Supongan que un ciudadano del montón le viene a usted un día con el Código Civil, el Código Penal o la Ley de Montes en la mano y le pregunta por qué es Derecho eso que está ahí y no son Derecho, en cambio, las órdenes que intenta darle su suegra cada domingo durante la comida familiar. La más inteligente respuesta con la que usted podría salir es ésta: es Derecho porque precisamente usted ha venido a preguntarme por qué es derecho eso, ese Código o esa ley, y no cualquier otra cosa. Si usted creyera que su suegra es fuente de Derecho y que sus mandatos son jurídicos (o que lo son precisamente cuando los emite en domingo y a la hora de comer), la habría traído a ella, o una grabación o transcripción de sus órdenes, con la misma pregunta.
Es obvio que lo que de particular tienen las normas jurídicas, la nota diferenciadora que las convierte en tales, en normas y en jurídicas, es precisamente esa curiosa circunstancia: que la gente de un momento y un lugar determinados (por ejemplo, ahora mismo y España) las ve normas y las ve jurídicas. No hay más tutía ni más vuelta de hoja. A eso se refería Hart con su regla de reconocimiento, a que Derecho es lo que una sociedad reconoce como Derecho. No muy distinto era lo que quería decir Kelsen al referirse a la norma fundamental: que es el acto de pensar una norma (un contenido prescriptivo proveniente de una voluntad) como jurídica (perteneciente a un conjunto o sistema que ahora mismo y aquí es llamado Derecho: el sistema de Derecho válido), lo que determina que una norma sea jurídica; pero que, como no podemos cada uno de nosotros creer que se trata de una norma jurídica nada más que porque a cada uno se le ocurra verla así y no de otro modo, es como si todos al tiempo presupusiéramos o diéramos contrafácticamente por sentado que hay una norma de normas que hace jurídicas a esas concretas normas que componen el sistema de normas jurídicas válidas.
Cualquier otra respuesta a la pregunta sobre la esencia constitutiva de lo jurídico es puro culto a fantasmagorías o concesión a la metafísica más estéril. Repasemos algunos ejemplos de ese modo de perderse en especulaciones imposibles, tan propio de los que se ganan la vida como teóricos del Derecho y/o de los que pretenden que Derecho sea sólo lo que a ellos particularmente se les antoje.
Hay quien sostiene que ciertos contenidos del Derecho forman parte del orden de la Creación, razón por la que son contenidos necesarios de todo sistema jurídico posible, de todo Derecho que en verdad sea Derecho y no mala imitación o impostura bajo forma falsamente jurídica. De la misma manera que Dios habría hecho, tal como son, el ala del águila o la flor del almendro, así también habría decidido Dios que cierto comportamiento esté desde siempre y para siempre prohibido, permitido o mandado por el Derecho. El almendro no da margaritas por la misma razón que el Derecho no puede mandar, permitir o prohibir según qué conductas: porque Dios así lo dispuso en su Día. Ejemplos que han solido mencionarse de tales normas “jurídicas” son las que prohíben -y consiguientemente castigan- las relaciones homosexuales o el divorcio. El iusnaturalismo tradicional, de base teológica, representa el prototipo de ese planteamiento y su producto es el derecho natural: junto al derecho positivo, el que los individuos agrupados en sociedad se dan a sí mismos mediante cualquier forma de legislación, existiría el derecho natural, compuesto por aquellas normas que como Derecho, y Derecho supremo, han sido puestas por Dios en el mundo, igual y por la misma razón que puso las montañas del Himalaya o las hormigas en los hormigueros: porque le dio la gana. En consecuencia, el derecho natural no es natural, y tampoco es natural nada de lo que llamamos naturaleza, pues todo ello sería creación artificial de Dios; sólo que a lo creado artificialmente por Dios lo llamaríamos naturaleza. De ahí que la naturaleza haya de ser íntegramente respetada y hasta venerada. Hoy ese modo de pensar es propio del ecologismo, aunque muchos ecologistas ya no tengan conciencia de la raíz religiosa de sus posturas. Y con esto nada decimos ni a favor ni en contra del ecologismo, conste; ni de Dios.
