(Publicado hoy en El Mundo)
Anda haciendo mucho ruido por Europa el informe Partenariado euroamericano: un nuevo enfoque, promovido por Notre Europe (el laboratorio de pensamiento impulsado por Jacques Delors) y elaborado por unos cuantos personajes relevantes entre los cuales se encuentran Romano Prodi, Guy Verhofstadt, Jerzy Buzek, Joschka Fischer y el propio Delors.
Dejando aparte el uso de la palabreja partenariado, no aceptada por la RAE y que nosotros deberíamos traducir como alianza, lo cierto es que la calidad de los autores aviva la curiosidad. A algunos de ellos muchos les seguimos porque son especialmente lúcidos. ¿Cómo no acordarnos del discurso de Joschka Fischer en la Universidad Humboldt de Berlín pronunciado el 12 de mayo de 2000? Jacques Delors ha sido el presidente más capaz de la Comisión europea hasta este momento -indispensables sus Memoires-. A Guy Verhofstadt, jefe de los diputados liberales que se sientan en el Parlamento europeo, le escucho -excluidos los inevitables pasteleos políticos en los que incurre- con especial atención en los debates, y he leído con provecho algunos de sus libros, como por ejemplo Les États-Unis d´Europe (2006).
A juicio de estos hombres, «la alianza euroamericana debe ser renovada pero también ser consciente de que no puede pretender guiar al mundo». Porque los dos pilares del poder americano, a saber, la supremacía militar y la económica, se encuentran en un momento de enorme fragilidad. Y, por lo que se refiere a Europa, es claro que este continente corre el riesgo, si no refuerza su unidad, «de llegar a ser insignificante».
Todo ello hace que el liderazgo occidental esté en entredicho, pues los desafíos que presenta la globalización no pueden ser resueltos ya sin la ayuda de Rusia, de China y de otras potencias mundiales.
Javier Solana acaba de decir que estamos asistiendo a una «desoccidentalización» del mundo, propiciada por la pérdida de vitalidad demográfica y de empuje económico de los países que han cargado con el gobierno del planeta en los últimos dos siglos. Muestra de ello es que los europeos y los americanos no aciertan a resolver las crisis internacionales: ni Irán, ni Irak, ni Corea del Norte, ni el Medio Oriente… Pero tampoco los aspectos esenciales del clima o de la salud pueden ser hoy ya afrontados sin apoyos mundiales.
En esta dirección, que mira hacia un nuevo Oriente, es revelador el libro L´Europe et le mythe de l´Occident (2009), de Georges Corm, cuyas conclusiones no comparto pero que resultan igualmente inquietantes.
Desde la perspectiva europea, el retroceso de la UE en el sistema internacional es incontestable. La participación de Europa en el comercio mundial no ha parado de bajar desde hace 15 años en beneficio de países emergentes. Y para acabar de estropearlo, la crisis económica nos ha golpeado de manera dramática. Asimismo, la bandera de la innovación técnica hace tiempo que nos la han arrebatado los espabilados de otros continentes. ¿Hace falta recordar la dependencia energética europea de tres zonas inestables del planeta -Rusia, Medio Oriente y África- en las cuales nuestra influencia política es muy limitada?
Aparte de las peculiares características de su integración política, si Europa tiene dificultades para encontrar su espacio es porque carece de voz en las grandes instituciones internacionales (con alguna excepción, como es el caso de la Organización Mundial del Comercio). Si esto no fuera ya suficiente lastre, resulta que además los diversos Estados europeos no siempre defienden lo mismo, por ejemplo ante el G-20, incluso en los casos en que han hecho esfuerzos por adoptar una política común.
El diagnóstico es claro: la debilidad relativa de Europa y la confusión en que se debate por la «brutalidad» de la crisis económica deben llevarnos a volver a pensar el conjunto del proyecto europeo así como nuestro papel en el orden internacional.
En este contexto, la insuficiencia del marco nacional de los Estados «salta a los ojos». No son ciertamente inútiles en términos de identificación y de legitimidad política, pero sí de eficacia colectiva duradera. Su pretensión de autosuficiencia la contradicen a diario los hechos, y por ello el marco europeo es el único que se revela como verdaderamente satisfactorio.
Es verdad que la unanimidad ha sido consagrada por el Tratado de Lisboa como la regla para el funcionamiento del Consejo europeo, pero «es precisamente esta garantía otorgada a las soberanías nacionales la que debe incitar a los Estados a buscar sistemáticamente la unidad en el seno de ese Consejo, para poder presentarse como un actor único y asegurar así la presencia colectiva de la UE en el conjunto de la escena internacional».
