31 mayo, 2012

Ética y política otra vez


            Juguemos con una comparación más o menos afortunada, pero en lo que sirva, que algo será. Ponga que usted es el administrador de una comunidad de vecinos que vive en cierto inmueble, veinte o treinta familias ahí residentes. A usted le consta con gran certeza que en todas o casi todas las casas se cometen graves delitos, que las familias que allí residen han convertido sus hogares en lugares para el crimen, los unos dándose al proxenetismo y la explotación sexual de adultos indefensos o de menores, los otros escondiendo en la despensa bienes robados, los de más arriba guardando explosivos para hacer atentados, algunos manteniendo secuestrados en las habitaciones y atados a la pata de la cama. Usted se plantea si debe echar a andar hacia la comisaría para denunciar semejantes descalabros, pero no acaba de decidirse, pues en su conciencia pesan también otras consideraciones: que la autoridad puede clausurar el edificio entero y que se quedará toda esa gente en la calle, cuando puede ser que entre tantos haya algunos inocentes, que la noticia traerá mala fama al barrio y perderán valor las otras casas, en las que viven personas de bien que ninguna culpa tienen, que muchos niños averiguarán sobre sus padres macarras cosas que más les convendría no conocer, que la gente de otros sitios dejará de ir a tomar el vermú en los afamados bares de esa zona, con la consiguiente ruina de los honestos propietarios de los establecimientos hosteleros...

            ¿Qué debería hacer usted y qué haría? Desde una ética de principios se alegaría que el bien es el bien y el mal es el mal y que el primero hay que protegerlo y el segundo perseguirlo, caiga quien caiga y aunque se acabe el mundo, o poco menos. Se recordará la contundencia con que Kant planteó ese rigorismo de una ética deontológica y nada utilitarista. Desde enfoques éticos consecuencialistas se nos indicará que a lo mejor hay que ponderar un poco, sopesar consecuencias y buscar el daño menor para los más, el interés de los grupos y las colectividades antes que el descarnado culto a la norma por la norma. También desde Max Weber se repite aquello de que los políticos no tienen que comprometerse únicamente con una ética de principios, de ideales teóricos a cualquier precio, sino que están amarrados tanto o más a una ética de la responsabilidad y que, otra vez, deben mirar las consecuencias de sus acciones, porque de buenas intenciones morales estaban llenos los gobernantes de muchas sociedades hundidas y arruinadas.

            Ahora vamos con las cosas de España a día de hoy. Una impresión se nos va imponiendo con evidencia difícilmente discutible, la de que los gobiernos, hoy el del PP y ayer el del PSOE, no pueden decirnos la verdad sobre nuestra situación porque los datos son tan contundentes que acabarían por destruirnos y se terminaría toda esperanza de que levantemos cabeza a medio plazo. Hasta ahora parecía que había mucha corrupción y bastante maniobra turbia, tanto en las instituciones públicas de todo tipo como en empresas privadas o semiprivadas que manejan dineros de la gente, como cajas de ahorros y bancos. Pero es evidente que estábamos equivocados, ya que el robo y la más vil fechoría no eran excepción, aunque ciertamente abundante, sino la regla pura y dura. Estábamos y estamos en un país asentado sobre el robo y la mentira. O sea, que el cáncer es radical y la metástasis se extiende a todo el cuerpo social e institucional. Y que describirnos a calzón quitado la gravedad del mal será sumirnos en la desesperación a nosotros y espantar a quienes desde fuera aún puedan tener alguna intención de darnos alivio, de buscarnos una terapia última o de pagarnos unas medicinas para un tratamiento de choque. Es más, que puede que hasta nos echemos a la calle nosotros mismos para jugarnos malamente las diez de últimas o para dilapidar los cuatro ahorros finales y quién sabe si para colgar de las farolas a unas docenas de malandrines.

            Sabían y saben que las cajas y los bancos falseaban sus balances y que no tienen solución viable, que el Estado y las Autonomías escondían déficits enormes, que ante las alarmas que se encienden están los pícaros llenando sus sacos para salir huyendo, que en cuestión de unos pocos meses reventará el Estado todo y dejarán de cobrar los funcionarios y no se prestarán ya los servicios públicos más básicos, igual que llevan tiempo sin cobrar los proveedores de la Administración. Pero a nosotros se nos oculta y solo vemos un gobierno que mendiga ayudas y apoyos de la Merkel y compañía. No se nos deja ni el pequeño consuelo de ensañarnos con algún chivo expiatorio, el nimio placer de ver en el banquillo o la cárcel a tal o cual gestor fraudulento, de que se ponga de patitas en la calle a algún descarado que se aprovecha cínicamente de la institución pública que preside. Nada. Tapar y tapar y tapar, echar balones fuera, culpar a los hados o a los extranjeros, cuando no a los cuatro valientes que denuncian, desviar las responsabilidades hacia entidades abstractas y por abstractas inasibles, que si los mercados, que si el capital financiero, que si la especulación. Y todo se disfraza sutilmente de ética política de la responsabilidad, dejando caer la idea de que será peor para nosotros si los que saben hablan y si a los que perpetraron las sinvergonzonerías se les obliga a confesar cuántos eran los implicados y cuán tremendas las implicaciones, las complicidades, las tolerancias.

            Se ha vuelto cuestión de dignidad. El enfermo terminal, para morir algo más aliviado, merece al menos saber quién lo envenenó, permitirse el desahogo de ciscarse en los muertos de los criminales antes de ir a dar en el tanatorio. Es asunto de pura y simple dignidad, hay que hacer un colectivo examen de conciencia y debe respetarse el derecho a la expiación simbólica, incluso a través de la violencia verbal. No podemos acabar nuestros días manteniéndonos fieles a la corrección política, a la tolerancia fofa, al señuelo pseudoideológico, a las perrunas lealtades partidistas, al maniqueísmo banal y paralizante.

            Llegada es la hora de la ética de los principios, hasta de reconocer los pecados y de quitarles los atenuantes, de admitir, si hace falta, que todos vivíamos encantados mientras del expolio general y de la inconsciencia autoinducida nos beneficiamos todos. Aunque se acabe el mundo, pues en cualquier caso se nos acaba. Y porque, si alguna esperanza restara, aunque fuera muy leve, pasaría por nuevos pactos sociales y renovadas reglas de juego, amén de por hacer que los culpables mayores paguen por sus faltas. Porque así como ahora estamos, encerrados en el engaño y en el miedo, engañados por miedo y temerosos de las durísimas verdades, no habrá ni soluciones ni dignidad de la despedida.

