Es lo que tienen las actitudes dogmáticas: que se pierde uno lo mejor de la vida. Hace unos días, un ministro iraní abandonó ofendido una cena de gala a la que estaba obligado a asistir al advertir que iba a ser amenizada por una violinista que lucía un escote incompatible con los mandatos puritanos del Profeta.
Cualquiera sabe en qué lugar del Corán se halla prohibido el escote pero seguro que alguna referencia directa o solapada existe. Ahora bien, los mandatos de los libros sagrados hay que interpretarlos con una cierta clemencia y un espíritu ecléctico porque llevarlos a las últimas consecuencias nos puede volver locos. O peor aún: nos puede llevar a rechazar los escotes. Es decir a rechazar la contemplación de ese triángulo excitante que incluye cuello y comienzo pecaminoso del busto, una de las zonas del cuerpo más sensuales. Toda ella insinuación, sugerencia, hechizo. El mejor juego con el pecado. Y el más inocuo.
El escote tiene algo de la suave ladera por la que se desliza la mirada, es valle y promontorio, estrechura y canal, territorio que conduce a la tierra firme de los pechos, allá donde las vistas gozan y los espíritus se tornan dúctiles y benevolentes. Por eso hizo mal el ministro en rechazar tales morbideces porque en ellas se aclaran las ideas del buen gobierno y se serenan las intemperancias de la esgrima diplomática. Es más: se debería imponer a todos los ministros contemplar todas las mañanas un rato un escote, antes de firmar un decreto. Se evitarían muchas de las angustias que estos documentos suelen aparejar si sus autores se dieran al disfrute del escote con una regularidad acompasada.
Por eso es cosa sabida entre los historiadores de verdad que buena parte de los dislates de los gobernantes se debe a que no ven escotes en cantidad apreciable. Si esto es así, se comprenderá que la situación deviene trágica cuando lo que se practica es el rechazo directo del escote y el abandono resuelto del lugar desde el que se contempla un buen escote.
Es decir que, si los gobernantes en general suscitan la máxima desconfianza, el insensible a la estética del escote produce directamente miedo. No sostengo que debamos seguir sin más al político amante del escote, pero sí que su actitud ante él debe servirnos como brújula para calibrar la envergadura de sus convicciones y su sentido del gobierno. Dicho de otro modo, saber disfrutar del escote no es suficiente para que le votemos pero es condición indispensable para que empecemos a valorar sus propuestas. Yo, al menos, así me he conducido hasta ahora y cuando leo los programas de los partidos, siempre me voy al apartado del escote, que es donde anida la verdad desnuda.
El escote es poesía y en la poesía -lo saben hasta los poetas chirles- lo importante es la insinuación, el sugerimiento. Tanto en la rimada como en la libre, hay que dar rodeos, es preciso seducir, encender una imagen y enseguida soplar sobre ella para apagarla y, antes de que el lector lo perciba, volverla a encender. Lo mismo con el escote que es un signo, un símbolo que apunta a la seducción pero que no tiene por qué llevar a ella, aunque a veces sí. El escote es un imán, un guiño, una hipnosis que nos instala en esos sueños plenos de emociones que nos hacen levantarnos sabiendo que el alma existe porque la sentimos dando giros y cabriolas. Una mujer con escote es como ese paisaje que en los amaneceres tibios nos regala los conatos de sus rampas de luz. El escote es como la serpentina en el arte de torear, un desafío al espacio y a la distancia.
¡Escote, tu nombre humilde debe ser ácido de todos los dogmatismos!
2 comentarios:
¡¡¡¡Ole¡¡¡¡
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