No tiene desperdicio este artículo de Antonio Muñoz Molina en el Babelia de ayer. Un amigo colombiano me lo remite con el siguiente comentario: verás como a éste también lo vetan en Colombia por poner en duda al Nobel.
El caso es que el día que se escriba el capítulo de la Historia Universal de la Infamia correspondiente al siglo XX -y al menos un trocillo del XXI- va a estar atiborrado de intelectuales y artistas pijo-progres con cara de putos/as y el culo como una boca de metro.
Ahí va lo de Muñoz Molina.
El amigo del tirano. Por Antonio Muñoz Molina.
En uno de los raros cafés de Manhattan que no son ya Starbucks clónicos mi amigo Vicente Echerri me cuenta que tantos años después de salir de Cuba la isla sigue apareciendo casi cada noche en sus sueños. Pero el tiempo ha pasado, y los lugares de la memoria se van contagiando de presente. Mi amigo, que tiene unos sesenta años, sueña que es un niño de doce que sale de su casa para ir a la escuela, con la mochila a la espalda, pero no está en La Habana, sino en un andén del metro de Nueva York. Cuando sube las escaleras, deprisa para no llegar tarde, emerge en la Quinta Avenida, y ve a otro niño, amigo suyo, que está cruzando la calle también camino de la escuela. La acera de este lado es Manhattan; la del otro es La Habana. Mi amigo llama al otro chico para que le espere, para caminar juntos el último tramo, pero quizás el tráfico borra su voz, o tal vez no le sale de la garganta, como suele suceder en los sueños. Vicente Echerri se despierta una mañana de junio recordando su sueño melancólico, en Jersey City, muy lejos de la isla de la que su alma no se ha ido nunca, y a la que probablemente nunca volverá.
En la otra isla donde nos hemos citado, la de Manhattan, hace un calor de trópico, que no llegan a aliviar ni los ventiladores ni la penumbra de la Hungarian Pastry Shop. He llegado al café un poco antes de tiempo y espero mirando hacia la claridad candente de la entrada, donde aparece de vez en cuando alguna figura exhausta y sudorosa en camiseta y en bermudas, buscando una bebida muy fría, un poco de sombra. Pero llega Vicente Echerri y parece que está entrando en un café de La Habana, no la ciudad arruinada de ahora, ni la cada vez más borrosa de los recuerdos, sino la que sigue inalterable en sus sueños: un hombre alto, muy delgado, vestido con un traje claro, formal pero muy ligero, con una formalidad de veraneos de otra época. Vicente escribe cuentos que suceden siempre en Trinidad, la pequeña capital provinciana de su infancia, historias más o menos fabulosas que escuchaba de niño, y que se remontan a los tiempos anteriores a la independencia, a unas vidas de peripecias mínimas como chismes o rumores de pueblo, contadas en un tono que está entre Chéjov y Clarín.
A Vicente ni se le ocurre la posibilidad de que esos cuentos se publiquen alguna vez en Cuba. Sentados en el café conversamos sobre literatura y sobre la duración de un exilio que ya va siendo más largo que muchas vidas humanas. Lo que yo doy por supuesto a él le ha sido negado, el alimento y el aire que hacen posible la escritura, el público lector, y más hondo todavía que eso, el sonido de la lengua, el habla viva de nuestros compatriotas, la particular pulsación que tiene la vida en el país donde uno se ha criado. Hablamos del aprendizaje de ir y de volver; de aquellos grandiosos cantaores flamencos que hilaron entre el Caribe y la bahía de Cádiz los cantes de ida y vuelta. Me acuerdo de una letra de Pepe de la Matrona que lo resume todo en cuatro versos: "Tú no te mueras / sin ir a España; /allí la uva / aquí la caña".
