Acabo de ver en un diario jurídico la noticia sobre la sentencia que anula la sanción impuesta a un automovilista por conducir “bajo los efectos” del cannabis. En un control de los Mossos d´Esquadra, en 2008, dio positivo. No se cuestiona el control ni su fiabilidad como indicio del consumo real de la sustancia. Al parecer, se reconoció en el proceso que cuatro horas antes ese conductor había compartido un porro con unos amigos. Ya ven qué cosa. Lo que fundamenta la anulación de la sanción, que había consistido en multa de seiscientos euros y seis puntos del carnet de conducir, es que no quedó demostrado “que la mera presencia de sustancia influyera en la conducción”. La defensa había aducido que en ese tipo de pruebas, a diferencia de las de alcoholemia, sólo sale resultado positivo o negativo, sin graduaciones que permitan una consecuencia matizada y adaptada. Así, lo mismo se castiga al que ha tomado cantidades ínfimas de droga que al que se las ha administrado mayores. La sentencia reprocha a los agentes públicos que no hayan informado sobre posibles signos externos del conductor, signos de su limitada capacidad para ponerse al volante, tales como síntomas de fatiga o andar deambulante.
Hace poco también leía la referencia a una nueva sentencia que anula la sanción a un conductor que había dado positivo en el control de alcoholemia, pues no quedó patente por ese mero dato que tuviera alteradas sus condiciones para manejar el vehículo con seguridad.
Estamos instalados en una dinámica de punitivismo legislativo combinado con casuismo judicial. El malo y el bueno; nos falta el feo, aunque hay unos cuantos candidatos. El legislador se pasa el día gritándonos que todos al suelo y los jueces dicen hoy que sí, que vale, pero que no rige la orden para los rubios, pues se les ve aunque estén tumbados, y mañana que no se aplica a los bajitos, pues disimulan su presencia incluso en el caso de que se mantengan de pie y estirados. Y así todo el día. Lo único jurídicamente firme es la incerteza. Ya no hay hijo de madre que sepa cuál es la regla, de tantas excepciones como se apuntan un día sí y otro también, sin orden ni concierto, según que pinten oros o bastos.
El esquema suele ser siempre el mismo: se busca el fin de la norma y se arroja contra su letra. Con lo que, a la postre, de todas las normas se hacen directivas, normas meramente finalísticas o que nada más que prescriben resultados. Se acabó lo de supuesto de hecho y consecuencia jurídica, ahora todo es hágase en mí según tu palabra, señoría. En nuestro caso: que se sancione a los conductores cuyas condiciones ponen en peligro la vida y la integridad de los usuarios de las carreteras.
Y el proceso es doble, de ida y vuelta. Primeo se perpetran interpretaciones teleológicas muy estrictas, a fin de limitar el alcance de la letra. Así, si la norma dice que multa de tanto para el que conduzca con tal tasa de alcohol en sangre, se alega que es aquel objetivo de seguridad el que explica el precepto y que si, en un caso, no se demuestra que la conducción con dicha tasa afecta a la seguridad del manejo, no ha lugar a la sanción. Parece solución muy garantista y celosa de los derechos. ¿De cuáles? ¿De los de quién? Por de pronto, del que pueda buscarse un abogado hábil.
Pero agazapado espera el envés de ese mismo razonamiento, su otra cara: acabará sancionándose al que, sin dar esa proporción de alcohol, sí parezca un peligro para el tráfico, a juicio de la autoridad. Hoy se absuelve al que ha bebido pero conduce bien; mañana se condenará al que no ha bebido lo bastante según la pertinente norma, pero conduce mal. Al tiempo. Cierto que los requisitos del principio de legalidad son muy estrictos en materia penal. Pero todo se andará a base de casuismo, demagogia y cabezas de turco. En otras ramas del Derecho ya se han recorrido todos esos trechos. No hay más que ver el Derecho de Familia, que es ya desecho de las dos cosas, del Derecho y de la familia. Y en tantos otros temas.
