(Comienzo una serie nueva de entradas y espero que vaya creciendo poco a poco. Se trata de usar algunas buenas novelas o algunos relatos bien significativos como herramientas para la reflexión jurídica y jurídico-política. La buena literatura siempre ve más lejos que mucha iusfilosofía y, desde luego, que toda la iusfilosofía pedestra y simplona).
La novela fue publicada por H.G. Wells (1866-1946) en 1896. El protagonista, que
narra sus propias vivencias, se llama Edward Prendick. Después de un naufragio
y varias peripecias en los mares, acaba en una pequeña isla remota en compañía
de dos médicos, el doctor Montgomery, que antes le había salvado la vida y es
adicto al alcohol, y el doctor Moreau, un famoso cirujano que ha tenido
problemas por causa de sus experimentos y que ha acabado organizando en esa
isla su muy peculiar laboratorio. El resto de criaturas que habitan la isla son
resultados de los experimentos del doctor Moreau.
Moreau
practica la vivisección con animales para convertirlos en humanos o en seres
con atributos humanos y alguna apariencia humana. Ha construido una casa para
los dos médicos y como centro de sus experimentos, edificio que es conocido por
sus criaturas como la Casa del Dolor. Todos esos seres recuerdan el dolor
tremendo que han padecido con las operaciones de Moreau y lo temen a él como a
una especie de dios que los domina y puede volver a causarles enormes
padecimientos físicos.
Moreau
toma distintos animales y mezcla sus cuerpos y crea nuevos seres con
capacidades humanas. Los hace aptos para hablar y también pone en todos ellos
propiedades de los humanos, como el lenguaje, el pensamiento y otras
sensaciones humanas. Su reto es llegar a hacer mediante su
cirugía auténticos seres humanos, pero todavía no ha conseguido su obra
perfecta y en cada una de tales criaturas están entremezcladas carcterísticas del
animal o los animales originarios y de las personas. Mientras dura la historia
que se nos cuenta, algo menos de once meses, Moreau está experimentando con un
puma que acaba de llevar a la isla en un barco, puma que acaba librándose de sus
cadenas en el laboratorio y que matará a Moreau mientras éste lo perseguía.
También el doctor Montgomery acaba por perecer a manos de aquellas criaturas y,
al fin, Prendick quedará solo en la isla con esos seres hasta que consigue
hacerse al mar en un bote que ha llegado a la isla con dos tripulantes muertos
y es rescatado por un barco, en el que vuelve a la civilización.
¿Son
humanas aquellas criaturas que salen del bisturí de Moreau? Su creador sabe que
pueden retornar a la plena animalidad y que eso ocurrirá cuando prueben la
sangre, si se les permite retornar a la violencia animal. Por eso la sangre es
tabú y tienen absolutamente vedada toda agresión. La tragedia en la isla se
desencadena precisamente cuando aparece muerto y desollado algún conejo de los
que habían sido llevados a la isla recientemente por Moreau y Montgomery para
disponer de más alimento para ellos mismos. Y, sobre todo, se inculca a
aquellas criaturas la Ley. Uno de esos animales-persona es el recitador de la
Ley y todos repiten la Ley y están convencidos de que vulnerarla supondrá regresar
a la Casa del Dolor y padecer a manos de Moreau. En la última parte de la
narración, Moreau está muerto y aquellos seres que salieron de su mano lo
saben, han visto su cadáver. Prendick va matando con su revólver a los que se
vuelven más fieros y peligrosos o intentan atacarlo. A los otros trata de
convencerlos de que Moreau puede regresar en cualquier momento, que no está de
verdad muerto y que sigue en pie la Casa del Dolor. Pero van perdiendo el
lenguaje, dejan de caminar erguidos y se comportan cada vez más como los
animales que en principio eran. No le quedan balas para acabar con todos y sabe
que ellos lo matarán a él si no escapa de la isla.
