Berlín tiene maneras de suculenta ciudad provinciana, extendida sin angustia -quién lo diría- y con concesiones pacientes para los detalles que ha de tener toda gran capital que fue y vuelve a ser. Cuando se recorren las calles míticas -Unter den Linden ante todo-, se abandona uno a los espacios desmesurados de la Alexander Platz, se observan las nuevas construcciones de la Postdamer Platz o se rodean los edificios y monumentos más simbólicos -el Reichstag, la Puerta de Brandenburgo, la Siegesäule-, se percibe la presencia de viejas y nuevas grandezas, pero sin esa agresiva prepotencia de otras grandes ciudades, donde la magnificencia de la historia reta y empequeñece al observador.Y basta salir de las rutas obligadas del turista para que un mar de armonía y buen vivir invada el espíritu del paseante.
Por la calle más famosa, la Ku´Damm, en el tramo que va de la Olivaer Platz a la Gedächtniskirche, se puede andar rodeado de gente, pero con un nivel de ruido sorprendentemente escaso. En sus aceras y en las de ciertas calles que en ella desembocan (Fasanenstr., Uhlandstr....) se apelotonan las tiendas más lujosas de las marcas de ropa y objetos más cotizadas, como también va ocurriendo en algunos tramos de la Friedrichstr. -ay, si Walter Ulbricht levantara la cabeza- y puede el espectador sorprenderse con esos precios mareantes. Siempre anda uno en tales lugares a la caza del cliente, por verles la cara de malos con estilo e imaginarse sus vidas de pelicula y degeneración- pero están esos negocios perennemente vacíos. Puede que para hacer caja les baste con vender media docena de objetos al mes, o tal vez los potentados esquivos aprovechen las horas más inesperadas o, quién sabe, quizá no tengan esos escaparates más función que la de atraer a los chinos que sistemáticamente retratan cada producto para que podamos verlos todos pasado mañana en nuestros mercadillos callejeros sin darles ni darnos tanta importancia.
Fuera de dichos antros de la desmesura y la ostentación capitalista, el español cazurro que todos llevamos dentro -bueno, los asturianos un poco menos- jura en arameo cuando descubre que los precios de la mayor parte de las cosas -ropa, libros, restaurantes...- suelen ser más bajos que los que soportamos en León o Albacete, pongamos por caso. Ya somos europeos y pagamos como primos por haber perdido el complejo aldeano y tirárnoslas de ricos hasta en el último villorrio español.
Tampoco deja el español, sea manchego o castellano incluso, de sorprenderse por la escasez de grúas y edificios en construcción. Es como si estos teutones no tuvieran burbuja como la nuestra. O que todas las casas nuevas se las compran en Tenerifa, como ellos dicen. Y donde se notan los edificios jóvenes se siente la mano de arquitectos y no de esos sádicos que nos achicharran a nosotros levantando colmenas a precio de oro y con más pretensiones que rastro de arte. Y los árboles y los espacios verdes. Por todas partes árboles y parques, parques que los nativos, fanáticos del sol, aprovechan a la mínima para quitarse la camiseta y tumbarse en todas las posturas a disfrutar el calorcillo primaveral. ¿No se habrán parado a pensar cuántos pisos se podrían levantar en semejantes solares?
Quien haya conocido el Berlín Oriental antes de que el Muro se cayera a martillazos se pregunta cómo ha hecho esta gente para lavarles la cara a aquellos edificios renegridos que se muestran ahora perfectamente pintados en los tonos pastel que son propios del país y rematados por coquetos áticos y soleadas terrazas que se podría jurar que antes no existían.
Para quien esté poseído por la pasión de los libros o la música es obligada la visita sin prisas a Dusmann, cinco pisos para perder la cabeza y acabar, sin embargo, cargándose de ofertas de lo uno y lo otro por menos de lo que cuesta entre nosotros un manual de Derecho procesal. Si después queda tiempo para gozar del café y la repostería alemanas en alguna de las terrazas de la Ku´Damm, mientras se ojean esos volúmenes que todavía pensamos que podremos leer en casa, la sensación de plenitud es total, aunque, como siempre, efímera, pues durará lo que tardemos en volver al tajo y recibir los impresos de algún sádico vicerrector que no tiene en la vida mejor cosa que hacer que matarnos la poesía de la vida y el trabajo.