Me he acordado de mi amigo cubano leyendo en estas páginas una crónica de Mauricio Vicent sobre otro regreso a La Habana, el de Gabriel García Márquez. Siempre es algo aterrador que la figura de alguien sea tan hipertrófica que baste su nombre de pila o su diminutivo para designarlo: Gabo, Fidel. Gabo viaja a La Habana y como es su costumbre se encuentra con su amigo Fidel, y también con otro amigo algo menos importante, Raúl, que sí necesita el apellido. Tanto García Márquez como Mauricio Vicent viven de un oficio inviable sin la libertad de expresión, pero en la crónica se sugiere como de pasada que para garantizar la intimidad del escritor los periódicos no están autorizados a informar de su presencia, de la que sólo se ha sabido por un artículo de Fidel. De Fidel Castro. Para qué van a hablar otros si ya está él para decir lo que conviene en un monólogo monstruoso de más de medio siglo. El escritor cuya sombra napoleónica cubre la extensión entera de la literatura de su país se encuentra con el tirano que lleva cincuenta años avasallando el suyo, y el hecho parece aceptarse con tanta normalidad como si se tratara de una reunión de viejos amigos. Al tirano octogenario le halaga que vayan a visitarlo intelectuales, los cuales siempre contarán después con admiración lo aficionado que es a la literatura, lo despierto que permanece a todo. Los intelectuales que rinden pleitesía al tirano y le llaman por su nombre de pila suelen venir de países democráticos en los que se declaran muy críticos contra el poder, pero se ve que para que tanta rebeldía se vuelva reverencia sólo hace falta que el poder sea absoluto. Cultivan una solidaridad abnegada, casi heroica, pero sólo con los verdugos, nunca con las víctimas, y tienen el corazón de hielo para los perseguidos que no se ajustan a su ortodoxia. En esas conversaciones tan entrañables y que duran tantas horas, no parece factible que García Márquez haya protestado ante Fidel Castro por la suerte de tantos cubanos cuyo único delito ha sido y es intentar dedicarse a lo mismo que él hace, a contar historias, o la de tantos otros expulsados, huidos, encarcelados, sacrificados, aplastados por la duración inhumana de una dictadura que empezó cuando mi amigo Vicente Echerri era un chico de doce años.
Me he acordado de él leyendo esa crónica, y también de Paquito d'Rivera, que lleva ya casi treinta años de exilio y sigue tocando con la misma furia que si estuviera en un cabaré de La Habana, y de Bebo Valdés, y de tantos cubanos a los que me he encontrado por el mundo, calumniados por la tiranía y por sus cómplices con el nombre infame de gusanos, llenos de nostalgia y a la vez de energía y de talento para abrirse paso donde quiera que los lleve el destierro, acostumbrados a ser sospechosos para el señoritismo miserable de intelectuales europeos y estrellas tarambanas del cine que gozan todos los privilegios de la libertad y de vez en cuando se conceden unas vacaciones pagadas de turismo revolucionario. En cuanto a García Márquez, que tantas veces ha escrito sobre la megalomanía delirante de los poderosos, tal vez lo que le atrae de Castro es que se parece a ese modelo doble de escritor y caudillo que sólo se da en las débiles y serviles sociedades hispánicas: el que lo quiere todo, el que no tiene a nadie que le haga sombra, el que despierta miedo y exige pleitesía, el que se convierte con exclusividad asfixiante en la encarnación de un país, el que recibe todos los premios y todas las medallas y todavía quiere más, el que es olvidado con alivio general en cuanto terminan sus pomposas exequias. -
En la otra isla donde nos hemos citado, la de Manhattan, hace un calor de trópico, que no llegan a aliviar ni los ventiladores ni la penumbra de la Hungarian Pastry Shop. He llegado al café un poco antes de tiempo y espero mirando hacia la claridad candente de la entrada, donde aparece de vez en cuando alguna figura exhausta y sudorosa en camiseta y en bermudas, buscando una bebida muy fría, un poco de sombra. Pero llega Vicente Echerri y parece que está entrando en un café de La Habana, no la ciudad arruinada de ahora, ni la cada vez más borrosa de los recuerdos, sino la que sigue inalterable en sus sueños: un hombre alto, muy delgado, vestido con un traje claro, formal pero muy ligero, con una formalidad de veraneos de otra época. Vicente escribe cuentos que suceden siempre en Trinidad, la pequeña capital provinciana de su infancia, historias más o menos fabulosas que escuchaba de niño, y que se remontan a los tiempos anteriores a la independencia, a unas vidas de peripecias mínimas como chismes o rumores de pueblo, contadas en un tono que está entre Chéjov y Clarín.