La
primera vez que Prendick llegó hasta el barranco donde vivían las criaturas, lo
tomaron por una de ellas. Se identificaban a sí mismas como hombres y entre los
hombres consideraban superiores a los que tenían cinco dedos en la mano. Por
encima veían a Moreau y Montgomery porque podían causarles sufrimiento en la
Casa del Dolor y porque tenían revólveres y látigos. Como tomaban a Prendick
como uno de ellos, decían “Es un hombre. Debe aprender la Ley”. El recitador se
la iba diciendo:
-
“Repite estas palabras. No caminarás a cuatro patas: ésa es la Ley. ¿Acaso no
somos hombres?”.
-
“No sorberás la bebida: ésa es la Ley. ¿Acaso no somos hombres?
-
“No cazarás a otros hombres: ésa es la Ley. ¿Acaso no somos hombres?
Tenían
una lista de prohibiciones así, que repetían. Luego se referían a Moreau, a su
creador:
-
“Suya es la Casa del Dolor”.
-
“Suya es la mano que crea”.
-
“Suya es la mano que hiere”.
-
“Suya es la mano que cura”.
-
“Suyo es el rayo cegador. Suyo el profundo mar salado”.
-
“Suyas son las estrellas del cielo”.
Temen
la Ley porque temen el castigo que el dueño de todo puede aplicar al que la
viola. El Recitador de la Ley se lo recuerda: “Terrible es el castigo para
quienes quebrantan la Ley. No hay escapatoria”. Y los demás repiten: “No hay
escapatoria”.
El
castigo es real, tienen experiencia:
“No hay escapatoria –repitió el
Hombre Mono-. No la hay. ¡Mira! Una vez hice algo malo, algo sin importancia.
Dejé de hablar y empecé a chapurrear. Nadie me entendía. Y me quemaron, me
marcaron la mano con un hierro candente. ¡Él es grande: Él es bueno!”. Y siguen
recordando las prohibiciones y temiendo los castigos:
“Porque todos deseamos el mal
–continuó el recitador de la Ley- No sabemos lo que tú deseas. Pero lo
sabremos. Algunos quieren perseguir a las cosas que se mueven; acechar y
atacar; matar y morder; morder profundamente y succionar la sangre… Eso está
mal. No cazarás a otros Hombres; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?”.
“Porque todos deseamos el mal
–dijo el Recitador de la Ley-. Algunos arrancan las raíces con manos y dientes,
husmean por el suelo… Eso está mal”. Y los demás, al oír eso, repetían: “No hay
escapatoria”. “Algunos clavan las garras en los árboles: otros escarban en las
tumbas de los muertos; algunos pelean con frentes o pies o con garras; algunos
muerden de pronto sin que nadie les provoque; algunos aman la suciedad”. “No
hay escapatoria”.
Y
querían inculcarle la Ley y el temor a Prendick, tomándolo por un hombre más
como ellos: “Severo y cierto es el castigo; así pues, ¡aprende la Ley! Repite
estas palabras –y, sin poderse contener inició de nuevo la extraña letanía, y
todos comenzamos a cantar y a movernos al compás”.
Moreau
quería hacerlos completamente humanos, pero sabía que su condición de bestias
sólo podría mantenerse a rayas por el tenor a la Ley y a él, su ejecutor; que
sin el miedo al castigo ningún orden social se mantendría y él mismo acabaría
muerto. ¿Se hacen humanas en plenitud esas criaturas al temer la Ley y
respetarla, al acatar por miedo las normas que reglamentan el estilo humano de
sus conductas? ¿O acaso si fueran completamente humanos no sería necesaria la
Ley o no tendría que ser impuesta de ese modo mecánico e irracional? ¿Acecha la
bestia sanguinaria detrás de cada ser, incluidos los humanos, y no puede haber
sociedad humana sin el temor al castigo y a seres superiores que lo aplican, o
cabe imaginar sociedades de perfecta humanidad en las que el orden no sea fruto
del temor al castigo y del miedo supersticioso a seres superiores de cualquier
tipo?
Al
final de la historia, con Prendick ya de vuelta en Inglaterra, su conclusión es
pesimista, o temerosa al menos. Si en la isla tenía dificultades para ver
personas en aquellas criaturas, ahora no deja de ver a las bestias detrás de
las maneras civilizadas de sus conciudadanos y se retira al campo y a una vida
muy poco sociable, porque es él quien no consigue librarse del miedo, pero ya
no el miedo a la Ley, sino el miedo a la naturaleza real de los hombres, bajo
la máscara de las normas.