Una regla esta, la de la unanimidad, que felizmente no rige ya en otros ámbitos, por lo que se impone extraer las consecuencias de lo que esa ruptura trascendental ha supuesto. Porque las soberanías nacionales no pueden ejercerse «sin límites» es por lo que debe contemplarse con la máxima preocupación el renacer de los intereses particulares de los Estados, en forma de proteccionismo y otros modos de estirar el cuello.
La conclusión es por tanto evidente: «la historia demuestra que los Estados, incluidos aquellos más poderosos, no pueden ser influyentes sino unidos. Dividida, Europa no cuenta. Unidos, los europeos tienen la posibilidad de llegar a ser uno de los motores del nuevo gobierno de la mundialización».
Pues bien, esa Europa unida debe sellar una nueva alianza con EEUU. A la Casa Blanca también le interesa esa sinergia porque la debilidad europea, su reducción al status de «Suiza del mundo», sería un obstáculo enorme para los propios intereses americanos, que se encontrarían solos frente a la pujanza asiática.
A esa nueva alianza ha de contribuir el hecho de que es justamente la mundialización la que ha relativizado la importancia de las alianzas militares. Es cierto que la OTAN sigue siendo capital, pero otros elementos de las relaciones euroamericanas tienen hoy recorridos comunes, como la gestión de los problemas económicos y financieros, la protección del ambiente, el programa nuclear iraní o la lucha contra las redes del terrorismo internacional. Es decir, «la vitalidad de la relación euro-americana ya no se identifica únicamente, en esta era de la mundialización, con las cuestiones estratégicas ni tampoco con el cuadro institucional de la OTAN».
Ha llegado la hora solemne de que América tome nota: la opción imperial ya no es una posibilidad. Europa, por su parte, debe hacer lo mismo con su nostalgia de las «independencias nacionales» y recordar, con Mitterrand, que «el nacionalismo es la guerra».
Todo ello conduce a la Europa federal que, por cierto, ya existe en parte, pues es falso que Europa sea hoy una confederación mal cosida. Por el contrario, hay en la construcción europea elementos claramente federales, de entre los cuales acaso sea la aplicación del Derecho por el Tribunal de Justicia el ejemplo más cabal.
Se trata por tanto de que la vitamina federal robustezca al resto de las instituciones y afiance sus raíces, reforzando la unidad financiera y fiscal, articulando una política económica común, aparejando los instrumentos para la creación de un presupuesto europeo. ¿Qué tal por ejemplo si los presupuestos de los Estados, antes de ser aprobados, pasaran el examen de las instituciones europeas?
Lo escribió Jean Monnet: «no se trata, al construir este gran edificio, de negociar ventajas sino de buscar la ventaja común». ¿Un castillo de espumas? No: hablo de la identificación de los colores del interés general europeo, que algún día deberá trasladar al lienzo un órgano muy alejado de la actual entumecida y maniatada Comisión. Se llamará Gobierno europeo.
Dejando aparte el uso de la palabreja partenariado, no aceptada por la RAE y que nosotros deberíamos traducir como alianza, lo cierto es que la calidad de los autores aviva la curiosidad. A algunos de ellos muchos les seguimos porque son especialmente lúcidos. ¿Cómo no acordarnos del discurso de Joschka Fischer en la Universidad Humboldt de Berlín pronunciado el 12 de mayo de 2000? Jacques Delors ha sido el presidente más capaz de la Comisión europea hasta este momento -indispensables sus Memoires-. A Guy Verhofstadt, jefe de los diputados liberales que se sientan en el Parlamento europeo, le escucho -excluidos los inevitables pasteleos políticos en los que incurre- con especial atención en los debates, y he leído con provecho algunos de sus libros, como por ejemplo Les États-Unis d´Europe (2006).
A juicio de estos hombres, «la alianza euroamericana debe ser renovada pero también ser consciente de que no puede pretender guiar al mundo». Porque los dos pilares del poder americano, a saber, la supremacía militar y la económica, se encuentran en un momento de enorme fragilidad. Y, por lo que se refiere a Europa, es claro que este continente corre el riesgo, si no refuerza su unidad, «de llegar a ser insignificante».