Arquitectos para Europa. Por Francisco Sosa Wagner


La foto de los prebostes mundiales reunidos en la residencia de descanso de Barack Obama ha sido demoledora. Seis de ellos representaban a Europa: Barroso, Van Rompuy, Merkel, Hollande, Monti y Cameron. Es decir, los líderes de la Comisión Europea y del Consejo Europeo, más cuatro presidentes de gobiernos. Y para confundir con mayor eficacia al interlocutor, sostenían opiniones divergentes.
Claro que esta última sesión del G-8 a la que aludo no aportaba, en este punto, novedad relevante. Sólo que, chorreando crisis económica como chorreamos, la visión de tal galimatías se hace más lacerante. Y pone de manifiesto, aun para las personas duras de oído, la necesidad de meditar sobre las estructuras políticas y administrativas en las que cristaliza el gobierno europeo.
Tampoco esto es nuevo pues esa meditación y el empeño por pensar y repensar viene siendo constante desde hace medio siglo. En rigor, nunca se ha interrumpido. Probablemente porque, herederos como somos de Jean Monnet, todos nos acordamos de aquellas palabras suyas que tienen aire de canto profético: «Europa se hará en las crisis y será al cabo la suma de las soluciones que se diseñen para esas crisis».
Gentes que piensen cómo avanzar y no perder el equilibro impuesto por intereses tan contrapuestos, países tan distintos y culturas tan variadas, las hay por docenas. Las ideas florecen por aquí y por allá, no es elocuencia lo que falta precisamente. Es verdad que algunas voces recuerdan a las de los arbitristas que, en el siglo XVII, fueron satirizados por la pluma de Quevedo. Pero las más proceden de personas con las entendederas bien aparejadas, con experiencia y saberes, personas que saben hacer encajes de bolillos, esos que tanta fama han dado a Bélgica. A veces pienso que la selección de este país como epicentro de las instituciones europeas no es una casualidad sino que está ligada a su crédito a la hora de confeccionar estas filigranas.
Como se advertirá, con esta sencilla alteración conseguiríamos suprimir de la foto del G-8 más arriba citada a una persona, al quedar Barroso y Van Rompuy fundidos en uno tal cual si de un nuevo misterio teológico se tratara. Un avance ciertamente.
Este presidente debería -siempre según la comisaria Reding- convocar una Convención que atribuiría al Parlamento Europeo la iniciativa legislativa -de la que hoy carece, como se sabe- y además la elección de los miembros de la Comisión Europea (hoy confiada a la propuesta de los Estados miembros). Al presidente de la Comisión debería atribuírsele la facultad de disolver el Parlamento al modo como es habitual en los parlamentos nacionales.
Para que el Plan Reding funcione es necesario que cada familia política europea -socialista, liberal, etcétera- se una, más allá de las fronteras nacionales, en torno a una persona que será, si gana, el llamado a recabar la confianza del Parlamento. Como se exigiría una reforma de los Tratados, ésta debería coronarse con un referéndum celebrado en toda Europa aunque en condiciones distintas de las muy chapuceras que han dominado tales consultas hasta la fecha.
La otra propuesta reciente procede del bien dinámico -pese a sus limitaciones físicas- ministro alemán de Finanzas, Wolfgang Schäuble. La ha formulado con ocasión de la entrega del Premio Carlomagno en la ciudad de Aquisgrán. A su juicio, las reformas de la arquitectura institucional de la Unión deben hacerse efectivas para las elecciones de 2019 aprovechando la circunstancia de que en cinco años el actual -y mal llamado pacto fiscal, en rigor, pacto presupuestario- ha de incluirse en el Tratado de Lisboa. Esa sería la ocasión para actuar y conseguir algunos objetivos importantes: los ciudadanos europeos deberían elegir de forma directa al presidente de la Comisión; los Estados deberían renunciar al derecho de enviar, cada uno de ellos, un comisario para formar parte de la Comisión, con lo que se reduciría su número y se ganaría en cohesión; en fin, el Parlamento actual debería completarse con una segunda Cámara que representara -con decreciente proporcionalidad- a los Estados. Es evidente que Schäuble tiene en la cabeza no el modelo del Senado estadounidense, sino el del Bundesrat alemán.
Como desaparecería el Consejo Europeo tal como funciona en la actualidad, sería necesario, de un lado, cambiar muchas de las normas que hoy disciplinan la distribución de competencias y, de otro, resolver si subsistiría el actual sistema de presidencias rotatorias de los Estados. Estos detalles se tratan de forma muy desdibujada en el discurso del ministro alemán. Tampoco se aclara qué tipo de mayoría sería necesaria para esa elección directa del presidente de la Comisión ni si sería obligada una segunda vuelta en caso de no conseguirla ninguno de los candidatos, lo que conduciría a una nueva movilización de varios cientos de millones de electores.
Es la Europa de «murallas antiguas» que evocaba Rimbaud.
Resulta evidente que hay en todas estas exposiciones ideas que quedan en el aire colgadas de un signo de interrogación y además adelanto que no comparto muchas de ellas. Pero es bueno que -junto a ensayistas, intelectuales, clubes de opinión, etcétera- políticos en activo se ocupen de pensar el futuro pues ponen de manifiesto que saben mirar por encima de esas bardas truculentas que componen los mil asuntos que se acumulan sobre las mesas de sus despachos.
Porque lo importante es no perder de vista el largo plazo ni dejarse ganar por el desánimo causado por tantas oscuras zozobras como nos rodean. Y saber que Europa es la única luminaria que puede aclararnos el camino. Europa es el espacio que, engarzado a nuestros interiores, alberga la majestad de la grandeza de un mundo nuevo. Lo contrario es volver, apoyados en el bastón del valetudinario, hacia el nacionalismo, que no es el opio del pueblo sino la «cocaína de las clases medias» (Nial Fergusson). Un nacionalismo, el que hoy reivindican al unísono las izquierdas comunistófilas y las derechas extremas, con el que volveríamos a acogernos a la tutela de un ángel sombrío escapado de un cuerpo en ruinas.
Francisco Sosa Wagner es catedrático y eurodiputado por UPyD. Su último libro (con Mercedes Fuertes) se titula Bancarrota del Estado y Europa como contexto (Marcial Pons, 2011).