Los
“monstruos” temían la ley de los hombres; los hombres temen la otra ley, la de
la naturaleza de los monstruos. Justamente eso es lo que se puede decir que, en
tanto que filosofía jurídica e ideología, vino a solucionar el iusnaturalismo de
todos los tiempos al querer convencernos de que en la naturaleza humana hay
algo más que “naturaleza” en bruto, instinto, pulsión primaria. Habría también
ley de la otra en la naturaleza humana, ley moral y jurídica, norma auténtica,
sentido innato del deber debido. Por eso, para el iusnaturalismo, el hombre que
va contra la norma moral y contra la norma jurídica con la moral acorde no obra
según su naturaleza humana, sino contra lo más profundo de ella, degenera en el
animal que propiamente no es. Esa idea que “naturaliza” la moral, la moral
verdadera y objetiva, permite ver en la moral algo distinto de un producto
social y cultural o un rasgo evolutivo o adaptativo: la moral no la hacen las
sociedades, es condición de posibilidad de las sociedades mismas, pero en
cuanto moral objetiva y verdadera.
Conocemos
el ideal de la Modernidad y el Racionalismo moderno. Precisamente la filosofía
política y moral de la era moderna nos presentó la sociedad plenamente
civilizada como antítesis del estado de naturaleza. Sobre la historia real de
la humanidad y de sus culturas se superpuso la narración justificadora de la
superioridad del mundo moderno. El racionalismo primero reconcilia al hombre
con la naturaleza y luego “naturaliza” en un estadio superior las sociedades. El
ser humano pleno es egoísta y autointeresado y tiene en su fondo ese haz de
instintos primarios, depredadores y agresivos que lo emparentan con el animal. Pero la sociedad, con sus normas, es el resultado de otro atributo natural del ser
humano, la razón. Tienen los humanos un atributo específico, la razón, y es la
razón la que les permite captar que el interés de cada uno y hasta la
supervivencia de cada cual quedarán mejor salvaguardados si todos cooperan bajo
unas reglas comunes. Pero ¿cuáles reglas?
Una
posibilidad para sentar las reglas y que sean obedecidas está en el poder, el
poder sobre las vidas, la capacidad del poderoso, sea Dios o sean los reyes y
los señores, para dictar la ley y fijar lo debido y para hacer que la norma se
cumpla a base exhibir la potencia del castigo o de fundar el respeto en la
superstición, en la acrítica y sumisa asunción de los poderes y las penas. La
otra posibilidad, la que la Ilustración quiso cultivar, es la de construir la
sociedad sobre un sistema de reglas que cada uno por sí y de consuno con los
demás pudiera aprobar a base de un cálculo de conveniencia que es producto nada
más que del puro ejercicio de la razón, de una razón que ya no se somete al
poder ni es rehén del miedo, sino que funda el poder mismo y lo organiza en
beneficio de todos. La norma, así, no nace del castigo, sino que el castigo es
consecuencia de la norma, su reverso. Como quisieron enseñar tanto Kant como
Hegel con su teoría de la pena, el castigo no es negación del infractor o
minusvaloración de él mismo y de su libertad, es homenaje a su libertad misma.
La pena reconduce al delincuente a su humanidad y es reconocimiento de su
condición de ser libre y no determinado por el instinto animal. Si, en verdad y
según tal pensamiento, el ser humano al obedecer la norma social se obedece a
sí mismo, acata el producto de lo que de humano hay en él mismo y en sus
conciudadanos, el castigo penal es igualmente autocastigo que el infractor de
la ley se inflige por haberse negado a sí mismo, por haber negado lo que en sí
hay de humanidad y por desconocer que su ser humano nada más que puede ser un
ser en sociedad y entre iguales, entre iguales porque de la razón de cada uno
nace la norma que a todos es común.