Sobre ese tipo de ilícitos penales ya han debido de decirlo todo los amigos penalistas. Si no me equivoco, se trata de su debate sobre delitos de peligro abstracto y de peligro concreto. No se castiga a un sujeto por el daño o mal que ha producido, sino por el peligro que supone su proceder para los demás, aunque a ninguno en concreto ataque o dañe. No se me multa o se me quita el carnet por haber atropellado a alguien debido a que yo iba ebrio, sino por el riesgo de atropello, aunque no se consume en accidente ninguno. Y aquí viene el razonamiento que retratamos: si la razón de ser del castigo es el peligro que la conducta típica acarrea, en caso de que esa conducta, aun típica, no lleve consigo ese peligro, no hay delito. Con lo cual, lo que se tipifica no es una conducta sino un resultado hipotético. No te sancionan por conducir “colocado”, sino por ser, así, un peligro hipotético en la carretera. Si demuestras que has ganado el campeonato del mundo de conductores enchupitados hasta el alma, habrá que retirarte la sanción: vas seguro al volante aunque lleves encima media cosecha de Rioja.
Todos vemos a diario en las carreteras y autovías conductores que no dan pie con bola, con sus facultades patentemente limitadas y poniendo en muy serio riesgo la integridad de todo bicho viviente que, motorizado o no, se les acerque. Y no siempre, ni mucho menos, es porque se hayan tomado unas copas. Suele pasar, por ejemplo, por razones de edad; o de poca práctica al volante aunque el carnet tenga sus años. Los fieros domingueros son un pánico rodante. ¿Qué hacemos con ellos en aplicación de esa lógica teleológica, valga la expresión?
Algún juez echado p´adelante dirá: pues a por ellos, al trullo, lo primero es lo primero. Con un par de ponderaciones de principios constitucionales sale, seguro, la disculpa para cargarse el principio de legalidad, que, al fin y al cabo, es un principio más y, para más inri, con un tufo formalista que mete miedo. Alexy, padre y patrono de los principialistas de incensario, ya lo deja claro en su obra principal sobre la materia: el del 103 de la Ley Fundamental de Bonn es un principio más, simplemente. Puede perder contra otros con mayor sustancia. El del 103 es el principio de legalidad penal, aviso. Que ningún querubín jurídico se llame a engaño.
Pero a ese mismo juez y a los de las sentencias anteriores uno les replicaría así. Muy bien, majetones de mis entretelas, pero entonces vamos a ser congruentes. ¿Cuál es la finalidad de la norma que, bajo sanción, prohíbe circular en las autopistas y autovías a más de ciento veinte kilómetros por hora? Salvo que me justifiquen que el objetivo es el ahorro de combustibles fósiles, tendrán que convenir que se trata, de nuevo, de un fin de seguridad. Bueno, pues, si es así y no aplicamos la ley del embudo, habrá que hacer excepciones cuando el que va a ciento ochenta es Fernando Alonso o es Jaime Algersuari o, simplemente, un avezado piloto que tiene mayor dominio a esa velocidad que muchos abueletes a noventa. ¿Pedimos a la guardia civil que no sólo mande la foto tomada por el radar, sino que, además, pare al piloto de turno y lo someta a unas pruebas, aunque sean de videoconsola, a ver cuál es su concreta habilidad y cuánto peligro supone en la carretera a mucha marcha? ¿Por qué en unos casos sí y en otros no? Si el fin impera, ¿por qué no impera siempre? Lo dicho, con esta lógica acabará no habiendo más normas que las de este tipo: que se castigue fuertemente a los que en la carretera pongan a otros en peligro, y a los que no, no. A temblar todo Zeus.