En tiempos del racionalismo, la Ilustración y la tolerancia religiosa, una parte del iusnaturalismo prescindió, como hipótesis, de la autoría divina del derecho natural y mantuvo que hay normas jurídicas no legisladas por nadie -ni por Dios siquiera- que son contenido o límite necesario de todo Derecho nada más que porque así lo impone la razón. ¿Qué razón? La razón humana. ¿Se las inventa esa razón? No, las halla grabadas en la naturaleza humana. ¿Por quién? Por nadie, las cosas son así porque sí. De la misma manera que es así y porque sí, “naturalmente”, que un ser humano no pueda por sí volar o correr a pie y sin trampa ni cartón los cien metros en dos segundos, es así y porque sí, “naturalmente”, que un ser humano no puede mantener lícitamente relaciones homosexuales. Se supone que lo uno -no poder volar o correr los cien metros en dos segundos- y lo otro -la ilicitud jurídica de las relaciones homosexuales- es igual de obvio y de “natural”, pues una cosa y la otra vienen determinadas por la naturaleza o ser propio y necesario de lo humano.
Un pequeño detalle pone en aprieto a estos iusnaturalistas. Todos los que tengan dos dedos de frente captarán de inmediato que no es posible que un hombre vuele o corra a esa velocidad, pues resulta materialmente inviable. En cambio, ningún obstáculo material se opone a que dos personas del mismo sexo puedan obtener placer sexual en común. En este punto es donde el iusnaturalista necesariamente se muestra como antimaterialista y metafísico: no sólo existe la realidad material o empírica, con sus determinaciones causales; también hay una realidad inmaterial, no empírica, supraempírica. Traducido al ser humano y su naturaleza, resulta que tiene cuerpo y alma, una parte material y otra espiritual, ambas igual de naturales y predeterminadas. Es la parte material la que no puede volar o correr tan rápido y es la parte espiritual o anímica la que no permite mantener lícitamente relaciones homosexuales. Las leyes de la naturaleza, que llamamos leyes científicas cuando la ciencia las descubre y las explicita, dan cuenta de cómo se rige el mundo material o empírico; las leyes del derecho natural son las que muestran cómo se rige el mundo, también “natural”, del espíritu o el alma humana. Mi disposición fisiológica, unida a la ley de la gravedad, me impide volar. Mi disposición moral, unida a una norma de derecho natural, me impide tener lícitamente relaciones homosexuales. Mi disposición fisiológica es tan natural e ineluctable como natural e ineluctable es mi disposición moral; y tan ley natural es la ley de la gravedad, como ley natural es la que obsta a que pueda yo entrar en relación sexual con persona de mi mismo género. El mundo es así tanto en un aspecto como en otro, natural, inmodificable, inapelable. Y punto.
Pero esa bipartición, esa dualidad del mundo y de los humanos, con su parte material y su parte espiritual o de alma, no pone fin a los problemas del iusnaturalismo. Porque está claro que cuando decimos que yo no puedo volar y que yo no puedo tener relaciones sexuales con otro hombre estamos empleando el verbo “poder” en dos sentidos bien diferentes. En el primer caso, “no puedo” significa que me es materialmente imposible; en el segundo caso, “no puedo” quiere decir que me está prohibido, aunque materialmente puedo más que de sobra. La prueba, precisamente, de que lo que el derecho natural declara normativamente vedado es materialmente posible es que los iusnaturalistas tienen que tomarse la molestia de declararlo prohibido, ya que no sólo es en sí viable, sino de lo más común cuando no está la autoridad castigando la vulneración de esas prohibiciones. El mejor indicio de lo poco “natural” que es el derecho natural es que las personas tienden espontáneamente, naturalmente, a hacer muchísimas de las cosas que el iusnaturalismo suele proscribir. De modo que cuando algún iusnaturalista dice, en aplicación del iusnaturalismo al que se acoja -hay muchos y variados- que tal cosa no se puede hacer porque el derecho natural la impide, sólo quiere en verdad decir esto otro: que tal cosa no se debe hacer porque la autoridad social debe castigar la vulneración de la norma que veda eso que alguien con toda “naturalidad” puede materialmente hacer y suele querer hacer.