Se
piensa que la humanidad ha llegado, así, a un momento de plenitud, que se
acerca a su cénit. Se quiere enterrar la superstición y se han de superar las
tradiciones como fuente de las normas y el orden. No es el temor de Dios ni la
reverencia ante los poderes terrenales lo que tiene que abonar el respeto a la
ley y que fundamentar el orden social. La razón humana, libre del miedo y el
engaño, permite a cada cual elegir entre el animal y el hombre, entre la vida
en estado de naturaleza y la vida en sociedad. La razón enseña que es mejor y
más útil vivir bajo las normas que la razón descubre en el fondo de sí mismos.
Siendo común la razón, serán sin violencia comunes las normas que produce, y el
acuerdo de todos surgirá desde el momento que a todos se los libere del temor y
la superstición. A partir de ahí, la sanción ya no será garantía de la norma
heterónoma, de la norma que viene del otro, será el complemento que nos ayude a
mantenernos en lo que somos, salvaguarda de nuestra propia autonomía como
humanos. Al animal lo puede mover el temor, un miedo al castigo que pese más
que su propio instinto. Al ser humano no lo vence más temor que el de
deshumanizarse, y al acatar la norma social que de la razón de todos emana
, no pierde su libertad, la gana. No nos socializamos bajo la norma para
superar la condición animal y sus instintos, sino que es en sociedad y bajo la
norma cuando nos mantenemos en la humanidad que somos. El desorden social no es
regreso a la naturaleza primera y más propia, es caída en un modo de ser
inferior al que como humanos nos corresponde, es abandono de nuestra específica
condición, es muerte civil, y la muerte civil es la muerte del hombre porque
supone la dejación de su razón.
En
realidad, aquellas filosofías contractualistas no fundaban la sociabilidad y la
normatividad, se apoyaban en ellas como axioma. El estado de naturaleza no se
presentaba como la condición animal de unos individuos que buscaban el
imposible de salir de esa condición sin poseer los atributos para ello
necesarios. La del estado de naturaleza es la hipótesis de unos sujetos ya
humanos en plenitud pero que no vivían en consonancia con su ser auténtico. El
contrato social es acuerdo entre los que ya son humanos y tienen todas la
características de lo humano y nada más que quieren poner los medios para que
su modo de vivir se acompase a su modo de ser. Ésa es la magnífica ficción
fundadora de la filosofía política moderna, la ficción de una humanidad que ya
tiene lenguaje humano y pensamiento humano y sentimientos humanos antes de que
cualquier sociedad exista, y que hace nacer la sociedad, con sus reglas, del
consenso entre quienes antes ya de vivir en sociedad son plenamente sociales y
racionales. La moral básica, con sus reglas de trato con el otro, el lenguaje,
como manera de comunicarse con el otro, la compasión, basada en ver en el otro
un igual a uno mismo, no son aleatorios resultados de la sociedad, sino la
materia prima de las sociedades, y en particular de las sociedades en las que
se quiere ver la garantía del único atributo humano del que no se puede tener
garantía sino en coordinación con los otros: la libertad.
Volvamos
a la novela de Wells para hacernos algunas preguntas. ¿Tenía la Ley que ser
inculcada de aquella manera, con apoyo en el temor físico y el miedo
supersticioso al poder de Moreau porque no habían llegado a ser perfectamente
humanas esas criaturas? ¿Acaso cuando Moreau consiguiera convertir animales en
seres humanos perfectos nacerían en ellos sentimientos de genuino aprecio a la
ley por ser la ley y porque se vieran naturales sus contenidos? ¿Cómo habría
sido la vida y la organización en la isla si los experimentos de Moreau
hubieran sido totalmente satisfactorios? ¿Se seguiría respetando el poder de
Moreau, como reconocimiento de su superior inteligencia o de sus capacidades?
¿Habría podido Moreau seguir adelante con sus experimentos para hacer que del
dolor tremendo del animal surgiera el humano que llevara el recuerdo de ese
dolor primero, pero ya no el temor, no la sed de venganza ni el respeto
reverencial? ¿La humanidad que había en Moreau le habría hecho reconocerse
igual a sus criaturas y reconocerlas a ellas iguales a él y con el mismo valor
e idénticos derechos? ¿O acaso era Moreau el auténtico monstruo, el humano menos
humano y más plenamente animal? ¿Tal vez la exacerbación de ciertas capacidades
humanas en Moreau lo condujo precisamente a la pérdida de lo más peculiar de
los humanos?