28 mayo, 2012

¿Permiten que me repita? Estamos muertos


                Hoy voy a repetirme de pe a pa, pero con más énfasis aún y con adicionales ejemplos. La conclusión, que en el título les adelanto, sí contiene alguna novedad. Hasta hace nada venía un servidor sosteniendo aquí y donde quisieran escucharlo que estábamos muy malitos, verdaderamente graves, al borde del luctuoso final. Ahora ya estamos muertos. Eso que hemos avanzado. Es cuestión de que nos desconecten los cuatro tubos y la ventilación mecánica. No sé si estarán esperando que pase el cura para el último responso o para volver a administrar los santos óleos, por si los del mes pasado estaban caducados o hay en el Cielo un texto refundido sobre extremaunciones. Sea como sea, se trata de unos trámites de nada. Creo que, además, está previsto que al país lo incineren, pues ni los gusanos se quieren hacer cargo de esta bazofia.

                La famosa prima ha cerrado hoy a 511 puntos, récord de récords, titánica marca digna de una gran nación como la nuestra. Campeones del mundo de lanzamiento de prima. La bolsa, harta de andar por los suelos, ha empezado a perforar el subsuelo y dice que oye voces allá abajo y que nota como una atracción fatal, una llamada del abismo, pasión de azufre. A Bankia tiene el Estado que meterle más de veinte mil millones de euros, que son billones de pesetas, pero no tiene ni tres el tal Estado, ni un chavo, ni para tomarse un café. Luego vendrán otras cajas y bancos con la misma historia y que les introduzca algo el arruinado Leviatán patético. El sistema financiero se cae entero y solo falta el ataque de pánico que estallará un día de estos por obra de algún malentendido muy bien entendido, y que los ciudadanos salgan a toda pastilla hacia las sucursales bancarias y con la cartilla de ahorros  en las fauces para sacar los euros restantes y guardarlos en el colchón o enterrarlos en un zulo del jardincillo comunitario. Será cuando decretará el gobierno el corralito leré que me dijo anoche leré que si quería, leré, viajar en coche, leré. Y luego quién sabe. A lo mejor nos da por irnos a los cementerios a fornicar, como cuando las grandes pestes medievales.

                La gente se va a enfadar y los que más los más zánganos y los principales culpables. Todos pediremos chivos expiatorios y condenas al menos para un Rato, pero no habrá tales, y cuando queramos ir a echarles el guante para lanzarlos al Manzanares con una piedra filosofal al cuello, ya habrán tomado las de Villadiego o estarán en Washington compartiendo vecindario y gimnasio con el yernísimo, su santa inmaculada y su prole. Se esfumará el Estado entero mientras andamos de manifestación contra los recortes de lo público o montamos unas conferencias sobre si hará falta o no reorganizar territorialmente el Estado, con algún padre de la Constitución –de los pocos que quedan- como figura estelar y ponente imponente. Que vendrá a ser como si mientras el abuelo expira, comatoso total y terminal del todo, nos ponemos a debatir en los pasillos de la clínica sobre cómo haremos para que cambie su testamento y que por qué no lo quisimos más mientras estuvo sano. A buenas horas mangas verdes.

                Se acabó lo que se daba, compañeros. Dio en abundancia, reconozcámoslo, pero no fue buena idea ponerle liguero y exigirle mayor rendimiento a la gallina de los huevos de oro. Tampoco estuvo bien blasfemar contra los dioses que nos mandaban el maná por la cara y sin reparar en nuestros pecados. Ahora, con el culo al aire, diremos que no nos merecíamos tan afrentosa suerte y que a ver quién nos echa una mano. Quien no os conozca que os compre, nos gritarán los del Norte desde el otro lado de la valla fronteriza y, todo lo más, nos arrojarán unos cacahuetes por entre los barrotes o nos tomarán unas fotos mientras nos descuartizamos al grito de viva la justicia social y arriba la memoria histórica.

                Bien, repito todo esto, crecido como estoy por cuanto de certero tuvieron mis más funestas predicciones anteriores, pero sigo igualmente insistiendo en que la gente que yo trato a diario no se entera de nada. Nada de nada, cero, ni puta idea de lo que está pasando y lo que ha de venir. Y no sólo los estudiantes, que esos ya son como de mucha risa y autistas sin reparos. Será que me desempeño en una burbuja, pero lo que se dice preocupación solo la veo a dos o tres colegas y compañeros. Los demás siguen como siempre y a su bola. Por ejemplo, algunos estuvieron el otro día manifestándose contra los recortes en general (y en coronel) y están indignadísimos porque el Estado les meta dinero a los bancos. Yo también me indigno, pero la diferencia es que ellos viven convencidos de que esto de la crisis es una artimaña de la derecha para tener disculpas a fin dar dinero a los bancos y que si no hubiera bancos, en lugar de recortar en educación y sanidad podrían contratar en la uni más profes para que en lugar de tres horitas semanales de promedio anual diéramos una. Oye, por justicia social más que nada, ya te digo. Y porque como me decía el otro día uno que no tiene un maldito tramo de investigación pero que ahora se mosquea grandemente porque le han subido las horas de docencia por esa causa, “a ver cómo investigo yo ahora, con todas esas clases”. Los que jamás investigaron andan todos enfadadísimos porque este año les va a faltar tiempo para entregarse en cuerpo y alma a laboratorios y bibliotecas. La reforma será mala, eso no lo discuto, pero sobre todo porque no prevé poner de patitas en la calle a esta chusma descarada y parásita.

                Me preocupa ese dato, ahora dicho más en serio: los que más ruido están haciendo estos días son, por regla general, los más impresentables. Se erigen en defensores de lo público y en adalides de los públicos servicios funcionarietes que sistemáticamente se escaquean de su labor y que no dan puto palo al agua. Si hablamos de la universidad, a título de ejemplo, los ves un día sí y otro también pirando sus clases, dando aprobados generales para no tomarse la molestia ni de corregir exámenes, poniendo a los chavales a comentar algún cómic para no tener que explicarles temario ninguno…, y luego los oyes enardecidos el día de la huelga general y gritando que no se puede consentir que se degrade la enseñanza ni baje la calidad de las universidades. Pero cachocabrón, si la universidad y la enseñanza hace tiempo que están hechas unos zorros y zorras por la cantidad de zánganos como tú que por ahí pulula y porque no hay maldita manera de poneros de patitas en la calle o de sacaros los colores, al menos. Lo cual no es justificación de los tales recortes ni está dicho en apoyo de la política de este gobierno ni de ninguno, ojo. A lo que voy es a que la gente sigue en la inopia y a que los cretinos y cantamañanas se dedican únicamente a defender sus chollos, privilegios e indecencias. Con las excepciones que sean del caso, por supuesto.