El derecho natural resulta un derecho bien extraño, pues es ineficaz por definición. En lo que tenga de “natural”, carece de sentido que se recoja en normas. Si “natural”, es decir, acorde con nuestra naturaleza humana, es que no podamos volar “a pelo”, se mostraría de lo más absurda una norma que dijera que nos está prohibido volar “a pelo”. Cuando se norma es porque no nos movemos en el ámbito de lo natural, sino de lo social, artificial, artificioso y, en consecuencia, contingente por definición. Decimos, pues, que el derecho natural es ineficaz por definición porque lo que el iusnaturalismo de todos los tiempos ha hecho y hace es apelar a las instituciones jurídicas, creadas por el derecho positivo -los legisladores, los jueces, los gobiernos y sus servidores públicos-, para que se hagan valer y se fuerce el cumplimiento de esas normas que por sí y “naturalmente” no se cumplen, aunque sean tan “naturales”. Cuando el iusnaturalista proclama que es contraria al derecho natural la práctica sexual homosexual no sostiene que es imposible que tal práctica acontezca (igual que es imposible que volemos), sino que, por ser perfectamente posible y probable, deben las instituciones jurídico-positivas castigar duramente al que en ellas incurra. El derecho natural sirve, por tanto, para hacer socialmente imposible lo que es naturalmente viable. Exactamente igual que el derecho positivo. Por eso el derecho natural no existe ni puede existir, aunque sí nos tropecemos con muchos iusnaturalistas que lo que pretenden siempre es simplemente contar como legisladores supremos, y aunque nadie sepa a cuento de qué ha de hacérseles a ellos más caso que al resto de la gente a la hora de fijar las normas básicas de la convivencia común.
Es obvio que lo que de particular tienen las normas jurídicas, la nota diferenciadora que las convierte en tales, en normas y en jurídicas, es precisamente esa curiosa circunstancia: que la gente de un momento y un lugar determinados (por ejemplo, ahora mismo y España) las ve normas y las ve jurídicas. No hay más tutía ni más vuelta de hoja. A eso se refería Hart con su regla de reconocimiento, a que Derecho es lo que una sociedad reconoce como Derecho. No muy distinto era lo que quería decir Kelsen al referirse a la norma fundamental: que es el acto de pensar una norma (un contenido prescriptivo proveniente de una voluntad) como jurídica (perteneciente a un conjunto o sistema que ahora mismo y aquí es llamado Derecho: el sistema de Derecho válido), lo que determina que una norma sea jurídica; pero que, como no podemos cada uno de nosotros creer que se trata de una norma jurídica nada más que porque a cada uno se le ocurra verla así y no de otro modo, es como si todos al tiempo presupusiéramos o diéramos contrafácticamente por sentado que hay una norma de normas que hace jurídicas a esas concretas normas que componen el sistema de normas jurídicas válidas.
Cualquier otra respuesta a la pregunta sobre la esencia constitutiva de lo jurídico es puro culto a fantasmagorías o concesión a la metafísica más estéril. Repasemos algunos ejemplos de ese modo de perderse en especulaciones imposibles, tan propio de los que se ganan la vida como teóricos del Derecho y/o de los que pretenden que Derecho sea sólo lo que a ellos particularmente se les antoje.
Hay quien sostiene que ciertos contenidos del Derecho forman parte del orden de la Creación, razón por la que son contenidos necesarios de todo sistema jurídico posible, de todo Derecho que en verdad sea Derecho y no mala imitación o impostura bajo forma falsamente jurídica. De la misma manera que Dios habría hecho, tal como son, el ala del águila o la flor del almendro, así también habría decidido Dios que cierto comportamiento esté desde siempre y para siempre prohibido, permitido o mandado por el Derecho. El almendro no da margaritas por la misma razón que el Derecho no puede mandar, permitir o prohibir según qué conductas: porque Dios así lo dispuso en su Día. Ejemplos que han solido mencionarse de tales normas “jurídicas” son las que prohíben -y consiguientemente castigan- las relaciones homosexuales o el divorcio. El iusnaturalismo tradicional, de base teológica, representa el prototipo de ese planteamiento y su producto es el derecho natural: junto al derecho positivo, el que los individuos agrupados en sociedad se dan a sí mismos mediante cualquier forma de legislación, existiría el derecho natural, compuesto por aquellas normas que como Derecho, y Derecho supremo, han sido puestas por Dios en el mundo, igual y por la misma razón que puso las montañas del Himalaya o las hormigas en los hormigueros: porque le dio la gana. En consecuencia, el derecho natural no es natural, y tampoco es natural nada de lo que llamamos naturaleza, pues todo ello sería creación artificial de Dios; sólo que a lo creado artificialmente por Dios lo llamaríamos naturaleza. De ahí que la naturaleza haya de ser íntegramente respetada y hasta venerada. Hoy ese modo de pensar es propio del ecologismo, aunque muchos ecologistas ya no tengan conciencia de la raíz religiosa de sus posturas. Y con esto nada decimos ni a favor ni en contra del ecologismo, conste; ni de Dios.