¿El fin? ¿Siempre? ¿Y en otro tipo de delitos? Pongamos en los delitos de género, esos que justifican la mayor sanción para el varón porque no sólo se reprime la violencia en sí y sus resultados, sino lo que encierra de propósito de abusar de “posición dominante” y de prejuicio atávico. ¿Y si resulta que con mil testimonios se demuestra que el concreto señor X que –muy mal- le soltó la mano a su pareja (femenina; si es homo no hay agravación) ni es machista habitual ni trata desigualmente a las mujeres ni quería con la suya mostrar ningún tipo de tonta superioridad ni nada de nada? Como si la torta se la hubier dado a un varón, vamos. Y además pongan que no le hizo daño. ¿Cuela como razón desactivadora de la norma y su sanción –o de su plus de sanción-, por el hecho de que el fin no se vulnera aunque se cumplan los hechos, aunque materialmente se haya realizado la conducta típica?
No sería difícil –sí demasiado largo y seguro que innecesario- traer más ejemplos. Igual que podríamos aducir muestras de cómo normas penales se aplican por analogía en razón de su fin. Como cuando, hace un tiempo, un juez de Santander –creo- aplicó un delito “de género”, hecho sólo para parejas hetero (pero sin discriminar, ¿eh?, que ya dice el TC que está bien que cada cerdo tenga su sanmartín y que eso no atenta contra el 14), a un caso de parejas homo, y todo porque lo que importa es el tamaño del fin y no el detalle de que la norma penal correspondiente tipifique un colgajo más o menos como elemento del “tipo” del actor.
No trato de defender la aplicación ciega de toda ley, sea la que sea, y menos de la penal. Lo que sí propugno es la discreta retirada del legislador, y más del penal. Que sea delito nada más que lo que claramente lo merezca, dada la importancia del bien en juego y la relevancia del daño o peligro para el mismo. Menos normas y más congruentemente aplicadas, esa sería mi modesta propuesta. Que las excepciones las haga el legislador, todas las necesarias, muchas si quiere, para que sepamos todos y siempre a qué atenernos, en lo posible. Y que los jueces estén a lo suyo, que no es enmendar a nuestros representantes más o menos legítimos, sino impartir la justicia que marca la legalidad legítima, única justicia que no es capricho de nadie porque es voluntad de todos o, al menos, sentada por quienes entre todos hemos escogido para esa tarea de legislar.
Predicar en el desierto. Se lleva la metafísica pija travestida de constitucionalismo con mechas. Han cambiado el alzacuellos por el pañuelo palestino o el gabán de Armani, pero seguimos en las mismas manos: en las de los meapilas que se creen superiores al vulgo. Y no lo digo por los jueces precisamente.
Hace poco también leía la referencia a una nueva sentencia que anula la sanción a un conductor que había dado positivo en el control de alcoholemia, pues no quedó patente por ese mero dato que tuviera alteradas sus condiciones para manejar el vehículo con seguridad.
Estamos instalados en una dinámica de punitivismo legislativo combinado con casuismo judicial. El malo y el bueno; nos falta el feo, aunque hay unos cuantos candidatos. El legislador se pasa el día gritándonos que todos al suelo y los jueces dicen hoy que sí, que vale, pero que no rige la orden para los rubios, pues se les ve aunque estén tumbados, y mañana que no se aplica a los bajitos, pues disimulan su presencia incluso en el caso de que se mantengan de pie y estirados. Y así todo el día. Lo único jurídicamente firme es la incerteza. Ya no hay hijo de madre que sepa cuál es la regla, de tantas excepciones como se apuntan un día sí y otro también, sin orden ni concierto, según que pinten oros o bastos.
El esquema suele ser siempre el mismo: se busca el fin de la norma y se arroja contra su letra. Con lo que, a la postre, de todas las normas se hacen directivas, normas meramente finalísticas o que nada más que prescriben resultados. Se acabó lo de supuesto de hecho y consecuencia jurídica, ahora todo es hágase en mí según tu palabra, señoría. En nuestro caso: que se sancione a los conductores cuyas condiciones ponen en peligro la vida y la integridad de los usuarios de las carreteras.
