El Tribunal de Estrasburgo ha enmendado a nuestro Tribunal Constitucional (ah, ¿pero aún existe el TC?) y le ha dado la razón a la señora que pleiteaba contra la Seguridad Social porque no se le reconocía el derecho a cobrar pensión de viudedad, ya que se había casado treinta años antes por el rito gitano y no se había inscrito el matrimonio en el Registro Civil. Además de que se han de pagar las pensiones atrasadas, el Estado español deberá abonar de inmediato setenta mil euros, dicen unos periódicos que para compensar los perjuicios causados por la discriminación y dicen otros que por daño moral. Lo del daño moral es otro cuento gracioso en la actualidad, pero sobre eso ya se ha escrito mucho y bueno y no vamos a pararnos aquí y ahora en dicho tema.
No he leído la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, aunque sí eché en su día un vistazo a la Sentencia del TC y al voto particular que la acompaña, y no pretendo opinar sobre el caso en concreto, que no me parece ni bien ni mal, sino sobre algunos asuntos más generales y sobre las vías por las que transita el Derecho en nuestros días.
Parece que la base de la decisión la aporta el artículo 14 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, que reza así: “El goce de los derechos y libertades reconocidos en el presente Convenio ha de ser asegurado sin distinción alguna, especialmente por razones de sexo, raza, color, lengua, religión, opiniones políticas u otras, origen nacional o social, pertenencia a una minoría nacional, fortuna, nacimiento o cualquier otra situación”. Se trata, pues, de combatir la discriminación en ley y en la aplicación de la ley, tal como prescribe también el artículo 14 de nuestra Constitución.
El quid de la cuestión discriminatoria está en la relación entre ley general y abstracta y respeto a las peculiaridades personales y culturales. Es evidente que en cualquier ordenamiento jurídico existen multitud de normas que establecen diferencias de trato por razón de sexo, raza, fortuna, etc. Por ejemplo, un sistema fiscal progresivo hace pagar más (¡ay!, si fuera en serio) al que posee mayor fortuna, y no se nos ocurre alegar que se vulnera el citado Convenio, en lo relativo al derecho de propiedad por ejemplo, porque se discrimine negativamente a los más ricos. De ahí que la jurisprudencia constitucional e internacional venga entendiendo, como no podía ser de otra manera, que se trata de proscribir las diferencias de trato no razonables, carentes de una justificación racionalmente admisible y que buscan precisamente y de modo directo el efecto discriminatorio. Por supuesto, la clave está en qué se entienda por “razonable” y en cómo se pesen y contrapesen los derechos e intereses en conflicto en cada ocasión.
Por la vía de la interdicción de la discriminación se está produciendo un doble fenómeno que altera sustancialmente los caracteres del Derecho moderno, del Derecho propio de la Modernidad, en cuya filosofía bebe y encuentra buena parte de sus fundamentos el llamado Estado de Derecho. Por un lado, está cambiando la relación entre derechos individuales y derechos colectivos, sobre la base del creciente peso de los llamados derechos culturales. Por otro, y consiguientemente, se está modificando el patrón de medida de la igualdad o la desigualdad, pues ya no se trata de establecer la comparación de persona a persona, de ciudadano individual a ciudadano individual, sino de grupo cultural a grupo cultural, de manera que no se pretende que en lo esencial cada individuo goce de los mismos derechos suyos que los demás ciudadanos, sino de que cada uno tenga asegurada la posibilidad de regirse por los patrones de su grupo cultural del mismo modo que los demás pueden regirse por los del suyo respectivo.
Lo primero repercute en la crisis imparable de la idea de ley general y abstracta. Lo segundo acarrea la admisibilidad de la discriminación individual siempre que esté amparada por la igualdad formal de los grupos. Quiere esto último decir que se da más importancia a que un sujeto pueda guiarse por las reglas de su grupo cultural que a que sean iguales los derechos y las obligaciones de los ciudadanos todos, tomados individualmente, con lo que, en nombre del respeto a la igualdad de las culturas se da vía libre a la discriminación posible entre los ciudadanos individuales. Esto último puede también tener la consecuencia adicional de que acabe siendo discriminado el ciudadano que no forma parte de un grupo culturalmente diferenciado, el ciudadano del montón, ya porque cargue con obligaciones de las que a los otros son exonerados, ya porque no disfrute de los derechos que a los otros se otorgan. Un ejemplo, sin ánimo de buscar con él nueva polémica en este momento: si yo, ciudadano de Asturias o de Castilla y León, no puedo ganar por concurso una plaza de funcionario en Cataluña sin dominar el catalán, pero un catalán sí puede obtener su plaza en Oviedo o León, hable catalán o no lo hable, yo quedo en desventaja frente a ese conciudadano.
