Temeroso de meter la pata en este post, he consultado un puñado de periódicos digitales y en todos se repite la noticia en términos casi idénticos. Nos cuentan que Nicole Kidmann, actriz australiana bien conocida, ha irritado terriblemente a los aborígenes de su país porque en un programa de la televisión alemana sopló un instrumento musical que en dicha cultura (?) sólo pueden tocar los varones. La razón de tan curiosa prohibición es que, según la secular sabiduría de esos grupos locales, la mujer que comete semejante barbaridad musical puede perder la fertilidad. Mira por donde, a lo mejor las sufridas féminas del mundo de acaban de dar con un método anticonceptivo que las libre de los sinsabores del condón, los trastornos de la píldora convencional, las carreras de la píldora del día después y los vaivenes del esquinado diu.
Pero no van por ahí, por lo que parece, los tiros sobre la Kidman. No, se la tacha de ignorante y ofensiva, poco menos que de insensible y burra. Basta ver el sorprendente titular de El País: “La ofensiva ignorancia de Nicole Kidman”. Con este subtítulo: “La actriz ha molestado a los aborígenes de su país al soplar un instrumento nativo en televisión”.
Si miramos la foto y nos fijamos en la forma fálica del trasto musical, podemos entretenernos, en plan antropólogo atribulado, de Marvin Harris de andar por casa, en preguntarnos por qué verán los pelmazos aborígenes con tan malos ojos esa acción, y podríamos concluir que es por lo de soplar y tal. Pero mejor dejamos las bromas y nos sentamos a esperar las solidaridad de variados grupos feministas con la señora Kidman. Verás como no.
No he encontrado en las crónicas -al menos en siete u ocho que he leído- tonos críticos con la mentecatez aborigen. Dios nos libre. Quiero decir que líbrennos los dioses de alguna tribu ancestral, no el Dios de por aquí, que anda de capa caída ante el laicismo anticrisis. Todo lo que suene a aborigen, atávico, tribal y tradicional va a misa entre la progresía. Dice usted cualquier pamplina de las que repetían sus abuelos y se le echa encima el pensamiento único al grito de mueran los reaccionarios, pero suelta un aborigen con plumas cualquiera una sandez mucho mayor y todos hincamos la rodilla transidos de emoción ante la sabiduría tradicional y los arcanos ritos. Usted se puede ciscar en el PSOE, en el PP, en el mercado, en el Estado social o en el Real Madrid o en la Iglesia Católica y no pasa nada, libertad de expresión a tope y derechos fundamentales a tutiplén. Estupendo. Pero osa llevarle la contraria a algún chamán con taparrabos, a algún jeque o ayatolá o a la asociación de patrias sin Estado y se entera de lo que vale un peine viejo.
Pues da la puñetera casualidad de que por estos pagos también tenemos aborígenes y tradiciones, pero no los protege ni el Tato, Gott sei Dank. Los aborígenes de aquí también pensaban hasta hace cuatro días que las mujeres no podían ponerse pantalones o andar en bici y que si lo hacían se convertían en unas machorras, seguramente estériles. Los aborígenes de aquí opinaban que la mujer tiene poco seso y por eso no podía gobernar los asuntos importantes, ni siquiera los de su sexo. Los aborígenes de aquí creían firmemente que la mujer debía llegar virgen al matrimonio y que después de casada había que atarla corto y hasta darle algún azote si se rebelaba. Y así tantísimas cosas que, por fortuna no se permiten ya a los aborígenes de estas tierras, pese a que todas ellas se enraizaban en tradiciones y prácticas como mínimo tan antiguas como las de los nativos de Australia. Así que tenemos que preguntarnos por qué tienen bula aquellas tradiciones y aquellas culturas mientras las nuestras se han ido felizmente al carajo.