Y, puestos a pensar en las cosas del oficio, cómo choca ese carisma que siguen conservando los catedráticos alemanes, que hasta disfrutan con ponencias y debates y no esquivan el compromiso académico. Por no hablar de esos jóvenes ayudantes que gozan de conferencias y artículos como si no tuvieran que acreditarse nunca a base de llenarse el curriculum de chorradas para pedagogos lelos y pervertidos profesionales de las comisiones ministeriales y autonómicas. ¿Ven? Se me bajó el vacilón y se me arrugó la lírica por pensar en nuestras cosas. Scheise.
Por la calle más famosa, la Ku´Damm, en el tramo que va de la Olivaer Platz a la Gedächtniskirche, se puede andar rodeado de gente, pero con un nivel de ruido sorprendentemente escaso. En sus aceras y en las de ciertas calles que en ella desembocan (Fasanenstr., Uhlandstr....) se apelotonan las tiendas más lujosas de las marcas de ropa y objetos más cotizadas, como también va ocurriendo en algunos tramos de la Friedrichstr. -ay, si Walter Ulbricht levantara la cabeza- y puede el espectador sorprenderse con esos precios mareantes. Siempre anda uno en tales lugares a la caza del cliente, por verles la cara de malos con estilo e imaginarse sus vidas de pelicula y degeneración- pero están esos negocios perennemente vacíos. Puede que para hacer caja les baste con vender media docena de objetos al mes, o tal vez los potentados esquivos aprovechen las horas más inesperadas o, quién sabe, quizá no tengan esos escaparates más función que la de atraer a los chinos que sistemáticamente retratan cada producto para que podamos verlos todos pasado mañana en nuestros mercadillos callejeros sin darles ni darnos tanta importancia.
Fuera de dichos antros de la desmesura y la ostentación capitalista, el español cazurro que todos llevamos dentro -bueno, los asturianos un poco menos- jura en arameo cuando descubre que los precios de la mayor parte de las cosas -ropa, libros, restaurantes...- suelen ser más bajos que los que soportamos en León o Albacete, pongamos por caso. Ya somos europeos y pagamos como primos por haber perdido el complejo aldeano y tirárnoslas de ricos hasta en el último villorrio español.
Tampoco deja el español, sea manchego o castellano incluso, de sorprenderse por la escasez de grúas y edificios en construcción. Es como si estos teutones no tuvieran burbuja como la nuestra. O que todas las casas nuevas se las compran en Tenerifa, como ellos dicen. Y donde se notan los edificios jóvenes se siente la mano de arquitectos y no de esos sádicos que nos achicharran a nosotros levantando colmenas a precio de oro y con más pretensiones que rastro de arte. Y los árboles y los espacios verdes. Por todas partes árboles y parques, parques que los nativos, fanáticos del sol, aprovechan a la mínima para quitarse la camiseta y tumbarse en todas las posturas a disfrutar el calorcillo primaveral. ¿No se habrán parado a pensar cuántos pisos se podrían levantar en semejantes solares?
Quien haya conocido el Berlín Oriental antes de que el Muro se cayera a martillazos se pregunta cómo ha hecho esta gente para lavarles la cara a aquellos edificios renegridos que se muestran ahora perfectamente pintados en los tonos pastel que son propios del país y rematados por coquetos áticos y soleadas terrazas que se podría jurar que antes no existían.
Para quien esté poseído por la pasión de los libros o la música es obligada la visita sin prisas a Dusmann, cinco pisos para perder la cabeza y acabar, sin embargo, cargándose de ofertas de lo uno y lo otro por menos de lo que cuesta entre nosotros un manual de Derecho procesal. Si después queda tiempo para gozar del café y la repostería alemanas en alguna de las terrazas de la Ku´Damm, mientras se ojean esos volúmenes que todavía pensamos que podremos leer en casa, la sensación de plenitud es total, aunque, como siempre, efímera, pues durará lo que tardemos en volver al tajo y recibir los impresos de algún sádico vicerrector que no tiene en la vida mejor cosa que hacer que matarnos la poesía de la vida y el trabajo.
Y, puestos a pensar en las cosas del oficio, cómo choca ese carisma que siguen conservando los catedráticos alemanes, que hasta disfrutan con ponencias y debates y no esquivan el compromiso académico. Por no hablar de esos jóvenes ayudantes que gozan de conferencias y artículos como si no tuvieran que acreditarse nunca a base de llenarse el curriculum de chorradas para pedagogos lelos y pervertidos profesionales de las comisiones ministeriales y autonómicas. ¿Ven? Se me bajó el vacilón y se me arrugó la lírica por pensar en nuestras cosas. Scheise.
1 comentario:
Ich
bin
ein
Pfannkuchen.
(Que sí, que sí... ponte tú a pensar frases históricas para que el idioma te las convierta en anuncios de repostería...).
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