Todo ello hace que el liderazgo occidental esté en entredicho, pues los desafíos que presenta la globalización no pueden ser resueltos ya sin la ayuda de Rusia, de China y de otras potencias mundiales.
Javier Solana acaba de decir que estamos asistiendo a una «desoccidentalización» del mundo, propiciada por la pérdida de vitalidad demográfica y de empuje económico de los países que han cargado con el gobierno del planeta en los últimos dos siglos. Muestra de ello es que los europeos y los americanos no aciertan a resolver las crisis internacionales: ni Irán, ni Irak, ni Corea del Norte, ni el Medio Oriente… Pero tampoco los aspectos esenciales del clima o de la salud pueden ser hoy ya afrontados sin apoyos mundiales.
En esta dirección, que mira hacia un nuevo Oriente, es revelador el libro L´Europe et le mythe de l´Occident (2009), de Georges Corm, cuyas conclusiones no comparto pero que resultan igualmente inquietantes.
Desde la perspectiva europea, el retroceso de la UE en el sistema internacional es incontestable. La participación de Europa en el comercio mundial no ha parado de bajar desde hace 15 años en beneficio de países emergentes. Y para acabar de estropearlo, la crisis económica nos ha golpeado de manera dramática. Asimismo, la bandera de la innovación técnica hace tiempo que nos la han arrebatado los espabilados de otros continentes. ¿Hace falta recordar la dependencia energética europea de tres zonas inestables del planeta -Rusia, Medio Oriente y África- en las cuales nuestra influencia política es muy limitada?
Aparte de las peculiares características de su integración política, si Europa tiene dificultades para encontrar su espacio es porque carece de voz en las grandes instituciones internacionales (con alguna excepción, como es el caso de la Organización Mundial del Comercio). Si esto no fuera ya suficiente lastre, resulta que además los diversos Estados europeos no siempre defienden lo mismo, por ejemplo ante el G-20, incluso en los casos en que han hecho esfuerzos por adoptar una política común.
El diagnóstico es claro: la debilidad relativa de Europa y la confusión en que se debate por la «brutalidad» de la crisis económica deben llevarnos a volver a pensar el conjunto del proyecto europeo así como nuestro papel en el orden internacional.
En este contexto, la insuficiencia del marco nacional de los Estados «salta a los ojos». No son ciertamente inútiles en términos de identificación y de legitimidad política, pero sí de eficacia colectiva duradera. Su pretensión de autosuficiencia la contradicen a diario los hechos, y por ello el marco europeo es el único que se revela como verdaderamente satisfactorio.
Es verdad que la unanimidad ha sido consagrada por el Tratado de Lisboa como la regla para el funcionamiento del Consejo europeo, pero «es precisamente esta garantía otorgada a las soberanías nacionales la que debe incitar a los Estados a buscar sistemáticamente la unidad en el seno de ese Consejo, para poder presentarse como un actor único y asegurar así la presencia colectiva de la UE en el conjunto de la escena internacional».
Una regla esta, la de la unanimidad, que felizmente no rige ya en otros ámbitos, por lo que se impone extraer las consecuencias de lo que esa ruptura trascendental ha supuesto. Porque las soberanías nacionales no pueden ejercerse «sin límites» es por lo que debe contemplarse con la máxima preocupación el renacer de los intereses particulares de los Estados, en forma de proteccionismo y otros modos de estirar el cuello.
La conclusión es por tanto evidente: «la historia demuestra que los Estados, incluidos aquellos más poderosos, no pueden ser influyentes sino unidos. Dividida, Europa no cuenta. Unidos, los europeos tienen la posibilidad de llegar a ser uno de los motores del nuevo gobierno de la mundialización».
Pues bien, esa Europa unida debe sellar una nueva alianza con EEUU. A la Casa Blanca también le interesa esa sinergia porque la debilidad europea, su reducción al status de «Suiza del mundo», sería un obstáculo enorme para los propios intereses americanos, que se encontrarían solos frente a la pujanza asiática.
A esa nueva alianza ha de contribuir el hecho de que es justamente la mundialización la que ha relativizado la importancia de las alianzas militares. Es cierto que la OTAN sigue siendo capital, pero otros elementos de las relaciones euroamericanas tienen hoy recorridos comunes, como la gestión de los problemas económicos y financieros, la protección del ambiente, el programa nuclear iraní o la lucha contra las redes del terrorismo internacional. Es decir, «la vitalidad de la relación euro-americana ya no se identifica únicamente, en esta era de la mundialización, con las cuestiones estratégicas ni tampoco con el cuadro institucional de la OTAN».
