No doy crédito a lo que ahora mismo está ocurriendo aquí, en mi casa, entre Fernanda Delgado y yo. El teléfono ha vuelto a sonar y yo me quedo observando los peces que dan vueltas en mi pequeño acuario. Fernanda me mira, sonríe y habla dulcemente. Tengo su mano en mi espalda y su cuerpo inclinado sobre mí. Apago el móvil. Luís debe de andar furioso y yo estoy desconcertada. Desconcertada conmigo misma sobre todo.
Acercarse a Fernanda llevó su tiempo, pero las cosas fueron rodando tal como las habíamos planeado. No fue fácil ganarse de este modo la confianza de la inspectora Delgado. Luís me había advertido de su rígido carácter, de sus maneras expeditivas y terminantes. Pero poco a poco comenzamos a hablar, al principio apenas el saludo protocolario y unas pocas frases de cortesía, luego surgieron ocasiones esporádicas para contarle algunos detalles de mi vida cotidiana, reales unos y otros puramente inventados. Luís se impacientaba, pero yo le imploraba paciencia y le insistía en que confiara en mi capacidad para la misión emprendida.
A Luís lo puede el rencor. A veces ya no lo reconozco y temo que jamás se recupere de aquel mal paso. Se ha hecho visceral, duro, y no perdona. Cuando le faltaba poco para salir y le expliqué que mi empresa me había mandado a limpiar en la comisaría, se alborotó y era como si se sintiera víctima de una conspiración universal. Pero en nuestro encuentro siguiente no paró de hablar y ni me tocó. Ya había pergeñado su plan y yo me dejé llevar como una imbécil. Entonces no me veía así, imbécil, porque entonces yo aún lo amaba. No sé cuándo dejé de quererlo, no sé si lo quiero aún.
Fernanda es sorprendente. En nuestro primer café a solas, un sábado en que ninguna de las dos trabajábamos, me habló de su hijo, de la infancia de ella y de que siempre había luchado para ser policía y hacer bien su trabajo. Me contaba historias de sus investigaciones, sin dejar completamente de lado la obligada discreción, y yo temblaba al pensar que en una de éstas saliera a relucir la detención de Luís, pero no lo mencionó jamás. Esos ojos negros de Fernanda, profundos, me desasosegaban y me ponía a pensar en cómo podrían sentirse los detenidos a los que interrogaba. Luís se iba excitando y su ansiedad crecía cada día que le daba cuenta, a mi manera, de mis progresos. Pero cada vez le ocultaba más detalles e iba guardando para mí las partes más personales de las historias de Fernanda.
Desde chavalilla mi mundo comenzaba y acababa en él, nunca he pensado en otro hombre y ni una sola semana de todos los años que pasó encerrado he dejado de visitarlo y de hacer cuanto me pedía. No sé cómo me ve Fernanda en realidad, creo que me considera una buena chica desgraciada y algo simple y por eso no comprendo bien esta intimidad y este afecto que me regala. Luís me mataría si sospechara que estoy hecha un lío.
Debí callarme que hoy nos habíamos citado en mi casa, pero sé que él puede enterarse de todos modos. Estoy asustada. Luís me repite constantemente que para él soy transparente y que es absolutamente imposible que lo engañe. Tenía que haber guardado en secreto este encuentro, pero no me atreví a ocultárselo. Al fin y al cabo, supone la culminación de su plan y por eso supongo que ahora mismo debe de estar paseando arriba y abajo por mi calle, comido por el enfado y con esa mirada perdida que tan bien conozco.
Me parece que mis nervios han enternecido a Fernanda, que no ha dejado de sonreírme y de hablarme con mucho mimo. Ella no besa como Luís, es otra cosa, y me coge las manos y me asegura que se siente bien a mi lado. Yo quisiera sincerarme, poner las cartas boca arriba y contarle que me muero de pena y que estoy atrapada porque amo a Luís y porque no quiero nada más que seguir con ella toda la tarde, así como ahora, con mi cabeza recostada en su pecho y sintiendo sus dedos jugar con mi pelo, mientras me repite que esté tranquila, que nada tema y cuánto se alegra de haberme conocido y de que seamos amigas.
El timbre ha sonado como una descarga eléctrica que sacude todo mi cuerpo y trato de incorporarme de un salto, pero Fernanda pone sus dos manos en mis hombros y me mantiene en el sofá, mientras me besa en la cara con gran suavidad. El timbre brama de nuevo, dos, tres, cuatro veces seguidas. Ahora ella busca mi mirada, sonríe y repite que calma, que no pasa nada. Luego saca de su bolso una pistola, se coloca detrás de la puerta y me indica por señas que abra, sin dejar de sonreírme. Y voy a abrir.