A Vicente ni se le ocurre la posibilidad de que esos cuentos se publiquen alguna vez en Cuba. Sentados en el café conversamos sobre literatura y sobre la duración de un exilio que ya va siendo más largo que muchas vidas humanas. Lo que yo doy por supuesto a él le ha sido negado, el alimento y el aire que hacen posible la escritura, el público lector, y más hondo todavía que eso, el sonido de la lengua, el habla viva de nuestros compatriotas, la particular pulsación que tiene la vida en el país donde uno se ha criado. Hablamos del aprendizaje de ir y de volver; de aquellos grandiosos cantaores flamencos que hilaron entre el Caribe y la bahía de Cádiz los cantes de ida y vuelta. Me acuerdo de una letra de Pepe de la Matrona que lo resume todo en cuatro versos: "Tú no te mueras / sin ir a España; /allí la uva / aquí la caña".
Me he acordado de mi amigo cubano leyendo en estas páginas una crónica de Mauricio Vicent sobre otro regreso a La Habana, el de Gabriel García Márquez. Siempre es algo aterrador que la figura de alguien sea tan hipertrófica que baste su nombre de pila o su diminutivo para designarlo: Gabo, Fidel. Gabo viaja a La Habana y como es su costumbre se encuentra con su amigo Fidel, y también con otro amigo algo menos importante, Raúl, que sí necesita el apellido. Tanto García Márquez como Mauricio Vicent viven de un oficio inviable sin la libertad de expresión, pero en la crónica se sugiere como de pasada que para garantizar la intimidad del escritor los periódicos no están autorizados a informar de su presencia, de la que sólo se ha sabido por un artículo de Fidel. De Fidel Castro. Para qué van a hablar otros si ya está él para decir lo que conviene en un monólogo monstruoso de más de medio siglo. El escritor cuya sombra napoleónica cubre la extensión entera de la literatura de su país se encuentra con el tirano que lleva cincuenta años avasallando el suyo, y el hecho parece aceptarse con tanta normalidad como si se tratara de una reunión de viejos amigos. Al tirano octogenario le halaga que vayan a visitarlo intelectuales, los cuales siempre contarán después con admiración lo aficionado que es a la literatura, lo despierto que permanece a todo. Los intelectuales que rinden pleitesía al tirano y le llaman por su nombre de pila suelen venir de países democráticos en los que se declaran muy críticos contra el poder, pero se ve que para que tanta rebeldía se vuelva reverencia sólo hace falta que el poder sea absoluto. Cultivan una solidaridad abnegada, casi heroica, pero sólo con los verdugos, nunca con las víctimas, y tienen el corazón de hielo para los perseguidos que no se ajustan a su ortodoxia. En esas conversaciones tan entrañables y que duran tantas horas, no parece factible que García Márquez haya protestado ante Fidel Castro por la suerte de tantos cubanos cuyo único delito ha sido y es intentar dedicarse a lo mismo que él hace, a contar historias, o la de tantos otros expulsados, huidos, encarcelados, sacrificados, aplastados por la duración inhumana de una dictadura que empezó cuando mi amigo Vicente Echerri era un chico de doce años.
Me he acordado de él leyendo esa crónica, y también de Paquito d'Rivera, que lleva ya casi treinta años de exilio y sigue tocando con la misma furia que si estuviera en un cabaré de La Habana, y de Bebo Valdés, y de tantos cubanos a los que me he encontrado por el mundo, calumniados por la tiranía y por sus cómplices con el nombre infame de gusanos, llenos de nostalgia y a la vez de energía y de talento para abrirse paso donde quiera que los lleve el destierro, acostumbrados a ser sospechosos para el señoritismo miserable de intelectuales europeos y estrellas tarambanas del cine que gozan todos los privilegios de la libertad y de vez en cuando se conceden unas vacaciones pagadas de turismo revolucionario. En cuanto a García Márquez, que tantas veces ha escrito sobre la megalomanía delirante de los poderosos, tal vez lo que le atrae de Castro es que se parece a ese modelo doble de escritor y caudillo que sólo se da en las débiles y serviles sociedades hispánicas: el que lo quiere todo, el que no tiene a nadie que le haga sombra, el que despierta miedo y exige pleitesía, el que se convierte con exclusividad asfixiante en la encarnación de un país, el que recibe todos los premios y todas las medallas y todavía quiere más, el que es olvidado con alivio general en cuanto terminan sus pomposas exequias. -
No hay comentarios:
Publicar un comentario