En tiempos del racionalismo, la Ilustración y la tolerancia religiosa, una parte del iusnaturalismo prescindió, como hipótesis, de la autoría divina del derecho natural y mantuvo que hay normas jurídicas no legisladas por nadie -ni por Dios siquiera- que son contenido o límite necesario de todo Derecho nada más que porque así lo impone la razón. ¿Qué razón? La razón humana. ¿Se las inventa esa razón? No, las halla grabadas en la naturaleza humana. ¿Por quién? Por nadie, las cosas son así porque sí. De la misma manera que es así y porque sí, “naturalmente”, que un ser humano no pueda por sí volar o correr a pie y sin trampa ni cartón los cien metros en dos segundos, es así y porque sí, “naturalmente”, que un ser humano no puede mantener lícitamente relaciones homosexuales. Se supone que lo uno -no poder volar o correr los cien metros en dos segundos- y lo otro -la ilicitud jurídica de las relaciones homosexuales- es igual de obvio y de “natural”, pues una cosa y la otra vienen determinadas por la naturaleza o ser propio y necesario de lo humano.
Un pequeño detalle pone en aprieto a estos iusnaturalistas. Todos los que tengan dos dedos de frente captarán de inmediato que no es posible que un hombre vuele o corra a esa velocidad, pues resulta materialmente inviable. En cambio, ningún obstáculo material se opone a que dos personas del mismo sexo puedan obtener placer sexual en común. En este punto es donde el iusnaturalista necesariamente se muestra como antimaterialista y metafísico: no sólo existe la realidad material o empírica, con sus determinaciones causales; también hay una realidad inmaterial, no empírica, supraempírica. Traducido al ser humano y su naturaleza, resulta que tiene cuerpo y alma, una parte material y otra espiritual, ambas igual de naturales y predeterminadas. Es la parte material la que no puede volar o correr tan rápido y es la parte espiritual o anímica la que no permite mantener lícitamente relaciones homosexuales. Las leyes de la naturaleza, que llamamos leyes científicas cuando la ciencia las descubre y las explicita, dan cuenta de cómo se rige el mundo material o empírico; las leyes del derecho natural son las que muestran cómo se rige el mundo, también “natural”, del espíritu o el alma humana. Mi disposición fisiológica, unida a la ley de la gravedad, me impide volar. Mi disposición moral, unida a una norma de derecho natural, me impide tener lícitamente relaciones homosexuales. Mi disposición fisiológica es tan natural e ineluctable como natural e ineluctable es mi disposición moral; y tan ley natural es la ley de la gravedad, como ley natural es la que obsta a que pueda yo entrar en relación sexual con persona de mi mismo género. El mundo es así tanto en un aspecto como en otro, natural, inmodificable, inapelable. Y punto.
Pero esa bipartición, esa dualidad del mundo y de los humanos, con su parte material y su parte espiritual o de alma, no pone fin a los problemas del iusnaturalismo. Porque está claro que cuando decimos que yo no puedo volar y que yo no puedo tener relaciones sexuales con otro hombre estamos empleando el verbo “poder” en dos sentidos bien diferentes. En el primer caso, “no puedo” significa que me es materialmente imposible; en el segundo caso, “no puedo” quiere decir que me está prohibido, aunque materialmente puedo más que de sobra. La prueba, precisamente, de que lo que el derecho natural declara normativamente vedado es materialmente posible es que los iusnaturalistas tienen que tomarse la molestia de declararlo prohibido, ya que no sólo es en sí viable, sino de lo más común cuando no está la autoridad castigando la vulneración de esas prohibiciones. El mejor indicio de lo poco “natural” que es el derecho natural es que las personas tienden espontáneamente, naturalmente, a hacer muchísimas de las cosas que el iusnaturalismo suele proscribir. De modo que cuando algún iusnaturalista dice, en aplicación del iusnaturalismo al que se acoja -hay muchos y variados- que tal cosa no se puede hacer porque el derecho natural la impide, sólo quiere en verdad decir esto otro: que tal cosa no se debe hacer porque la autoridad social debe castigar la vulneración de la norma que veda eso que alguien con toda “naturalidad” puede materialmente hacer y suele querer hacer.