Es
tentadora también la lectura de esta novela en clave de alegoría de la
religión. Moreau se parece enormemente al Dios bíblico que, en su perfección,
hace imperfectas a sus criaturas, que les inculca la Ley que contraviene su
naturaleza inmediata y con la promesa de que serán plenamente hombres nada más
que cuando, por una mezcla de temor al Creador y de amor al Creador, consigan vivir
con arreglo a esa Ley que no es en puridad la suya y que no encaja con lo más
natural de su naturaleza, una Ley que con su obediencia promete el acceso a una
naturaleza superior y mejor, pero una Ley que nada más que se puede obedecer
por el terror al castigo. Una Ley que promete el imposible de acabar siendo
como Dios y viviendo sin miedo a su lado a los que nada más que pueden ser como
son y como fueron creados, criaturas dolientes que se niegan a sí mismas bajo
la esperanza de alcanzar lo que en vida jamás podrán ser. Pues todo lo que de
humanidad se pueda ver en esos habitantes de la isla por Moreau hechos no tiene
más razón de ser que el infundir en ellos el respeto a la Ley, son hombres si
acatan la Ley, aunque no la entiendan y aunque por encima de todo la teman.
Cuando el hacedor de la Ley muere, el animal que está en cada uno retorna, la
naturaleza impone su verdadera ley y de la Ley no quedará rastro. El
experimento se consuma en fracaso porque el experimento nacía de la soberbia y
la crueldad del creador. Quizá, en el fondo, Wells quería mostrar que la maldad
no está en el que come del fruto prohibido, pues es natural en él comer la
manzana y no es capaz de entender por qué se le prohíbe la manzana. Moreau,
además, muere a manos de sus propias criaturas y no sabemos cuáles eran sus
designios, si quería hacer una humanidad nueva para que fuera libre o una
humanidad para que lo honrara, lo exaltara y lo temiera.
La
literatura contemporánea está bien poblada de situaciones imaginarias en las
que humanos son puestos a convivir en lugares en los que no hay sociedad ni ley
y tienen que organizarse desde el principio, produciendo reglas donde no las
hay y procurando un orden que no viene dado. La conclusión no suele ser
optimista. Un buen ejemplo, entre tantos, lo hallamos en El señor de las moscas, de William Golding. Y la historia
contemporánea también nos da abundantes ejemplos del empeño en crear el “hombre
nuevo”, para el que el orden sea puro resultado de la natural solidaridad y la
ley termine por ser ociosa, prescindible. La labor de esos “cirujanos” que
habían de alumbrar la sociedad perfecta ha hecho correr ríos de sangre en el
siglo XX y una y cien veces se ha visto que no era la humanidad la enferma, que
no había más que insania y vesania en cada Moreau de turno.
¿Se
anticipaba Wells a tanta literatura distópica del siglo XX? ¿Avisaba ya, a
fines del XIX, de los riesgos de querer a aplicar la ciencia el
perfeccionamiento de la humanidad, a la producción del ser humano perfecto? Así
se explicaba Moreau ante Prendick:
“A
un cerdo se le puede educar. La estructura mental es aún menos determinada que
la corporal. La ciencia del hipnotismo, cada vez más cultivada, parece apuntar
a la posibilidad de sustituir viejos instintos inherentes por sensaciones
nuevas. De hecho, gran parte de lo que llamamos educación moral es una
transformación artificial y una perversión del instinto semejante a las
obtenidas bajo hipnosis; la belicosidad se domestica y se convierte en valeroso
instinto de sacrificio, mientras que la sexualidad reprimida se transforma en
emoción religiosa. Y la gran diferencia entre el hombre y el mono reside en la
laringe (…), en la incapacidad para pronunciar con delicadeza diferentes
símbolos sonoros que actúan como soporte del pensamiento”. Pareciera que,
Moreau confiaba en que el ser humano requiere también una manipulación de los
sentimientos y una dirección de los pensamientos. En suma, que la humanidad se
hace a base de reprimir el instinto mediante la inducción de determinadas
creencias, tal vez entre ellas la creencia en la Ley, en el más amplio sentido
de la palabra. Entonces, ya no se trata de crear el hombre perfecto, sino el
perfecto ser social, el que recicla sus impulsos naturales en sentimientos de
solidaridad y sacrificio, el perfecto peón social. El más deseable ser social,
así, sería el primitivo alienado. No otra cosa pensaron todos los
totalitarismos del pasado siglo.