Acercarse a Fernanda llevó su tiempo, pero las cosas fueron rodando tal como las habíamos planeado. No fue fácil ganarse de este modo la confianza de la inspectora Delgado. Luís me había advertido de su rígido carácter, de sus maneras expeditivas y terminantes. Pero poco a poco comenzamos a hablar, al principio apenas el saludo protocolario y unas pocas frases de cortesía, luego surgieron ocasiones esporádicas para contarle algunos detalles de mi vida cotidiana, reales unos y otros puramente inventados. Luís se impacientaba, pero yo le imploraba paciencia y le insistía en que confiara en mi capacidad para la misión emprendida.
A Luís lo puede el rencor. A veces ya no lo reconozco y temo que jamás se recupere de aquel mal paso. Se ha hecho visceral, duro, y no perdona. Cuando le faltaba poco para salir y le expliqué que mi empresa me había mandado a limpiar en la comisaría, se alborotó y era como si se sintiera víctima de una conspiración universal. Pero en nuestro encuentro siguiente no paró de hablar y ni me tocó. Ya había pergeñado su plan y yo me dejé llevar como una imbécil. Entonces no me veía así, imbécil, porque entonces yo aún lo amaba. No sé cuándo dejé de quererlo, no sé si lo quiero aún.
Fernanda es sorprendente. En nuestro primer café a solas, un sábado en que ninguna de las dos trabajábamos, me habló de su hijo, de la infancia de ella y de que siempre había luchado para ser policía y hacer bien su trabajo. Me contaba historias de sus investigaciones, sin dejar completamente de lado la obligada discreción, y yo temblaba al pensar que en una de éstas saliera a relucir la detención de Luís, pero no lo mencionó jamás. Esos ojos negros de Fernanda, profundos, me desasosegaban y me ponía a pensar en cómo podrían sentirse los detenidos a los que interrogaba. Luís se iba excitando y su ansiedad crecía cada día que le daba cuenta, a mi manera, de mis progresos. Pero cada vez le ocultaba más detalles e iba guardando para mí las partes más personales de las historias de Fernanda.
Desde chavalilla mi mundo comenzaba y acababa en él, nunca he pensado en otro hombre y ni una sola semana de todos los años que pasó encerrado he dejado de visitarlo y de hacer cuanto me pedía. No sé cómo me ve Fernanda en realidad, creo que me considera una buena chica desgraciada y algo simple y por eso no comprendo bien esta intimidad y este afecto que me regala. Luís me mataría si sospechara que estoy hecha un lío.
Debí callarme que hoy nos habíamos citado en mi casa, pero sé que él puede enterarse de todos modos. Estoy asustada. Luís me repite constantemente que para él soy transparente y que es absolutamente imposible que lo engañe. Tenía que haber guardado en secreto este encuentro, pero no me atreví a ocultárselo. Al fin y al cabo, supone la culminación de su plan y por eso supongo que ahora mismo debe de estar paseando arriba y abajo por mi calle, comido por el enfado y con esa mirada perdida que tan bien conozco.
Me parece que mis nervios han enternecido a Fernanda, que no ha dejado de sonreírme y de hablarme con mucho mimo. Ella no besa como Luís, es otra cosa, y me coge las manos y me asegura que se siente bien a mi lado. Yo quisiera sincerarme, poner las cartas boca arriba y contarle que me muero de pena y que estoy atrapada porque amo a Luís y porque no quiero nada más que seguir con ella toda la tarde, así como ahora, con mi cabeza recostada en su pecho y sintiendo sus dedos jugar con mi pelo, mientras me repite que esté tranquila, que nada tema y cuánto se alegra de haberme conocido y de que seamos amigas.
El timbre ha sonado como una descarga eléctrica que sacude todo mi cuerpo y trato de incorporarme de un salto, pero Fernanda pone sus dos manos en mis hombros y me mantiene en el sofá, mientras me besa en la cara con gran suavidad. El timbre brama de nuevo, dos, tres, cuatro veces seguidas. Ahora ella busca mi mirada, sonríe y repite que calma, que no pasa nada. Luego saca de su bolso una pistola, se coloca detrás de la puerta y me indica por señas que abra, sin dejar de sonreírme. Y voy a abrir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario