola de embarque. ¿Sabe uté si etá muy difícil ahora conseguirle papeles a un cubano en España? Los reyes del mambo cantan canciones de amor, hermosa novela aquella.
Distinto es el caso de las parejitas que van ya con todo puesto y no buscan más que el cambio de contexto. La taxonomía sería larga y no puedo extenderme en tantas especies y subgrupos. Una división básica y primera es entre parejas declaradas y parejas clandestinas. No es fácil detectar a éstas últimas, salvo cuando la diferencia de edad es muy marcada o conserva él la costumbre de hablarle a ella como si todo el tiempo le ordenara acercarle el expediente número tres. Pero hay indicios bastante fiables. Por ejemplo, cuando nada más aterrizar él saca el móvil, pone expresión circunspecta, la mira a ella con los mismos ojos con que contempla un cordero a un islamista y se aleja hasta una esquina, donde se le ve hablar bajito asintiendo con la cabeza todo el rato.
Esas parejas que van de extranjis suelen ser poco latosas, están a lo suyo, ya en el avión, desconfían de encuentros fortuitos y conversaciones excesivas, no desean castigar a nadie con la milonga de sus biografías y se encierran en el hotel de playa en cuanto llegan a su destino, como si el mundo se fuera a acabar mismamente y estos revolcones fueran los postreros de sus vidas, nuevo año mil con pasaje aéreo. En cambio, las parejas oficiales sí tienen muchísimo peligro para el incauto que les caiga cerca, sobre todo si son jóvenes y un poco guays, con pretensiones de ideales de la vida y modales de verdulera de Torrelodones, con todo mi respeto para las verduleras, para Torrelodones y para lo que haga falta. Pero ya me entienden. Para localizar a éstos a tiempo sí que es un lince este servidor que les escribe. Los capto a distancia y huyo de ellos como alma en pena. Son cientos los signos que los delatan, resumidos en uno: se nota a la legua que se han vestido así para viajar porque así es como se viste la gente bien que viaja cuando viaja de turista bien. Esas playeras relucientes de ellas, esas sandalias de ellos, como de gladiador urbano, esas camisetas de las chicas, más escotadas cuanto más flácidas y pecosas las tetillas, esos pantalones cortos de ambos, con tantos bolsillos que les cabe en cada prenda la familia entera del coronel Tapioca. Esa cámara de video de último modelo, que ya ponen a funcionar al llegar a Barajas o El Prat, para hacer unas tomas de cómo está el ambiente, fíjate, todo lleno de negros. Mola también que ambos lleven una pulsera de esas de cordoncitos y que él cargue un reloj con media docena de minuteros, segunderos y cronómetros. No está mal que del cuello del maromo penda, además de su encantadora conejita, pichoncita, bobita y otras cosas que se van recitando entre babas y posturitas, una cadena de oro con la virgen a la que rindan devoción los de su pueblo. Ah, y los móviles de ultimísima generación, cómo vas a irte de vacaciones de novietes si no sacas diez veces en una hora ese móvil de pantalla alucinante y prestaciones inútiles, con el que, entre foto y foto a la jeta de tu jambo o a la sonrisa que tu gatita llevaba preparada por si os ve mucha gente haciendo un viaje tan alucinante, llamas a tu madre, a tu padre, a tu amiga íntima, a tu compañero de la partida, a tu tía la del pueblo, a la de la panadería, a todo dios, para decir aquello de sí, ya estamos en el aeropuerto, todo muy bien, ya vamos a embarcar, sí, horrible el calor en Madrid, imagínate cómo será allá, menos mal que me he traído las sandalias de tiras, sí, besos, ya te llamaré, sí, no te preocupes, allá es tranquilo y vamos en un grupete muy majo, adiós, sí, que se me acaba la batería. Y es mentira, nunca se les acaba, cojones.
¿Lo peor que te puede ocurrir en un avión con turistas? ¿Lo peor de lo peor? ¿Lo último? Que tu asiento caiga cerca de dos de estas parejas que acaban de conocerse, que resulta que viajan al mismo lugar y al mismo “resort” y que han comenzado ya a intimar. Y si son catalanes, peor aún el rollo pero así como de mucho mundo, más pijerío y un poco más caro todo. Escucha, justo ahora se están contando como fue la boda, el menú, el tiempo que hacía, cuánto les costó cada cubierto. ¡Ahggggg! Y luego que cómo se conocieron, a qué sitios estupendísimos han ido ya y que a él le ha dado por comprarse una moto y que ella lleva un año yendo al gimnasio y le va genial. Y lo de la hipoteca. Y que cuántos hijos quieren tener, pero aún no, que antes quieren vivir la vida un poco y hacer unos cuantos viajes como éste. Una pistola, por favor, una pistola. O un bozal al menos. ¿Por qué no me tocó con aquellas viejecillas de allá que iban contándose la historia de su vida, que parecía una vida de verdad y no estos simulacros de saldo y tele5?
Se me ha ido la mano con la tecla, espoleada por ese instinto violento que apenas puedo controlar. Hija, es que el mío tiene un pronto que paqué, ya me lo dijo su madre el primer día que me la presentó, que por cierto, recuerdo que estábamos Juanma y yo el día antes en la playa y... El caso es que otro día, si me acuerdo y tengo ganas, escribo cómo me gusta a mí viajar o cuál me parece la forma ideal de hacerlo. Entretanto, acépteme usted un consejo: si no tiene una razón seria y poderosa para ir a algún lado, quédese en casa. Aunque sólo sea para no molestar al prójimo.
3 comentarios:
Joder que risas, parece mentira que le pueda pasar esto en un viaje turístico a un Fenómeno de la lógica.
Pero ya que de momento, turismo sexual no puede ser, salvos sean los clubes, ¿por qué no me organiza alguien un rollo de esos de los solterones de los pueblos que les vienen a ellos las casaderas?
"Me puse a volar
en un viaje para locos
sin tren de aterrizaje
de un lado para otro."
"Eché a volar
hacia un lugar por descubrir
Salí a buscar
algo de sol y agua de mar
Y en loco me convertí."
Jarabe de Palo
Desde luego que hace usted unas caricaturas muy buenas. Algo exageradas pero buenas.
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