                Decía hoy el amigo “un amigo” por aquí abajo, en un comentario, que la crisis nos va a traer una buena ocasión para refundar el país, el Estado y las reglas del juego. Sí, eso pensaba yo también hasta hace poco, pero empiezo a dudarlo. No llegaremos a tiempo y, sobre todo, a ver qué se hace con los sinvergonzones que nada más que se empecinan en mantener su vagancia bien retribuida. Refundar, sí, pero antes que nada habrá que ponerse a currar en serio y que cantar las cuarenta a esta sarta de parásitos que por todas partes nos rodea.

                En fin, puede que ya nada tenga importancia. Es como si en el autobús que se está despeñando se pusiera el pasaje a debatir sobre en qué invertir la indemnización que pagará el seguro. Son trescientos metros de caída, colegas, y el trozo más pequeño que de nosotros va a quedar será como un escarabajo patatero o menor. Lo que me jode por encima de todo es saber que cuando esté yo mismo en la miseria total y comiendo unos mendrugos y poco más, seguirá algún tontaina dándome la matraca al lado e invitándome a manifestarme contra el Fondo Monetario Internacional y en pro de los derechos de los crustáceos, mientras subrepticiamente y con toda la mala fe, me manga y se traga los cuatro cangrejos que había yo pescado para la cena. No temo la muerte, pero hasta para ese instante detesto las malas compañías.

26 mayo, 2012

Los monstruos


                Ayer, mientras regresaba en tren a casa, vi en mi ordenador una película que me dejó encantado. Sí, en el ordenador, pero no se preocupen, la tableta ya viene en camino. “Los monstruos”, de Nino Risi y del año 1963, ese era el film. ¿Lo han visto? Se lo recomiendo.

                Me gustó tanto porque me parecía que estaba contemplando mismamente a muchos de mis conocidos de ahora mismo y de aquí, compañeros de Facultad incluso. Con alguno el parecido era tan extremo, que tuve que reflexionar para decirme que el director de la película, Dino Risi, no pudo en modo alguno conocer a ese Fulano de estos pagos que parecía retratar, a ese y a tanto miserable y lameculos con los que en tal o cual lugar me cruzo a diario y que se comportan de idéntica manera a los personajes de la amarga comedia italiana.

                La película es una sucesión de historias breves, minúsculas narraciones algunas. Les cuento un episodio nada más, y ya se harán una idea. Ha muerto asesinada una mujer joven. Su hermano, soldado, reconoce el cadáver y está consternado. Lo llevan a la casa en la que ella vivía y allí lo dejan solo con su dolor. En la escena siguiente ese hermano soldado visita al director de un periódico, al que le cuenta que en la ranura entre los cojines del sofá de su hermana encontró el diario que ella escribía. Con inocencia extrema, relata el hombre que no sé explica cómo pudo la chica conocer a tantos señores como allí salen, diputados, empresarios, varones importantes, a cuya mención siempre acompañan al margen unos números que, dice él, deben de ser números de teléfono. Pero queda claro que es lo que a cada cual cobró la mujer por los servicios que les prestó. El director del diario parece conmovido y agradece al hombre que le lleve ese documento, aun cuando parece que no entiende muy bien cuál es el propósito. El soldado le aclara que ya lo ha enseñado a otro director de periódico y que este le ofreció doscientas mil liras, qué vergüenza, pero que por trescientas mil se lo entregará a él, porque este periódico que él dirige siempre fue el preferido de su hermana. Ante las dudas del periodista, se va poniendo el hermano violento y descarado y le da un ultimátum: o le paga eso o le lleva el diario de su hermana a otro.

                ¿Cómo pudo Dino Risi anticiparse a su tiempo y hasta adivinar lo que ocurriría en países como en España y en instituciones como las universidades o el gobierno de la judicatura en pleno siglo XXI? Estamos, sin lugar a dudas, ante fenómenos paranormales que merecerían muy riguroso estudio. El lunes mismo, estoy seguro, veré a cualquier viejo cátedro vendiéndole a alguna autoridad universitaria los favores de su mismísima mujer o intentando colocar de vicealgo a un sobrino, con el argumento de que las cremitas las pone el propio chaval y que es buenísimo en destrezas y habilidades y que andan todos locos por llevárselo de cargos. El chaval asentirá con el mentón caído y unas babillas que resbalan incontrolables y atolondradas.

                Es la monda el cine y es tan de película la vida…

25 mayo, 2012

Tenemos derecho a saber quién cenaba con él a nuestra costa


                 Bueno, pues creo que ya lo logré. Me había cansado de mirar y remirar los periódicos para ver si indicaban un nombre, un oficio, una edad aproximada, una relación de parentesco a lo mejor, una historia de amor, un arrebato de sexo loco, o si era hombre o mujer la contraparte, al menos. Y nada. Sólo expresiones circunspectas o malamente insinuantes, la puntita de la noticia nada más, del tipo “la misteriosa persona que lo acompañaba en todos esos viajes”. Con tanto misterio amagado ya me había convencido más que de sobra de que no se trataba ni de su madre ni de su esposa o esposo ni de algún hijo de su propia carne o en adopción. Tampoco me explicaba a qué tanto secreto si hubiera sido un amigo de la infancia, un compañero en la dirección de alguna ONG, pía o no, un sacerdote confesor, un director espiritual, un profesor de inglés, el sastre… A veces anda uno tan apurado, tan apretado de tiempo, que tiene que aprovechar los fines de semana para tareas así, que si aprender idiomas, que si regar amistades que se agostan, que si limpiar la conciencia o cambiar el humor, que si renovar el armario. Así que descartadas esas opciones, pues no justificarían tanta discreción mediática, me había abandonado yo a las más despendoladas fantasías. Y como si nada, siempre se nos queda corta a fin de cuentas la imaginación, ese guardaespaldas de nuestras evasiones.

                En una ciudad pequeña y precavida como León no te enteras de nada, además de que cualquier implicado en lo que sea y donde quiera que se halle siempre tiene en León un primo y un amigo íntimo que es vicerrector, decano o concejal de jardines. Si no hay hueco en eso, le ponen una fundación. En León las cosas no se saben a posta y a posta se obliga a callarlas al que accidentalmente se entera. No vayamos a molestar a alguien y nos cueste dinero o se quede nuestro primo sin el nombramiento de encargado de la redoma o de cofrade mayor de la comparsa. Por eso andaba yo con ganas de ocasión para viajar a villa de más amplias miras y sin prudencia consanguínea y de toparme con amigos y colegas de los que están en el ajo y se relacionan con políticos y periodistas de Madrid en lugar de con honestos pastores de Babia o con catedráticos de ética lubricada. 