Más de uno responderá que mitos y prohibiciones como la que doña Nicole ha violado son parte de una cultura ancestral y que es malo que mueran esas culturas, tomadas como un todo. Además, el derecho de cada cultura a perpetuarse con sus costumbres y su manera de entender el mundo es un derecho colectivo que ha de ser respetado incluso al precio de limitar grandemente los derechos individuales. Vale, pero entonces ¿por qué no nos apena que se acabe la cultura que aquí fue tradición y seña de identidad, esa cultura patriarcal, discriminatoria y represiva, con su Inquisición, sus leyendas y su explicación particular del orden del mundo o de la Creación, con sus supersticiones y con sus jerarquías? A ver si va a resultar que la de aquí no servía porque era una cultura del error y del abuso, mientras que la de los aborígenes de Australia o del Quinto Pino es la buena, prístina, benéfica y justa?
Estamos ante cuestiones que no son moco de pavo, pues tocan una de las mayores contradicciones del pensamiento actual que se dice progresista. La cultura moderna, ésa que toma forma jurídica en nuestras constituciones y en sus declaraciones de derecho, se ha ido abriendo paso como cultura de la libertad individual, de la igualdad entre las personas y de la lucha contra las discriminaciones formales y materiales. Se ha impuesto frente a tradiciones, libros sagrados y prácticas milenarias. Aunque queda mucho por hacer, ésa es la innegable baza histórica de lo que llamamos la izquierda, la baza de ir asentando y afirmando las libertad y la igualdad de las personas, incluida la igualdad de oportunidades, frente al peso de las tradiciones, de esas tradiciones y de esa cultura propia que marginaban a las mujeres, a los negros, a los trabajadores o al pueblo llano. Pero, de pronto, cierta izquierda deja de luchar por paraísos por venir y empieza a añorar paraísos perdidos, deja de confiar en Estados de ciudadanos y siente una irrefrenable nostalgia de tribus y mitos, descree de ciencias e ingenierías sociales y se echa en brazos de atavismos y magias. Mas, curiosamente, como el apego a las tradiciones de aquí mismo es signo de pensamiento reaccionario, se va a buscar tradiciones ajenas y ante a ellas se cantan loas a la identidad grupal, a la pureza del sentimiento colectivo, a la fuerza de la integración a la fuerza que, por falta de horizontes, no perciben sus miembros como integración forzada. Viva la alienación, la feliz alienación de los primitivos.
Buena parte de la izquierda se ha hecho comunitarista, que es tanto como decir que se ha vuelto esquizofrénica. Vivan los derechos humanos, viva la igualdad entre hombres y mujeres, viva el pensamiento libre. Pero cuando nos topamos con un grupo de aborígenes, quieto parao, viva ahí el derecho de su cultura a perpetuarse igual a sí misma por los siglos de los siglos y que nadie se atreva a cuestionar la opresión que allí adentro padecen las mujeres, por ejemplo. Si un machista europeo de los de toda la vida, bien anclado en su tradición y en la cultura de sus padres, abuelos y tatarabuelos, hubiera puesto el grito en el cielo porque Nicole Kidman toca lo que le da la gana, dice lo que le apetece o vive como quiere, le caerían chuzos de punta. Pero como el que se ha ofendido es un jefecillo tribal de los aborígenes australianos que manifiesta su preocupación porque esa señora ha roto un tabú y porque igual se queda estéril por semejante pecado, nos limitamos a decir que menuda ceporra la tía y qué poco considerada. Ardemos de indignación si el Vaticano insiste en que se discrimine y se castigue a los homosexuales, y bien está esa indignación, pero nos quedamos calladitos y llenos de pía consideración si los nativos australianos dicen que las mujeres no pueden tocar una corneta gorda porque eso es cosa de hombres.