Ha llegado la hora solemne de que América tome nota: la opción imperial ya no es una posibilidad. Europa, por su parte, debe hacer lo mismo con su nostalgia de las «independencias nacionales» y recordar, con Mitterrand, que «el nacionalismo es la guerra».
Todo ello conduce a la Europa federal que, por cierto, ya existe en parte, pues es falso que Europa sea hoy una confederación mal cosida. Por el contrario, hay en la construcción europea elementos claramente federales, de entre los cuales acaso sea la aplicación del Derecho por el Tribunal de Justicia el ejemplo más cabal.
Se trata por tanto de que la vitamina federal robustezca al resto de las instituciones y afiance sus raíces, reforzando la unidad financiera y fiscal, articulando una política económica común, aparejando los instrumentos para la creación de un presupuesto europeo. ¿Qué tal por ejemplo si los presupuestos de los Estados, antes de ser aprobados, pasaran el examen de las instituciones europeas?
Lo escribió Jean Monnet: «no se trata, al construir este gran edificio, de negociar ventajas sino de buscar la ventaja común». ¿Un castillo de espumas? No: hablo de la identificación de los colores del interés general europeo, que algún día deberá trasladar al lienzo un órgano muy alejado de la actual entumecida y maniatada Comisión. Se llamará Gobierno europeo.
Francisco Sosa Wagner, catedrático y eurodiputado por UPyD. Su último libro es Juristas en la Segunda República (Marcial Pons, 2009).
1 comentario:
Delors, más que el mejor -que no se lo disputo- ha sido el último digno de tal nombre. Siguieron una tristeza -Santer-, un interino -Marín-, un narcoléptico -Prodi- y un mascarón de proa -Barroso-.
Este último es con mucho el peor, y citaré sólo un botón de muestra - el fraude griego. La Comisión es institucionalmente la guardiana de los Tratados. Pues bien, los griegos se la han metido hasta donde pone Toledo. En un utópico mundo donde ciudadanos y parlamentos exigiesen responsabilidades a sus gobernantes, mínimo Barroso y Almunia tendrían que haber sido cesados.
En cuanto a la cuestión de la influencia de Europa en el mundo, no puede ser cuantificada como participación en el comercio o en la producción. ¡Por supuesto que su cuota ha bajado! y es sano que baje, porque quiere decir que otros países están acercándose a nuestra injustificada posición de privilegio. Y más que bajará - en un mundo igualitario, que sé que no llegará, debería tender a igualarse con nuestra cuota de población.
La verdadera influencia también ha bajado -aunque a pesar de todo, la cola para entrar en el club sigue dando la vuelta a la manzana, y algo querrá decir-. Y si ha bajado, ha sido entre otras cosas por una acción estratégica de los mismos USA, y de su representante en la UE el Reino Unido. Barroso mismo es un claro resultado de esa acción estratégica - se quiere una Europa débil, inoperante, para lo que es esencial tener una Comisión exangüe. Las ampliaciones de 2004 y 2007, hechas sin tener claro un esquema institucional para funcionar con 27, eran una receta segura para la parálisis, y se sabía perfectamente.
(Que conste que las ampliaciones, país más, país menos, eran necesarias geopolíticamente - no critico que se hayan hecho, sino cómo). Además de ello, los USA han jugado activamente a crear división en el espacio político de la UE: primero, con la doble payasada criminal Irak/Afganistán, llevando la OTAN al Hindú Kush (que, como todo el mundo sabe, está bañado por el Atlántico Norte); segundo, con alegrías locales como el pseudoescudo antimisiles, o los guiños lunáticos a Ucrania y Georgia para que entren en la OTAN. Dulcis in fundo, USA y UK, cogidos de la manita, han montado el tinglado financiero más obsceno de la historia, que unido a sus influencias políticas, manejadas descaradamente, han dejado los balances públicos como unos zorros a lo largo y a lo ancho de la Unión.
En resumen: proponer una nueva alianza con los USA está muy bien. Ojalá se haga bien hecha. Pero requiere, para empezar, dos ingredientes básicos que hoy por hoy están completamente fuera del horizonte: la primera, aclararse las ideas sobre lo que es la UE y lo que quiere ser; la segunda, evidencia de que los USA van a mostrar lealtad y respeto. A fecha de hoy, dicho sea a calzón quitado, ni tenemos ideas claras, ni aliados leales.
Salud,
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