Muchas de esas diferencias de trato por razón de grupo -sea por razón de “género”, de raza, de lengua, etc.- se suelen justificar en la doctrina y en los tribunales echando mano de la llamada acción afirmativa, acción positiva o discriminación inversa, con el siguiente argumento: los miembros de ciertos grupos que están socialmente discriminados deben recibir por vía del Derecho un trato ventajoso, a fin de compensar sus mayores dificultades para acceder a determinados puestos o estatutos o al ejercicio de ciertos derechos, pues desde una rígida igualdad formal o ante la ley no se hace más que perpetuar aquella desigualdad social y material. El argumento es perfectamente admisible, pero, si se convierte en un cajón de sastre y se usa “indiscriminadamente”, puede servir para dar gato por liebre, puede traer las consecuencias opuestas a las pretendidas: perpetuar la desigualdad inadmisible o generar desigualdades nuevas y también reprobables.
Al tratar de la acción afirmativa o discriminación inversa no deberían perderse de vista dos datos fundamentales: uno, que la madre de todas las desigualdades es la desigualdad económica y que, corregida adecuadamente ésta, las oportunidades se igualan por sí solas, salvo en lo que tiene que ver con el punto siguiente; otro, que la fuente de muchas de las discriminaciones padecidas por numerosos ciudadanos está precisamente en su férrea sumisión al grupo cultural, especialmente cuando en el seno de éste rigen reglas fuertemente discriminatorias, por ejemplo entre hombres y mujeres.
Ahora pongámosle el cascabel al gato y reflexionemos sobre el caso que nos ocupa, si bien con la advertencia de que no soy ningún experto, ni mucho menos, en los pormenores normativos y rituales del matrimonio gitano. Puedo, pues, estar muy equivocado en muchas cosas de ese tema, pero de una sí estoy seguro: ni la discriminación e inferioridad social y económica ni la falta de iguales oportunidades que padecen los gitanos proviene de que no se reconozcan legalmente sus ritos y costumbres, ni se va a solucionar la lamentable situación en que muchos ciudadanos gitanos se encuentran mediante tales reconocimientos poco menos que testimoniales, sino atacando el problema por su lado esencial, el de la discriminación social y económica. Si admitimos la plena validez legal del matrimonio gitano, exonerando de todo trámite generalmente obligatorio, como la inscripción en el Registro Civil, pero todo lo demás sigue igual, les estaremos haciendo un flaco favor en términos de igualdad real entre los españoles, por mucho que a ese trato legalmente diferenciado lo denominemos discriminación positiva; como si lo llamamos caridad cristiana: es puro fariseísmo.
Supongamos que existe un grupo cultural, los gitanos o cualquier otro, que tiene su propio rito matrimonial y sus propias reglas sobre el matrimonio y sobre la convivencia entre los cónyuges. E imaginemos que de ese rito forman parte ciertas prácticas atentatorias contra la igualdad de la mujer o contra su libertad sexual y que en esas reglas se establece la obligatoria sumisión de la esposa al marido. ¿Cómo debe actuar, entonces, un Derecho comprometido con la igualdad y la no discriminación? Si los grupos cuentan más que los individuos, habrá que reconocerle a ese matrimonio idéntica validez que la que tiene el celebrado con los requisitos y condiciones que la ley general fija para el matrimonio común. Pero, en ese caso, habría que añadirle al artículo 14 de nuestra Constitución (y al 14 del Convenio Europeo de Derechos Humanos) una cláusula de excepción. Después de la consabida declaración de que nadie puede ser discriminado por razón de raza, sexo, etc., “o por cualquier otra condición personal o social” (como acaba el 14 CE), debería agregarse algo así como esto: “salvo que las normas de la respectiva cultura del ciudadano dispongan otra cosa”. No conviene perder de vista que el estatuto jurídico del ciudadano vuelve a ser personal y que la ley general hace mutis por el foro; como en la Edad Media.
Ahora veamos el problema desde la situación de ése que llamamos el ciudadano común o del montón, que también puede acabar discriminado de rebote. Ponga que es usted varón, cuarentón o más (¡ay!), heterosexual, ateo y casado porque se casó hace un par de décadas. Va de cráneo. Para usted no hay escapatoria, pues la ley general ya no es general: es sólo para usted. Si usted no inscribe su matrimonio en el Registro Civil, no hay matrimonio que valga. Eso por no ser gitano. Si usted vuelve a casarse sin deshacer el matrimonio anterior, le castigarán penalmente como bígamo. Eso por no ser pareja de hecho. Si a usted se le va malamente la cabeza un día y le grita a su esposa o le da un azote a su hijo pequeño, le van a dictar una orden de alejamiento, para empezar, seguramente por no ser musulmán y porque ella y él no se callan (y hacen bien) como si fueran musulmanes. Y así sucesivamente.