No se puede estar en la procesión y repicando, no se puede ir con los de la feria para volver con los del mercado. O estamos por la liberación y la igualdad de las mujeres o estamos con las culturas que las niegan. De las aporías, por ejemplo, de un feminismo comunitarista ya hay bastantes muestras en los libros y no es cosa de ponerse aquí más pedante y pesado. Pero un feminismo comunitarista es exactamente lo mismo que un feminismo tradicionalista, una contradicción en los términos, un imposible práctico y una estupidez para occidentales ociosos e insolidarios. Exactamente igual que un machismo progresista: no cabe.
Así que, si vamos en serio y con una mínima coherencia, sólo podremos decir que muy bien por la señora Kidman, que toque el artilugio todo lo que le dé la gana, que lo sople y que en él haga sonar, si sabe, la Internacional o la Marsellesa. Y los aborígenes que se metan su estúpido instrumento por donde les quepa. Sólo faltaba.
Pero no van por ahí, por lo que parece, los tiros sobre la Kidman. No, se la tacha de ignorante y ofensiva, poco menos que de insensible y burra. Basta ver el sorprendente titular de El País: “La ofensiva ignorancia de Nicole Kidman”. Con este subtítulo: “La actriz ha molestado a los aborígenes de su país al soplar un instrumento nativo en televisión”.
Si miramos la foto y nos fijamos en la forma fálica del trasto musical, podemos entretenernos, en plan antropólogo atribulado, de Marvin Harris de andar por casa, en preguntarnos por qué verán los pelmazos aborígenes con tan malos ojos esa acción, y podríamos concluir que es por lo de soplar y tal. Pero mejor dejamos las bromas y nos sentamos a esperar las solidaridad de variados grupos feministas con la señora Kidman. Verás como no.
No he encontrado en las crónicas -al menos en siete u ocho que he leído- tonos críticos con la mentecatez aborigen. Dios nos libre. Quiero decir que líbrennos los dioses de alguna tribu ancestral, no el Dios de por aquí, que anda de capa caída ante el laicismo anticrisis. Todo lo que suene a aborigen, atávico, tribal y tradicional va a misa entre la progresía. Dice usted cualquier pamplina de las que repetían sus abuelos y se le echa encima el pensamiento único al grito de mueran los reaccionarios, pero suelta un aborigen con plumas cualquiera una sandez mucho mayor y todos hincamos la rodilla transidos de emoción ante la sabiduría tradicional y los arcanos ritos. Usted se puede ciscar en el PSOE, en el PP, en el mercado, en el Estado social o en el Real Madrid o en la Iglesia Católica y no pasa nada, libertad de expresión a tope y derechos fundamentales a tutiplén. Estupendo. Pero osa llevarle la contraria a algún chamán con taparrabos, a algún jeque o ayatolá o a la asociación de patrias sin Estado y se entera de lo que vale un peine viejo.
Pues da la puñetera casualidad de que por estos pagos también tenemos aborígenes y tradiciones, pero no los protege ni el Tato, Gott sei Dank. Los aborígenes de aquí también pensaban hasta hace cuatro días que las mujeres no podían ponerse pantalones o andar en bici y que si lo hacían se convertían en unas machorras, seguramente estériles. Los aborígenes de aquí opinaban que la mujer tiene poco seso y por eso no podía gobernar los asuntos importantes, ni siquiera los de su sexo. Los aborígenes de aquí creían firmemente que la mujer debía llegar virgen al matrimonio y que después de casada había que atarla corto y hasta darle algún azote si se rebelaba. Y así tantísimas cosas que, por fortuna no se permiten ya a los aborígenes de estas tierras, pese a que todas ellas se enraizaban en tradiciones y prácticas como mínimo tan antiguas como las de los nativos de Australia. Así que tenemos que preguntarnos por qué tienen bula aquellas tradiciones y aquellas culturas mientras las nuestras se han ido felizmente al carajo.
Más de uno responderá que mitos y prohibiciones como la que doña Nicole ha violado son parte de una cultura ancestral y que es malo que mueran esas culturas, tomadas como un todo. Además, el derecho de cada cultura a perpetuarse con sus costumbres y su manera de entender el mundo es un derecho colectivo que ha de ser respetado incluso al precio de limitar grandemente los derechos individuales. Vale, pero entonces ¿por qué no nos apena que se acabe la cultura que aquí fue tradición y seña de identidad, esa cultura patriarcal, discriminatoria y represiva, con su Inquisición, sus leyendas y su explicación particular del orden del mundo o de la Creación, con sus supersticiones y con sus jerarquías? A ver si va a resultar que la de aquí no servía porque era una cultura del error y del abuso, mientras que la de los aborígenes de Australia o del Quinto Pino es la buena, prístina, benéfica y justa?
Estamos ante cuestiones que no son moco de pavo, pues tocan una de las mayores contradicciones del pensamiento actual que se dice progresista. La cultura moderna, ésa que toma forma jurídica en nuestras constituciones y en sus declaraciones de derecho, se ha ido abriendo paso como cultura de la libertad individual, de la igualdad entre las personas y de la lucha contra las discriminaciones formales y materiales. Se ha impuesto frente a tradiciones, libros sagrados y prácticas milenarias. Aunque queda mucho por hacer, ésa es la innegable baza histórica de lo que llamamos la izquierda, la baza de ir asentando y afirmando las libertad y la igualdad de las personas, incluida la igualdad de oportunidades, frente al peso de las tradiciones, de esas tradiciones y de esa cultura propia que marginaban a las mujeres, a los negros, a los trabajadores o al pueblo llano. Pero, de pronto, cierta izquierda deja de luchar por paraísos por venir y empieza a añorar paraísos perdidos, deja de confiar en Estados de ciudadanos y siente una irrefrenable nostalgia de tribus y mitos, descree de ciencias e ingenierías sociales y se echa en brazos de atavismos y magias. Mas, curiosamente, como el apego a las tradiciones de aquí mismo es signo de pensamiento reaccionario, se va a buscar tradiciones ajenas y ante a ellas se cantan loas a la identidad grupal, a la pureza del sentimiento colectivo, a la fuerza de la integración a la fuerza que, por falta de horizontes, no perciben sus miembros como integración forzada. Viva la alienación, la feliz alienación de los primitivos.
Buena parte de la izquierda se ha hecho comunitarista, que es tanto como decir que se ha vuelto esquizofrénica. Vivan los derechos humanos, viva la igualdad entre hombres y mujeres, viva el pensamiento libre. Pero cuando nos topamos con un grupo de aborígenes, quieto parao, viva ahí el derecho de su cultura a perpetuarse igual a sí misma por los siglos de los siglos y que nadie se atreva a cuestionar la opresión que allí adentro padecen las mujeres, por ejemplo. Si un machista europeo de los de toda la vida, bien anclado en su tradición y en la cultura de sus padres, abuelos y tatarabuelos, hubiera puesto el grito en el cielo porque Nicole Kidman toca lo que le da la gana, dice lo que le apetece o vive como quiere, le caerían chuzos de punta. Pero como el que se ha ofendido es un jefecillo tribal de los aborígenes australianos que manifiesta su preocupación porque esa señora ha roto un tabú y porque igual se queda estéril por semejante pecado, nos limitamos a decir que menuda ceporra la tía y qué poco considerada. Ardemos de indignación si el Vaticano insiste en que se discrimine y se castigue a los homosexuales, y bien está esa indignación, pero nos quedamos calladitos y llenos de pía consideración si los nativos australianos dicen que las mujeres no pueden tocar una corneta gorda porque eso es cosa de hombres.
No se puede estar en la procesión y repicando, no se puede ir con los de la feria para volver con los del mercado. O estamos por la liberación y la igualdad de las mujeres o estamos con las culturas que las niegan. De las aporías, por ejemplo, de un feminismo comunitarista ya hay bastantes muestras en los libros y no es cosa de ponerse aquí más pedante y pesado. Pero un feminismo comunitarista es exactamente lo mismo que un feminismo tradicionalista, una contradicción en los términos, un imposible práctico y una estupidez para occidentales ociosos e insolidarios. Exactamente igual que un machismo progresista: no cabe.