                Pues sí, amigos, ya estoy al cabo de la calle. Me dolió que varios queridos compañeros de tantos años me miraran con esa cara de pero tú en qué mundo vives y cómo es que no lo sabes, mas mantuve el tipo y acabaron contándomelo, pacientes y divertidos. En una novela no quedaría convincente, si fuera una película parecería española y si lo retratara Almodóvar no resultaría natural porque todos tenemos nuestro límite y nuestro corazoncito. 

                Me muero de ganas de cascarlo, ante la posibilidad de que haya en este blog algún lector tan provinciano como yo o tan compasivo con el humano género, pero no lo voy a hacer, no seré el que se coma un pleito y acabe teniendo que indemnizar al felón, bajo acusación de ser yo un homeópata o  no sé qué cosas que se dicen en estos casos. Yo también necesito mi pequeña dosis de seguridad, incluso de seguridad íntima, compréndanlo.

                Pero me da mucha rabia de los periódicos, su caso es distinto. Si tienen pruebas o datos suficientes para hacer la información veraz a los ojos del Tribunal Constitucional y según su jurisprudencia, deberían lanzarse a la piscina. Harían un buen servicio social, porque el pueblo tiene derecho a saber estas cosas y a conocer estos detalles. Es como si traen a uno a comer en mi casa y no me lo presentan. Esas cenas las pagábamos entre todos, y el hotel también, y qué menos que saber a quién tuvimos el gusto. Además, sabemos que es más corto el derecho a la intimidad de los hombres públicos; y de las mujeres.

                Qué temen los periódicos, de quién se asustan, a quién amparan, de qué se protegen, con quién pactan. Si hasta al mismísimo Rey le hemos visto la Corina con apellido de filósofo y de pianista manco, por qué no han de explicarnos con quién se gasta los cuartos nuestros cualquier otro tentáculo de nuestro Estado, esta hidra retozona y más puta que las arañas en la que ha ido parar nuestro Leviatán travestido. 

                Les doy una semana, no más. Si en una semana no cantan, no volveré a comprar un periódico en papel de aquí a un par de años, ni uno. Palabra.

24 mayo, 2012

La gacela y el león (cuento para niños)

Hace unas semanas, en el colegio (público) de Elsa organizaron un concurso de cuentos infantiles para los padres. Envié este que copio aquí y salió bien parado. Debe de hacer cerca de veinte años que lo escribí y lo desempolvé para la ocasión. Es cuento con moraleja y, por tanto, algo rancio para lo que hoy se estila. Pero como ando hoy ahora viajando y para escribir otra cosa no me sobran fuerzas, ahí va.