Y el proceso es doble, de ida y vuelta. Primeo se perpetran interpretaciones teleológicas muy estrictas, a fin de limitar el alcance de la letra. Así, si la norma dice que multa de tanto para el que conduzca con tal tasa de alcohol en sangre, se alega que es aquel objetivo de seguridad el que explica el precepto y que si, en un caso, no se demuestra que la conducción con dicha tasa afecta a la seguridad del manejo, no ha lugar a la sanción. Parece solución muy garantista y celosa de los derechos. ¿De cuáles? ¿De los de quién? Por de pronto, del que pueda buscarse un abogado hábil.
Pero agazapado espera el envés de ese mismo razonamiento, su otra cara: acabará sancionándose al que, sin dar esa proporción de alcohol, sí parezca un peligro para el tráfico, a juicio de la autoridad. Hoy se absuelve al que ha bebido pero conduce bien; mañana se condenará al que no ha bebido lo bastante según la pertinente norma, pero conduce mal. Al tiempo. Cierto que los requisitos del principio de legalidad son muy estrictos en materia penal. Pero todo se andará a base de casuismo, demagogia y cabezas de turco. En otras ramas del Derecho ya se han recorrido todos esos trechos. No hay más que ver el Derecho de Familia, que es ya desecho de las dos cosas, del Derecho y de la familia. Y en tantos otros temas.
Sobre ese tipo de ilícitos penales ya han debido de decirlo todo los amigos penalistas. Si no me equivoco, se trata de su debate sobre delitos de peligro abstracto y de peligro concreto. No se castiga a un sujeto por el daño o mal que ha producido, sino por el peligro que supone su proceder para los demás, aunque a ninguno en concreto ataque o dañe. No se me multa o se me quita el carnet por haber atropellado a alguien debido a que yo iba ebrio, sino por el riesgo de atropello, aunque no se consume en accidente ninguno. Y aquí viene el razonamiento que retratamos: si la razón de ser del castigo es el peligro que la conducta típica acarrea, en caso de que esa conducta, aun típica, no lleve consigo ese peligro, no hay delito. Con lo cual, lo que se tipifica no es una conducta sino un resultado hipotético. No te sancionan por conducir “colocado”, sino por ser, así, un peligro hipotético en la carretera. Si demuestras que has ganado el campeonato del mundo de conductores enchupitados hasta el alma, habrá que retirarte la sanción: vas seguro al volante aunque lleves encima media cosecha de Rioja.
Todos vemos a diario en las carreteras y autovías conductores que no dan pie con bola, con sus facultades patentemente limitadas y poniendo en muy serio riesgo la integridad de todo bicho viviente que, motorizado o no, se les acerque. Y no siempre, ni mucho menos, es porque se hayan tomado unas copas. Suele pasar, por ejemplo, por razones de edad; o de poca práctica al volante aunque el carnet tenga sus años. Los fieros domingueros son un pánico rodante. ¿Qué hacemos con ellos en aplicación de esa lógica teleológica, valga la expresión?
Algún juez echado p´adelante dirá: pues a por ellos, al trullo, lo primero es lo primero. Con un par de ponderaciones de principios constitucionales sale, seguro, la disculpa para cargarse el principio de legalidad, que, al fin y al cabo, es un principio más y, para más inri, con un tufo formalista que mete miedo. Alexy, padre y patrono de los principialistas de incensario, ya lo deja claro en su obra principal sobre la materia: el del 103 de la Ley Fundamental de Bonn es un principio más, simplemente. Puede perder contra otros con mayor sustancia. El del 103 es el principio de legalidad penal, aviso. Que ningún querubín jurídico se llame a engaño.