Está claro, si usted y yo no queremos ser y estar discriminados, hemos de proclamarnos grupo de uno y cultura unipersonal. A ver si cuela. Y, entre tanto, a seguir luchando por la igualdad, pero en serio.
No he leído la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, aunque sí eché en su día un vistazo a la Sentencia del TC y al voto particular que la acompaña, y no pretendo opinar sobre el caso en concreto, que no me parece ni bien ni mal, sino sobre algunos asuntos más generales y sobre las vías por las que transita el Derecho en nuestros días.
Parece que la base de la decisión la aporta el artículo 14 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, que reza así: “El goce de los derechos y libertades reconocidos en el presente Convenio ha de ser asegurado sin distinción alguna, especialmente por razones de sexo, raza, color, lengua, religión, opiniones políticas u otras, origen nacional o social, pertenencia a una minoría nacional, fortuna, nacimiento o cualquier otra situación”. Se trata, pues, de combatir la discriminación en ley y en la aplicación de la ley, tal como prescribe también el artículo 14 de nuestra Constitución.
El quid de la cuestión discriminatoria está en la relación entre ley general y abstracta y respeto a las peculiaridades personales y culturales. Es evidente que en cualquier ordenamiento jurídico existen multitud de normas que establecen diferencias de trato por razón de sexo, raza, fortuna, etc. Por ejemplo, un sistema fiscal progresivo hace pagar más (¡ay!, si fuera en serio) al que posee mayor fortuna, y no se nos ocurre alegar que se vulnera el citado Convenio, en lo relativo al derecho de propiedad por ejemplo, porque se discrimine negativamente a los más ricos. De ahí que la jurisprudencia constitucional e internacional venga entendiendo, como no podía ser de otra manera, que se trata de proscribir las diferencias de trato no razonables, carentes de una justificación racionalmente admisible y que buscan precisamente y de modo directo el efecto discriminatorio. Por supuesto, la clave está en qué se entienda por “razonable” y en cómo se pesen y contrapesen los derechos e intereses en conflicto en cada ocasión.
Por la vía de la interdicción de la discriminación se está produciendo un doble fenómeno que altera sustancialmente los caracteres del Derecho moderno, del Derecho propio de la Modernidad, en cuya filosofía bebe y encuentra buena parte de sus fundamentos el llamado Estado de Derecho. Por un lado, está cambiando la relación entre derechos individuales y derechos colectivos, sobre la base del creciente peso de los llamados derechos culturales. Por otro, y consiguientemente, se está modificando el patrón de medida de la igualdad o la desigualdad, pues ya no se trata de establecer la comparación de persona a persona, de ciudadano individual a ciudadano individual, sino de grupo cultural a grupo cultural, de manera que no se pretende que en lo esencial cada individuo goce de los mismos derechos suyos que los demás ciudadanos, sino de que cada uno tenga asegurada la posibilidad de regirse por los patrones de su grupo cultural del mismo modo que los demás pueden regirse por los del suyo respectivo.
Lo primero repercute en la crisis imparable de la idea de ley general y abstracta. Lo segundo acarrea la admisibilidad de la discriminación individual siempre que esté amparada por la igualdad formal de los grupos. Quiere esto último decir que se da más importancia a que un sujeto pueda guiarse por las reglas de su grupo cultural que a que sean iguales los derechos y las obligaciones de los ciudadanos todos, tomados individualmente, con lo que, en nombre del respeto a la igualdad de las culturas se da vía libre a la discriminación posible entre los ciudadanos individuales. Esto último puede también tener la consecuencia adicional de que acabe siendo discriminado el ciudadano que no forma parte de un grupo culturalmente diferenciado, el ciudadano del montón, ya porque cargue con obligaciones de las que a los otros son exonerados, ya porque no disfrute de los derechos que a los otros se otorgan. Un ejemplo, sin ánimo de buscar con él nueva polémica en este momento: si yo, ciudadano de Asturias o de Castilla y León, no puedo ganar por concurso una plaza de funcionario en Cataluña sin dominar el catalán, pero un catalán sí puede obtener su plaza en Oviedo o León, hable catalán o no lo hable, yo quedo en desventaja frente a ese conciudadano.
Muchas de esas diferencias de trato por razón de grupo -sea por razón de “género”, de raza, de lengua, etc.- se suelen justificar en la doctrina y en los tribunales echando mano de la llamada acción afirmativa, acción positiva o discriminación inversa, con el siguiente argumento: los miembros de ciertos grupos que están socialmente discriminados deben recibir por vía del Derecho un trato ventajoso, a fin de compensar sus mayores dificultades para acceder a determinados puestos o estatutos o al ejercicio de ciertos derechos, pues desde una rígida igualdad formal o ante la ley no se hace más que perpetuar aquella desigualdad social y material. El argumento es perfectamente admisible, pero, si se convierte en un cajón de sastre y se usa “indiscriminadamente”, puede servir para dar gato por liebre, puede traer las consecuencias opuestas a las pretendidas: perpetuar la desigualdad inadmisible o generar desigualdades nuevas y también reprobables.