Había en la selva un león vocinglero y fanfarrón que verdaderamente se sentía el rey del lugar. Le gustaba rugir a cualquier hora y ver cómo los otros animales, los monos, los antílopes, las cebras y hasta los ratones, huían aterrorizados ante su voz tronante. Se pasaba la hora de la siesta en sus ensoñaciones de rey selvático, rugiendo, atusándose la melena y queriéndose mucho a sí mismo por lo importante que se sentía.
- Me queda pequeña esta selva -pensaba-. Yo debería ser el rey de todos los animales de todas las selvas y del mundo entero, porque nadie ruge como yo, porque nadie tiene mi prestancia cuando camino ni mi agilidad cuando salto sobre las presas, porque nadie se hace respetar tan bien como yo, con mi porte elegante y mi aire tan distinguido.
Ya desde que era cachorro se le notaron esas maneras un tanto soberbias. Su mamá leona lo tenía que regañar a menudo porque en las peleas con los otros leones de su edad ensayaba posturas impropias de su edad juvenil. Siempre se sintió un león importante, predestinado a las mayores hazañas y a una fiereza sin par. Y así fue creciendo y ganándose el respeto de las otras bestias, porque verdaderamente acabó siendo valiente y arrojado e hizo recobrar a los leones su orgullo maltrecho de animales elegidos para la gloria campestre. Sólo les extrañaba que algunas noches, después de la cacería y la comilona nocturna, se tumbaba en lo más oscuro entre los árboles y rugía muy tenuemente, como si estuviera triste o algún mal sueño le impidiera el plácido reposo que es común entre los leones cuando tienen la panza llena. Y a veces lo veían amanecer con los ojos muy abiertos, mirando el horizonte con lágrimas en ellos, con un gesto de añoranza.
- Es un león inconformista -decían los demás-, quizá no estamos a su altura y no sabemos comprenderlo. Pero algún día hará algo que nos permitirá comprobar su auténtica valía.
Y en verdad que a nuestro león le complacían esos comentarios de sus compañeros. Él también se veía así, un león peculiar llamado a muy altas metas y logros extraordinarios.
Pero los años iban pasando, los sucesos de la vida selvática se sucedían con dramática monotonía y nuestro león se hacía viejo sin que nada ocurriera que alterara su rutina de aplicado cazador ni calmase sus imprecisos afanes. Se tornaba cada vez más feroz y sanguinario y sin parar hacía presuntuosa ostentación de sus habilidades en la caza.  Nada le excitaba tanto como ver el terror de las manadas de cebras o gacelas mientras huían de sus acometidas, o como escuchar los admirativos comentarios de los otros leones ante sus éxitos de indómito cazador.
Llegó un atardecer de julio, caluroso y húmedo, uno de esos momentos en que los leones disfrutan cazando. Se levantó nuestro león del lecho de hojas en que había estado descansando gran parte del día y echó a andar hacia uno de sus cazaderos favoritos, la orilla de un hermoso lago donde al caer la tarde iban a beber cientos de animales de todo pelaje. Pero algo extraño sucedía aquel día. La orilla del lago estaba desierta, sólo los pájaros planeaban sobre la superficie del agua y únicamente se escuchaba el histérico chillido de los monos en los árboles próximos. También volaban las mariposas y de vez en cuando un pez rompía el espejo de las aguas y saltaba con agilidad de acróbata. Pero no eran estas las piezas que interesaran a un león, y menos a un león con ínfulas de depredador de primera.
Deambuló perplejo un buen rato, sin explicarse qué ocurría, hasta que vio a lo lejos una solitaria gacela, muy joven, que pastaba a la orilla del lago, ajena a todo peligro y con gesto confiado y placentero. Se iluminaron los ojos del león, se erizó su pelo y sacó un par de veces sus garras como  puñales. Se aceleró su respiración y sintió en su pecho el golpe violento de su corazón agitado por la emoción de la presa cercana. Inició su carrera hacia la pieza con toda decisión. Pero pronto comenzó a percibir vagamente que algo se salía de lo habitual. La joven gacela tardó mucho en preocuparse por su presencia y cuando el león estaba ya a punto de saltar sobre ella, levantó la gacela su grácil cabeza y lo miró con una profunda mirada azul. Sintió el león que aquella mirada lo taladraba, como si fuera el golpe de una garra mucho más afilada que la suya. Pero ni quería ni podía ya parar su impulso mortífero y cayó sobre el lomo de la gacela y le clavó sus uñas, que rompieron su piel joven.
Iba ya el león a desgarrar su cuello con los colmillos, cuando la gacela volvió hacia él su cabeza y nuevamente sus ojos,  ahora implorantes, se cruzaron con los del león. Esta vez el efecto fue aun más intenso. Él sintió un espasmo de emoción que recorrió todo su cuerpo y en una ínfima fracción de tiempo mil imágenes sorprendentes vinieron a su cabeza: vio el primer amanecer de  león niño al lado de su mamá leona, revivió la alegría inocente de los primeros juegos, el placer de cachorro al perseguir mariposas, el goce del agua fresca de los arroyos más puros, el reconfortante abrazo de las sombras más acogedoras en la hora del calor. Todo esto y más cosas cruzaron por su cabeza mientras la joven gacela herida posaba en él sus ojos, ojos del color del cielo en el estío. Y no pudo rematarla. Lentamente separó sus garras del cuerpo de ella, reculó despacio sin dejar de mirarla, con pausa dejó aquel lugar y retornó al abrigo de los árboles.
Aquella noche los otros leones le preguntaron, extrañados, por qué no había cazado ninguna presa y él respondió con evasivas tales como que se encontraba cansado, que no había ninguna pieza que mereciese la pena o que le dolía la cabeza y que los reyes no se toman la molestia de cazar cuando andan con jaqueca.
Pasó el tiempo y nuestro león siguió haciéndose mayor. A menudo recordaba a la joven gacela y se preguntaba qué habría sido de ella y si se habría repuesto de sus heridas o se habría muerto y habría sido pasto de los buitres y las alimañas carroñeras. No entendía su propia actitud, pero le dolía profundamente pensar que la gacela se hubiera muerto, y más aun que hubiera servido de alimento de los desalmados animales que rematan a los heridos o se comen a los seres muertos. Y la joven gacela era sin duda un bocado muy apetecible. ¿Pero por qué él, el más fiero de los seres, el auténtico emperador de los cazadores, la había dejado marchar? Guardó su secreto mucho tiempo.
Una mañana, el león se levantó y tuvo la sensación de que nunca acababa de amanecer y de que una neblina pertinaz cubría todas las cosas de la selva. Cuando notó que sus compañeros hacían sus cosas con normalidad y nada comentaban sobre tan extraño fenómeno, le vino la revelación de su mal: se estaba quedando ciego. Y ciego se quedó nuestro león.
Fueron tiempos muy duros. Sus compañeros, que tanto lo habían admirado, lo observaban ahora con desprecio y fingida lástima. Los otros animales de la selva, que tanto lo habían temido, se mofaban de él y le hacían pedorretas cuando lo veían andar con paso inseguro, tentando el suelo con las patas y arrimándose a los árboles para descansar su angustia. Pensó que no tenía sentido que un león como él viviera así. En esto habían venido a parar sus ansias, este triste final sustituía sus sueños de pasar a la historia de la selva como el más admirado león.
Tomó una decisión. Un león tiene que saber morir con dignidad, pensó. Y lentamente caminó hacia el lago, con lágrimas cayendo de sus ojos nublados. Supo que estaba al lado del lago cuando sintió en su cara la brisa liviana que nacía de las aguas. Se tumbó, tranquilo y triste, a esperar la muerte. Era, por fin, un ser humilde. Se sintió bien, la paz invadió su cuerpo y volvió a recordar los momentos más gratos de su vida, que no eran nunca, curiosamente, los momentos de la cacería y la ostentación. Sólo la sed turbaba esta peculiar plenitud. He de beber por última vez de las aguas del lago, pensó, y comenzó a arrastrarse, vencido por la sed. Pero el corto camino se le hacía eterno, y pensó que moriría antes de saciar ese último apetito del agua. De pronto, oyó a sus espaldas una voz muy hermosa que le decía:
- Hola, león.
Sintió vergüenza de que alguien le estuviera viendo en aquel trance tan impropio de su fama. A duras penas se sobrepuso, se irguió como pudo y contestó con un hilo de voz:
- Hola, ¿quién eres, que vienes a turbar mi último viaje?
- Soy la gacela a la que un día perdonaste la vida, ¿te acuerdas de mí?
La emoción lo embargó, tanta que buena parte de sus fuerzas retornaron a él como por ensalmo.
- Claro que me acuerdo de ti, no te he olvidado ni un sólo día de mi vida desde entonces, y me preguntaba si habrías muerto o qué habría sido de ti.
- Pues no, no morí, aunque mis heridas tardaron mucho en curar y llevo para siempre sobre mi lomo la marca de tus garras.
- ¿Y qué haces en este lugar? ¿A qué apareces en este momento? ¿Pretendes vengarte de mí, ahora que ya no puedo defenderme?
La gacela tardó un rato en contestar:
- Siempre has sido tan estúpido como engreído. Te has gustado tanto a ti mismo, que no has sabido ver la bondad que pueden encerrar otros seres, que hasta pueden quererte a ti pese a lo bobo que eres. Yo tampoco te he olvidado nunca, siempre recordaré que renunciaste a matarme y he vivido todos estos años con el recuerdo del fondo triste de tu mirada cuando ibas a cazarme como una más de tus presas.
- Pues si me quieres bien, si algo bueno recuerdas de mi, déjame morir tranquilo. Ya me has hecho feliz con lo que acabas de decirme, nada más te pido.
- ¿Y a dónde ibas arrastrándote de ese modo? -preguntó la gacela.
- Tengo sed, y sólo quería un último trago de agua antes de dejar este mundo.
- ¿Y por qué has de morir, si puede saberse?
- Porque la vida de un león ciego ya no tiene ningún sentido. No sirvo para nada, no puedo cazar, no puedo correr, nadie respeta ya mi rugido.
- ¿Y no te gustará beber del lago? ¿Y no puedes ya disfrutar del rocío de la mañana, del canto de los pájaros, de los rayos del sol en el alba, de los ruidos de la selva, de la lluvia refrescante, del roce de las hojas?
- ¿Crees tú que ésa es vida para un león?
- ¿Y tú no crees que es una vida maravillosa para cualquiera que sepa sentir lo que le rodea y disfrutar de las cosas sencillas, que son las mejores? ¿O acaso con tus desvaríos de rey no habías caído en la cuenta de lo mucho de fabuloso que hay en lo que te rodea a cada instante? Me gustaría enseñarte lo que es la verdadera vida, ahora que tienes la suerte de que ya sólo puedes ser humilde.
- ¿Y qué quieres que haga? -preguntó el león, cada vez más perplejo.
- Camina pegado a mí, que te acercare al agua para que bebas; luego ya veremos.
Se incorporó él a duras penas y caminó arrimado al cuerpo de la gacela, que lo conducía con la mayor suavidad, como quien lleva de la mano a un niño que apenas sabe todavía andar. Bebió largo rato de las aguas del lago y sintió su cuerpo llenarse renovadas fuerzas.  Satisfecha su sed, tranquilo, se tumbó a la orilla del agua, notando a su lado siempre la presencia de la gacela.
            - ¿Y ahora qué esperas de mi? -preguntó el león con la voz quebrada.
- Que aprendas a vivir de nuevo, que empieces a vivir mejor, que consigas la vida que tu mirada pedía cuando no me mataste.
- ¿Cómo? -contestó él- No soy más que un ciego inútil, no sirvo para nada, ya no valgo nada.
- A mi lado -dijo ella-, deja que te guíe. Te mostraré sensaciones que en tu obnubilación demente no soñabas. Aprenderás a vivir sin más, gozarás las pequeñas cosas, te acostumbrarás a valorar las mil sutiles sensaciones de cada día. Yo nunca he ansiado ser reina de nada, pero mis sueños valen más que los tuyos, porque amo la vida tal como es, y porque un día vi en tus ojos que podías comprenderme. No importa que ahora estés ciego, pues en el fondo sé que eres el mismo, ese que tú nunca supiste mostrar. En realidad, ciego estabas antes más que ahora.
- ¿Y qué dirán los leones? ¿Qué pensarán de nosotros los otros animales? Nunca se ha visto cosa tal.
- Quien no pueda comprendernos no merece juzgarnos -dijo la gacela con una voz tan suave como firme.
- He llorado mucho desde que me sentí ciego -confesó el león.
- Deberías haber llorado más y mucho antes- replicó la gacela.
- Está bien -dijo el león-. Muéstrame tu camino.
Y, ciertamente, durante mucho tiempo no se habló en la selva de otra cosa. La sorpresa y la burla fueron dejando paso a la admiración. Cuando pasaban, unidos cuerpo a cuerpo, la gacela y el león, se hacía al principio el silencio. Luego, todos se paraban a conversar con ellos y les invitaban a sus lugares. Fueron muchas horas y muchos días de paseos, de tertulias con todo tipo de animales, de recuerdos y de reflexiones. Una ola de paz  recorría la selva allí por donde iban. Nadie pudo evitar considerarlos sabios. Ellos andaban felices, ajenos incluso al bienestar que a los demás transmitían.
Un amanecer de julio, bastante tiempo después, los encontraron muertos, abrazados, a la orilla del lago, sonrientes. La noticia corrió por los árboles, por los senderos, por las madrigueras. Miles de animales fueron a decirles su último adiós. Las gacelas y los leones empujaron sus cuerpos a las aguas. Y cuentan los búhos que aquella noche una lluvia de estrellas cayó sobre el lago. Desde entonces los leones y las gacelas, y muchos otros seres, llevan a sus cachorros a la orilla del lago y les narran la hermosa historia de la gacela de ojos azules y el león que quiso ser rey y encontró la amistad.