Pero a ese mismo juez y a los de las sentencias anteriores uno les replicaría así. Muy bien, majetones de mis entretelas, pero entonces vamos a ser congruentes. ¿Cuál es la finalidad de la norma que, bajo sanción, prohíbe circular en las autopistas y autovías a más de ciento veinte kilómetros por hora? Salvo que me justifiquen que el objetivo es el ahorro de combustibles fósiles, tendrán que convenir que se trata, de nuevo, de un fin de seguridad. Bueno, pues, si es así y no aplicamos la ley del embudo, habrá que hacer excepciones cuando el que va a ciento ochenta es Fernando Alonso o es Jaime Algersuari o, simplemente, un avezado piloto que tiene mayor dominio a esa velocidad que muchos abueletes a noventa. ¿Pedimos a la guardia civil que no sólo mande la foto tomada por el radar, sino que, además, pare al piloto de turno y lo someta a unas pruebas, aunque sean de videoconsola, a ver cuál es su concreta habilidad y cuánto peligro supone en la carretera a mucha marcha? ¿Por qué en unos casos sí y en otros no? Si el fin impera, ¿por qué no impera siempre? Lo dicho, con esta lógica acabará no habiendo más normas que las de este tipo: que se castigue fuertemente a los que en la carretera pongan a otros en peligro, y a los que no, no. A temblar todo Zeus.
¿El fin? ¿Siempre? ¿Y en otro tipo de delitos? Pongamos en los delitos de género, esos que justifican la mayor sanción para el varón porque no sólo se reprime la violencia en sí y sus resultados, sino lo que encierra de propósito de abusar de “posición dominante” y de prejuicio atávico. ¿Y si resulta que con mil testimonios se demuestra que el concreto señor X que –muy mal- le soltó la mano a su pareja (femenina; si es homo no hay agravación) ni es machista habitual ni trata desigualmente a las mujeres ni quería con la suya mostrar ningún tipo de tonta superioridad ni nada de nada? Como si la torta se la hubier dado a un varón, vamos. Y además pongan que no le hizo daño. ¿Cuela como razón desactivadora de la norma y su sanción –o de su plus de sanción-, por el hecho de que el fin no se vulnera aunque se cumplan los hechos, aunque materialmente se haya realizado la conducta típica?
No sería difícil –sí demasiado largo y seguro que innecesario- traer más ejemplos. Igual que podríamos aducir muestras de cómo normas penales se aplican por analogía en razón de su fin. Como cuando, hace un tiempo, un juez de Santander –creo- aplicó un delito “de género”, hecho sólo para parejas hetero (pero sin discriminar, ¿eh?, que ya dice el TC que está bien que cada cerdo tenga su sanmartín y que eso no atenta contra el 14), a un caso de parejas homo, y todo porque lo que importa es el tamaño del fin y no el detalle de que la norma penal correspondiente tipifique un colgajo más o menos como elemento del “tipo” del actor.
No trato de defender la aplicación ciega de toda ley, sea la que sea, y menos de la penal. Lo que sí propugno es la discreta retirada del legislador, y más del penal. Que sea delito nada más que lo que claramente lo merezca, dada la importancia del bien en juego y la relevancia del daño o peligro para el mismo. Menos normas y más congruentemente aplicadas, esa sería mi modesta propuesta. Que las excepciones las haga el legislador, todas las necesarias, muchas si quiere, para que sepamos todos y siempre a qué atenernos, en lo posible. Y que los jueces estén a lo suyo, que no es enmendar a nuestros representantes más o menos legítimos, sino impartir la justicia que marca la legalidad legítima, única justicia que no es capricho de nadie porque es voluntad de todos o, al menos, sentada por quienes entre todos hemos escogido para esa tarea de legislar.
Predicar en el desierto. Se lleva la metafísica pija travestida de constitucionalismo con mechas. Han cambiado el alzacuellos por el pañuelo palestino o el gabán de Armani, pero seguimos en las mismas manos: en las de los meapilas que se creen superiores al vulgo. Y no lo digo por los jueces precisamente.