Así que, si vamos en serio y con una mínima coherencia, sólo podremos decir que muy bien por la señora Kidman, que toque el artilugio todo lo que le dé la gana, que lo sople y que en él haga sonar, si sabe, la Internacional o la Marsellesa. Y los aborígenes que se metan su estúpido instrumento por donde les quepa. Sólo faltaba.
7 comentarios:
Será parte de la discriminación positiva de la nueva progresía de Armani y hedge founds.
A Nicole decirle que no se preocupe, que si tiene problemas por las antípodas que se venga aquí que le dejaremos que nos toque la flauta.
Jaja me encantó!
te recomiendo, si es que no lo has leído aún, La Lentitud, de Milan Kundera. Ahi tiene una teoría sobre el judo moral del progresismo. Critica la permanente pretensión de cierta gente que se autotitula progresista y solo procura ocupar el centro del telón, y desplazar a todos los competidores que puedan ser más morales, mediante sutiles y demoledoras tomas de judo morales...
me gusto lo de "machismo progre", que no cabe...
saludos
martín
Pero hay que decirle a la Sra. Kidmann que toque la flauta en Australia, porque como al toque aquí viene la SGAE y le pone una multa. Incluso si lo toca en una caseta de la Feria de Sevilla, que los de la SGAE son muy suyos!.
Fenomenal la entrada. Y yo, semper fidelis, muy, pero que muy a favor de la Kidman en todos sus actos, amnifestaciones, esencias y existencias (o noúmenos y fenómenos)
Magnífica entrada la de hoy.
Personalmente, desde hace tiempo vengo pensando que la cosa es peor, es decir, que la defensa "progre" de los ancestrales ritos y costumbres de culturas antiguas, sin importar si son o no machistas o algo más grave(me refiero, por ejemplo, a la venta de las hijas para la prostitución, a los matrimonios entre niños concertados por intereses económicos de sus respectivas familias, al marido, padre o hermano que arroja ácido a la cara de la mujer que no se somete, a la ablación del clítoris, y a tantos horrores así), no es sino la expresión de que no se consideran realmente personas a sus protagonistas. En otras palabras, que cuando no se critica a los aborígenes, sino a la Kidman por agraviarles, lo que en el fondo se afirma es que aquellos no son personas como ustedes o yo, sino meras especies zoológicas que hay que proteger en aras de la biodiversidad y tal, por lo que se considera que sus tradiciones no responden a criterios morales de ninguna clase (puesto que éstos,de existir, estarían necesariamente sujetos a crítica ideológica), sino a pautas de comportamiento social similares, en su naturaleza, a las de una manada de babuinos.
Únicamente tengo dudas respecto a si la permisividad hacia el machismo musulmán se debe a los mismos criterios, o al miedo puro y simple.
En cualquier caso, resulta miserable el ominoso silencio de nuestras feministas y feministos.
Es que la Kidman está buena agarre lo que agarre.
Para Garciamado : se ha escuchado en radio "macuto", que el decano de la facultad de Derecho ha tenido que apelar a la tradición de la facultad de Derecho de León, de resolver las discrepancias en plan civilizado y no al estilo barriobajero de , por ejemplo, la facultad de Derecho de Oviedo.
Al parecer el inicio del "malentendido" fue una confusión momentánea que tuvo el maestro Sosa Wagner al confundir los doctorados con los masters y al parecer, nuestro Garciamado adoptó una actitud un tanto extremada al exigir un trabajo más acorde con las primas casi argumentando "cum baculum"
¿qué hay de eso profesor?
Para "pelea académica" lean la entrevista de uno de esos periodistas brillantes que están apareciendo por Andalucía.
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