22 mayo, 2012

Enfermedades sociales autoimpunes


            Con evidente juego de palabras, podríamos denominar enfermedades sociales autoimpunes aquellas conductas frecuentes que reúnen los siguientes caracteres:

(i) Causan grave daño a la economía de una sociedad y a su patrimonio moral. Lo primero porque o bien tienen altos costes que soporta directamente el erario público o bien provocan perjuicios económicamente evaluables al afectar negativamente a la eficiencia en la asignación de recursos o al disminuir la productividad y eficacia de sectores capitales de la economía o de las instituciones de organización y control.

(ii) Se difunden en un ambiente de anomia, de tolerancia generalizada o de aceptación como patrones normales de conducta, bien sea en la sociedad en su conjunto, bien en grupos sociales, corporativos o profesionales particulares.

(iii) Se mantienen sobre la base adicional de un sistemático bloqueo de los instrumentos de control, especialmente de los instrumentos jurídicos de fiscalización y de sanción, en particular cuando los operadores en tales instancias de fiscalización y sanción se convierten en beneficiarios directos o indirectos de esas mismas prácticas desviadas, ilegítimas o abiertamente corruptas.

(iv) Se consolidan con carácter indefinido y adquieren patente de normalidad, dejando de ser la excepción que se oculta, desde el instante en que hallan amparo y refuerzo legal, tornándose así comportamientos jurídicamente lícitos o difícilmente perseguibles conforme a derecho, pese a su evidente origen espurio y parasitario.

            En otras palabras una enfermedad social autoimpune halla amplio respaldo social, o al menos comprensión, siendo admirados e imitados sus protagonistas y dándose una abierta competición por ocupar tales puestos cargados de prestigio, puestos desde los que los propios sujetos agentes se aseguran la impunidad bien a base de dotarse a sí mismos de un estatuto de invulnerabilidad, bien de presionar eficazmente sobre otras instancias normativas con el objetivo de recibir un completo blindaje legal.

            Los ejemplos de los que en España disponemos de tales fenómenos son múltiples. Uno de ellos, que ya podemos considerar tradicional y bien asentado, es el urbanismo de pelotazo. Las sucesivas reformas legales en la materia han servido para asegurar, mientras se pudo, una generosa fuente de financiación a los ayuntamientos y otros entes de territoriales, aceptando el coste de la destrucción de bienes colectivos como el medio ambiente y el patrimonio paisajístico y cultural. La promesa de ganancia fácil para el ciudadano común que entraba en el mercado inmobiliario proporcionó la razón para la tolerancia generalizada, y la ostentación y riqueza de quienes se lucraban, tanto desde la gestión privada como desde la gestión pública de tales negocios, convirtió en modelos sociales encomiados a quienes no eran más que viles perseguidores del más grosero y canallesco de los lucros. El círculo se cierra cuando, llegada la crisis del sector, los costes económicos del daño de todo tipo se socializan y van de cuenta principalmente de quienes no han tenido arte ni parte en los discutibles negocios. Las responsabilidades penales o indemnizatorias que se hacen valer tienen un carácter puramente marginal, afectan nada más que a individuos y grupos no plenamente asentados o admitidos en el sistema defraudatorio y cumplen la función de dotar de apariencia de control y castigo a lo que es un sistema absolutamente opaco e impune.

