El lenguaje se alimenta de esos nutrientes que son
los hablantes quienes lo enriquecen con flamantes hallazgos. Ramón Gómez de la
Serna, por ejemplo, usa mucho la palabra “reborondo” que la Docta Casa,
proclive a acoger cualquier barbarismo, no ha incluido en su Diccionario y, sin
embargo, es palabra oronda, redonda y con sonido a tambor y zarabanda.
Otras novedades son palabros abominables a los que
no merece la pena dedicar atención porque ya a diario nos vemos obligados a
flagelarnos con ellos.
Frente a los nacimientos, es muy triste constatar
las pérdidas de palabras cuyo uso se extravía debido a no se sabe qué designio
histórico o a qué atropello de la razón. Debería dedicarse en los periódicos
una sección a recordarlas, una especie de obituario que muchos seguiríamos con
lágrimas en los ojos o al menos llenos de nostalgia, aturdidos por una
defunción cruel e inmerecida.
Pero antes de llegar al certificado final habría que
anunciar la enfermedad de las palabras llamando a los ciudadanos a su curación
por medio del masaje de su uso en el habla, de su empleo en un poema o en un
relato. Se anunciaría que tal palabra tiene las constantes vitales muy bajas,
que no fluye por ellas el adecuado riego, que tiene las cañerías averiadas por
el desuso, que no presta el servicio a que estaba destinada ... Entonces, las
personas sensibles dedicarían parte de su tiempo a atenderlas, a dar con ellas
paseos higiénicos, a refrescarla en la memoria de las gentes aireándolas en un
certamen, en una flor natural, en el editorial de un periódico de campanillas y
por ahí consecutivo.
No sé por qué si hay acciones generosas como la de
salvar a las focas o al urogallo no hay análogas iniciativas respecto de las
palabras. Propongo pues anuncios en las camisetas, también pegatinas y emblemas
en los coches destinados a preservar tal o cual palabra de su injusta
extinción. En casos extremos habría que crear la UVI de las palabras y allí los
cuidados consistirían en sacarlas en los telediarios y en repetirlas
machaconamente en las escuelas o amigas (ya me ha salido una pobre palabra
prácticamente muerta sin haber recibido el honor de funeral alguno).
¿Por qué quedó sepultada la preposición “cabe”? Con
lo bonita que era: cabe el río, cabe la tumba de la amada, cabe el brezo en
flor, cabe aquellas ruinas medievales etc. Las dejamos ir sin darnos cuenta,
con un desagradecimiento profundo que es más condenable cuando de preposiciones
se trata pues que ellas son puente, la pasarela por la que hacemos circular
nuestros pensamientos o acciones, la cuerda que nos permite enlazar las
oraciones y darles sentido, dignidad y prestancia.
Ahora puede ocurrir lo mismo con otra preposición:
“sobre”. Desde que se ha generalizado el sobre que contiene dinero procedente
de negros negocios y de cuentas en Suiza, la desvalida preposición está
sufriendo mucho, teme verse contaminada y que al final se la orille por su
resonancia con la infamia mercantil y financiera.
Este es el momento de actuar y de convocar a la
población para que la preposición no sufra: preciso es pues ponerla sobre todos
nuestros pensamientos, estar siempre sobre ella, y acariciarla con su uso en la
sobremesa. Por eso esta Sosería trata sobre ella.
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