Moreau
quiere crear, a partir de los animales, seres a los que el dolor no condicione
y dirija[1],
pues no es humano el que se mueve por el dolor, tampoco el que es movido por el
placer[2].
Ha transformado los animales aquellos en criaturas que se acercan a la figura
humana, que hablan el idioma de Morea, les ha inculcado ciertos sentimientos
morales, pero no son el humano total que ansía, pues el dolor y el placer los determinan.
¿Por eso tiene que inculcarles también un respeto irreflexivo a la Ley, un
respeto a la Ley basado en el miedo al dolor? Pero Moreau acaba explicando que
su fracaso es cada vez mayor con esos seres puesto que cada vez se vuelven más
rebeldes. ¿Es el perfecto humano el que no se rebela, el que se pliega a la Ley
porque es la Ley y no porque traiga castigo y dolor su vulneración? ¿Es la
plena sociedad aquella en la que ninguno se rebela porque el valor en sí de la
Ley está asumido plenamente por todos? ¿Sería ésa que Moreaun busca la sociedad
perfecta de humanos libres o la sociedad de individuos radicalmente alienados?
¿Es la rebeldía ante la norma el indicio de la animalidad que resta, del
instinto primario no felizmente superado, o el resquicio de la mejor humanidad
que no se resigna a ser puro objeto social y herramienta del interés de un
organismo social vivo y único depositario de todo derecho? De nuevo, visto
desde hoy, asoma la historia de los totalitarismos tan recientes y cobra
sentido ese dicho que tantas veces se ha aplicado al ideal Ilustrado llevado a
su extremo, el de que el sueño de la Razón engendra monstruos. Pues, como en la
novela acaba captando Prendick, los monstruos no son las criaturas de Moreau,
el monstruo es Moreau, puede que sea la de Moreau la mayor inhumanidad.
¿Otra
vez la soterrada advertencia de los riesgos de la fe excesiva en la razón y su
poder? Si el ansia que define la Modernidad es la del ciudadano racional y
perfectamente reflexivo que asume las reglas porque son suyas y comunes con
todos, en cuanto resultantes de la razón que aúna, existe el riesgo de querer
buscar atajos ante la frustración que produce la humana diversidad en
individuos, culturas y concepciones del bien. Si la razón no se manifiesta en
coincidencia de propósitos y en la aceptación de unas mismas normas comunes
como pauta de convivencia, hágase que la razón humana, proclamada por quienes
se quieren sus supremos cultivadores, produzca el hombre perfecto que quiera lo
que debe y que se identifique absolutamente con lo que se dice que lo
identifica, las reglas racionales. De esa manera, el proceso histórico ideal se
invierte y se empieza por concebir la sociedad ideal, que es vista como
proveniente de la Razón, y, en un segundo paso, se produce el ciudadano que a
ese ideal corresponda y sirva. Ya no nacerá la sociedad de la coincidencia de
las razones de los sujetos racionales, sino que será la razón, como razón
política de los líderes más ilustrados, la que producirá los humanos
necesarios. La impaciencia histórica del racionalismo reemplaza, así, al
proceso histórico que una y otra vez frustra las expectativas de la Historia
racional. Si el hombre puede dominar la naturaleza, domínese la naturaleza
humana y háganse los ciudadanos a imagen y semejanza de lo que de la Razón la
Historia espera. El hombre nuevo ya no es la desembocadura de la Historia, la
Historia verdadera empieza con el hombre nuevo hecho por el hombre en nombre de
la Razón.