            Otra buena muestra de ese género de males lo ofrecen los partidos políticos y sus prácticas de financiación y de manejo de los resortes de poder político y económico. La definitiva vuelta de tuerca ocurre cuando, al reformar el Código Penal para introducir la responsabilidad penal de las personas jurídicas, se hace la excepción con los partidos, penalmente irresponsables aun cuando se sabe sin margen para la duda que han sido, muy especialmente los grandes partidos territorialmente muy asentados, los principales artífices de toda clase de prácticas de corrupción pública y privada. Súmese la regulación legal de las donaciones a partidos y, muy en especial, el limbo jurídico en el que operan los créditos bancarios a los partidos y sus nada inocentes y periódicas condonaciones, para que semejante simbiosis haga por completo inviable toda forma de control cierto y real de los manejos de los bancos y la economía financiera.

            Sindicatos y universidades podrían agregarse a esta lista, pero no me detendré en el comentario de la obvia mecánica de perversión y ganancia económica y política, perfectamente legal, de los instalados en el sistema, en un contexto de reparto proporcional, de café para todos y de que el que se mueva no sale en la foto.

            El caso Dívar, al margen de los pormenores técnico-jurídicos y penales del asunto y haya propiamente culpabilidad penal o inocencia angelical, acaba de enseñarnos que una similar lacra afecta a la Administración de Justicia. Sabíamos más que de sobra que el CGPJ funge como mera correa de transmisión de los grandes partidos y de los grupos económicos que a su sombra medran, que sus políticas de ascenso y promoción de jueces y magistrados obedecen preferentemente a mecánicas de cooptación y de “intercambio” de cromos entre asociaciones judiciales y partidos que las amamantan, que será por lo común bloqueada la carrera del juez que no pase por el aro, con contadísimas excepciones, que se ha dejado atrás todo disimulo a la hora de valorar méritos y capacidades, sobre todo en la vía del llamado cuarto turno para los altos tribunales, y que se prima al dócil y cercano sobre el objetivamente competente, independiente y crítico. Era sabido, sí, pero en estos días se ha descubierto que el Consejo es una más de las instituciones en las que la lealtad de sus miembros al sistema paralelo e inconstitucional, sistema completamente ajeno u opuesto al espíritu (o quizá solo a la letra) de la Carta Magna, se alimenta de ventajas personales no santas y se hace fuerte en una impunidad autoinducida por el mismo Consejo, tolerada por el legislador y avalada por el dictamen de fiscales y magistrados de los más elevados tribunales del Estado.

            En efecto, el muy reciente decreto por el que el teniente fiscal del Tribunal Supremo declara no penalmente perseguibles, como delito de malversación de caudales públicos del art. 433 del Código Penal, las prácticas de Carlos Dívar y, es de temer, de la gran mayoría de los vocales del Consejo lo deja bien claro y explicado todo. Según el argumento del fiscal, fue un acuerdo del Pleno propio Consejo, el 11 de septiembre de 1996, el que estableció que en las justificaciones de viaje de los consejeros no era necesario hacer constar el motivo concreto de la actividad que provoca el desplazamiento. Ahí fue donde el Consejo sentó la no controlabilidad e impunidad de sus miembros en esa materia. Si sumamos la generosa interpretación ayer mismo puesta en obra, a tenor de la cual si no hay obligación de decir a qué se viaja no puede en ningún modo ser ilegal por meramente privado el viaje, aun cuando las facturas vayan contra los fondos del organismo, y que si no es ilegal dicho proceder tampoco cabe que sea penalmente responsable quien lo ejecuta, habremos alcanzado la cuadratura del círculo: perfecta impunidad para un sistema de chabacanas ventajas con cargo al contribuyente y en un marco de bien estipulada omertà. Fue la omertà lo que rompió Gómez Benítez, pero ya lo están poniendo en su sitio. La mayor parte de los comentarios e informaciones de hoy en los medios de comunicación cuasioficiales o con acceso directo al pesebre se orientan a recomponer la condición de normal para unos manejos que jamás podrían perder su carácter de ilegítima excepción jurídicamente perseguible si esto fuera un Estado serio y no una banda de pícaros bendecida por constitucionalistas y aplaudida por medios de comunicación que viven a la sombra de ubres oficiales.

            Cuando los excepcionalmente denunciados o pillados con las manos en la masa no solamente no dimiten, sino que hasta ponen caras de gravemente ofendidos por la simple duda de algún conciudadano, se contribuye a dar estatuto de normalidad a la enorme anormalidad constitutiva: de tanto fingirse rectos e inmaculados, fieles servidores del interés público más estricto, acaban creyéndose señores los malandrines y vuelve pronto el pueblo a verlos de esa señorial y meritoria manera.

            ¿Soluciones? No hay. Somos muy poquita cosa los depositarios de la soberanía popular. Pero si existieran, empezarían por una imparable presión social que forzara cambios legislativos radicales, acentuando la independencia entre los poderes del Estado, desarrollando al máximo las vías de transparencia y forzando a una muy estricta y continua rendición de cuentas. Tampoco sería viable todo ello sin una reforma constitucional que redefiniera muchos de los más altos poderes del Estado, suprimiera los inútiles o meramente alimenticios o de jubilación dorada (bajo la lluvia) y sentara vías de acción colectiva para la reclamación de responsabilidades penales y no penales, especialmente responsabilidad por daño al bien común y el interés colectivo. Pues los ciudadanos estamos perfectamente inermes ante los abusos, sin acceso a la Justicia para reclamar la depuración de responsabilidades y la sanción de los desaguisados, y más cuando, una vez vistas las orejas al lobo, se están imponiendo interpretaciones restrictivas de los contados recursos que a tal efecto existen.

            Tampoco sería descartable que se explorara la posible nulidad radical, por inconstitucionales y aberrantes, de ciertas normas y acuerdos -como el referido del Pleno del Consejo en 1996-, que sirven o pueden servir para encubrir el latrocinio o suponen cosa bien similar al concierto para dar el palo sin que nadie nos tosa.

            Cuando el mal es inmune al tratamiento ordinario, no queda más que operar, compañeros cirujanos. Como mínimo, hará falta un trasplante de médula moral. ¿Habrá donantes?