El derecho natural resulta un derecho bien extraño, pues es ineficaz por definición. En lo que tenga de “natural”, carece de sentido que se recoja en normas. Si “natural”, es decir, acorde con nuestra naturaleza humana, es que no podamos volar “a pelo”, se mostraría de lo más absurda una norma que dijera que nos está prohibido volar “a pelo”. Cuando se norma es porque no nos movemos en el ámbito de lo natural, sino de lo social, artificial, artificioso y, en consecuencia, contingente por definición. Decimos, pues, que el derecho natural es ineficaz por definición porque lo que el iusnaturalismo de todos los tiempos ha hecho y hace es apelar a las instituciones jurídicas, creadas por el derecho positivo -los legisladores, los jueces, los gobiernos y sus servidores públicos-, para que se hagan valer y se fuerce el cumplimiento de esas normas que por sí y “naturalmente” no se cumplen, aunque sean tan “naturales”. Cuando el iusnaturalista proclama que es contraria al derecho natural la práctica sexual homosexual no sostiene que es imposible que tal práctica acontezca (igual que es imposible que volemos), sino que, por ser perfectamente posible y probable, deben las instituciones jurídico-positivas castigar duramente al que en ellas incurra. El derecho natural sirve, por tanto, para hacer socialmente imposible lo que es naturalmente viable. Exactamente igual que el derecho positivo. Por eso el derecho natural no existe ni puede existir, aunque sí nos tropecemos con muchos iusnaturalistas que lo que pretenden siempre es simplemente contar como legisladores supremos, y aunque nadie sepa a cuento de qué ha de hacérseles a ellos más caso que al resto de la gente a la hora de fijar las normas básicas de la convivencia común.
1 comentario:
Estimado profesor:
El ejemplo escogido para reseñar la polisemia del verbo poder (las relaciones homosexuales) sospecho que será considerado ventajista por aquellos iusnaturalistas no conservadores (que haberlos haylos). Supongo que ellos preferirán coger un ejemplo en el cual saben que tendrán mucha más gente a favor: la falta de potestad de un individuo para matar a otro. Considerarán el "derecho a la vida" un derecho natural mucho menos innegable que el derecho a mantener relaciones homosexuales e indicarán que es obvio que el "no matarás" no sólo tiene una base social y teológica rastreable hasta el principio de los tiempos, sino que insistirán en que es connatural a la esencia humana.
Obviamente, la capacidad de matar a otros es algo que por desgracia queda patente todos los días. No obstante, la prohibición del homicidio es una norma general que aparece en toda cultura (con diversos grados de excepción en cada una de ellas).
Decía Kant que había dos cosas que le maravillaban: la inmensidad del infinito fuera de él y la "Ley moral" dentro de él.
Es innegable que muchas personas alegarán que se sienten íntimamente incapaces de matar a un semejante y que para ello no necesitan normas coactivas ni estatales ni morales. Afirmarán vehementemente que en su condición de ser humano-persona, les resulta imposible atentar contra la vida ajena. Los iusnaturalistas aprovecharán esta bonhomía para señalar que es consustancial a la naturaleza humana y que quien no siente del mismo modo, padce algún tipo de desviación (argumento similar al que los más tradicionalistas usan para explicar las pulsiones homosexuales).
Ahora bien, ¿acaso el edificio ético de una persona es innato y carece de influencias ambientales? Lo que los marxistas denominaban "superestructura" nos deja una impronta queramos o no. A quienes alegan sentir en su propia naturaleza la incapacidad de agredir al semejante, habría que preguntarles si tendrían las mismas ideas y sentimientos de haber nacido en la Esparta del siglo V a.C.
Dice Gustavo Bueno (entre otros) que lo que entendemos por "Derechos Naturales" no son más que derechos positivos tan ancestrales que han acabado siendo reconocidos como señas de identidad social (ubi societas, ibi Ius).
Al respecto, no sólo considero ésta la visión acertada, sino plenamente coincidente con la teoría evolutiva de las Instituciones Sociales tan bien explicada por el profesor Martínez Meseguer en el marco del liberalismo austríaco y siguiendo las tesis de Friedrich A. von Hayek.
El Derecho es un producto elaborado muy lentamente por generaciones, mediante un larguísimo proceso de decantación y falsabilidad, prueba y error, hasta seleccionar las normativas más adecuadas para un orden social que influye y a su vez es influido por el orden normativo que alumbra.
Por eso las revoluciones y el hiperracionalismo suelen ser tan desastrosos (incluso cuando están motivadas por ideas espléndidas o situaciones de repugnante injusticia), porque denuestan ese largo proceso de elaboración y sedimentación de los principios ordenadores de la vida social.
Me ha resultado muy interesante la entrada y espero con atención las siguientes sobre el tema. Perdón por la extensión de mi comentario.
Saludos.
Publicar un comentario