Al tratar de la acción afirmativa o discriminación inversa no deberían perderse de vista dos datos fundamentales: uno, que la madre de todas las desigualdades es la desigualdad económica y que, corregida adecuadamente ésta, las oportunidades se igualan por sí solas, salvo en lo que tiene que ver con el punto siguiente; otro, que la fuente de muchas de las discriminaciones padecidas por numerosos ciudadanos está precisamente en su férrea sumisión al grupo cultural, especialmente cuando en el seno de éste rigen reglas fuertemente discriminatorias, por ejemplo entre hombres y mujeres.
Ahora pongámosle el cascabel al gato y reflexionemos sobre el caso que nos ocupa, si bien con la advertencia de que no soy ningún experto, ni mucho menos, en los pormenores normativos y rituales del matrimonio gitano. Puedo, pues, estar muy equivocado en muchas cosas de ese tema, pero de una sí estoy seguro: ni la discriminación e inferioridad social y económica ni la falta de iguales oportunidades que padecen los gitanos proviene de que no se reconozcan legalmente sus ritos y costumbres, ni se va a solucionar la lamentable situación en que muchos ciudadanos gitanos se encuentran mediante tales reconocimientos poco menos que testimoniales, sino atacando el problema por su lado esencial, el de la discriminación social y económica. Si admitimos la plena validez legal del matrimonio gitano, exonerando de todo trámite generalmente obligatorio, como la inscripción en el Registro Civil, pero todo lo demás sigue igual, les estaremos haciendo un flaco favor en términos de igualdad real entre los españoles, por mucho que a ese trato legalmente diferenciado lo denominemos discriminación positiva; como si lo llamamos caridad cristiana: es puro fariseísmo.
Supongamos que existe un grupo cultural, los gitanos o cualquier otro, que tiene su propio rito matrimonial y sus propias reglas sobre el matrimonio y sobre la convivencia entre los cónyuges. E imaginemos que de ese rito forman parte ciertas prácticas atentatorias contra la igualdad de la mujer o contra su libertad sexual y que en esas reglas se establece la obligatoria sumisión de la esposa al marido. ¿Cómo debe actuar, entonces, un Derecho comprometido con la igualdad y la no discriminación? Si los grupos cuentan más que los individuos, habrá que reconocerle a ese matrimonio idéntica validez que la que tiene el celebrado con los requisitos y condiciones que la ley general fija para el matrimonio común. Pero, en ese caso, habría que añadirle al artículo 14 de nuestra Constitución (y al 14 del Convenio Europeo de Derechos Humanos) una cláusula de excepción. Después de la consabida declaración de que nadie puede ser discriminado por razón de raza, sexo, etc., “o por cualquier otra condición personal o social” (como acaba el 14 CE), debería agregarse algo así como esto: “salvo que las normas de la respectiva cultura del ciudadano dispongan otra cosa”. No conviene perder de vista que el estatuto jurídico del ciudadano vuelve a ser personal y que la ley general hace mutis por el foro; como en la Edad Media.
Ahora veamos el problema desde la situación de ése que llamamos el ciudadano común o del montón, que también puede acabar discriminado de rebote. Ponga que es usted varón, cuarentón o más (¡ay!), heterosexual, ateo y casado porque se casó hace un par de décadas. Va de cráneo. Para usted no hay escapatoria, pues la ley general ya no es general: es sólo para usted. Si usted no inscribe su matrimonio en el Registro Civil, no hay matrimonio que valga. Eso por no ser gitano. Si usted vuelve a casarse sin deshacer el matrimonio anterior, le castigarán penalmente como bígamo. Eso por no ser pareja de hecho. Si a usted se le va malamente la cabeza un día y le grita a su esposa o le da un azote a su hijo pequeño, le van a dictar una orden de alejamiento, para empezar, seguramente por no ser musulmán y porque ella y él no se callan (y hacen bien) como si fueran musulmanes. Y así sucesivamente.
Está claro, si usted y yo no queremos ser y estar discriminados, hemos de proclamarnos grupo de uno y cultura unipersonal. A ver si cuela. Y, entre tanto, a seguir luchando por la igualdad, pero en serio.
1 comentario:
Aquí sólo hay derechos, obligaciones... para los de siempre, taclaro.
Las monjas se están organizando para ir de peregrinación a Estrasburgo, se casaron con Dios y no está claro que resucitara.
Un cordial saludo.
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