De
ese sueño surgieron en nuestro tiempo las pesadillas de los totalitarismos. El
humano en el que todavía predomine el autointerés, la búsqueda de su placer, el
deseo de su libertad, el que ponga por delante su personal bienestar y no se
doblegue a la ley de la Historia que es, ya, la misma ley del Estado, se torna
prescindible, un obstáculo, un animal egoísta e inadaptado cuyo sacrificio se
justifica por bien de la humanidad misma. El Poder y el Estado se han apropiado
de la Razón, construyen la Historia y dan derecho a existir al buen ciudadano, aquél
que acepta la Ley. Los otros serán enemigos a los que se puede destruir o
bestias de carga a las que se puede utilizar con pleno derecho porque no tienen
derechos, pues no los merecen. Perfeccionismo y paternalismo con retórica
humanista, opresión de la libertad en nombre de la Libertad verdadera, paradoja
de un poder político que mata la libertad para liberarnos y de una ciencia que,
al servicio del Poder, nos trata como objetos al moldearnos para que queramos
ser como debemos ser y para que nos veamos libres mientras obedecemos.
Moreau
desprecia a Montgomery porque se ha encariñado con algunas de aquellas bestias,
a las que ve como humanas. Moreau no transige y aborrece esas creaciones suyas
porque no tienen la perfección que busca. Dice:
“Hay
algo a lo que llaman la Ley. Cantan himnos, construyen sus propias guaridas,
recogen fruta de los árboles y arrancan hierbas: incluso se casan. Pero yo veo
más allá de todo esto, veo el interior de sus almas y sólo encuentro el alma de
las bestias, bestias perecederas, su cólera y el deseo de vivir y satisfacerse
a sí mismas (…) El resultado para mí es vana burla”.
Su
esperanza es el puma con el que ahora está trabajando. El puma que lo matará.
Pero
era Moreau mismo el que los hacía limitados para que no fueran más peligrosos.
Montgomery le explica a Prendick que “su relativa seguridad residía en la
limitada capacidad intelectual de los monstruos. A pesar de su relativa
inteligencia y de la tendencia de sus instintos animales a reaparecer, Moreau
había implantado en sus mentes ciertas ideas fijas que limitaban por completo
su imaginación. En realidad, estaban hipnotizados, les habían inculcado que
ciertas cosas son imposibles y otras están prohibidas, y estas prohibiciones se
hallaban implícitas en sus mentes, anulando todo intento de desobediencia o
litigio”.
Moreau
no podía hacerlos perfectos y libres sin riesgo de perecer. Era necesario que
creyeran en la Ley para que no se volvieran incontrolables. La Ley era el
escudo frente a la naturaleza animal.
¿Pero
puede la ley ser eficaz sin el miedo, incluso sin el miedo más irracional, sin
el miedo al que tiene el poder y sus instrumentos más temibles? Los monstruos,
que en tantas cosas actuaban como humanos, aunque no como seres humanos
perfectos, saben que Moreau ha muerto. Prendick tiene que decirles que su
muerte no es auténtica y definitiva y que, por tanto, la Ley se mantiene y se
mantiene el castigo para el que la desobedezca. Ley que, por cierto, prohíbe
las más variopintas cosas, so pretexto de que parezcan hombres los monstruos,
pero que en su fondo no tiene razón de más peso que la de evitar que el instinto
agresivo de aquellos seres reaparezca si se libran del miedo al castigo.
“- ¿Hay alguna Ley ahora?
–preguntó el Hombre Mono.- ¿Está muerto de verdad?
- ¿Hay una Ley, tú, Hombre del
Látigo? Él está muerto –dijo el Monstruo de pelo gris.
Nos miraban fijamente.
- Prendick –dijo Montgomery,
volviendo hacia mí sus inexpresivos ojos-. Está muerto. Es evidente.
Yo había permanecido detrás de él
durante toda la conversación. Empezaba a comprender lo que ocurría. Entonces,
di un paso al frente y, alzando la voz, exclamé:
- ¡Hijos de la Ley! ¡Él no ha
muerto!
M´ling volvió hacia mí su intensa
mirada.
- Ha cambiado de forma. Ha
cambiado de cuerpo -continué-. Durante algún tiempo no lo veréis. Está… allí –y
señalé hacia lo alto-, y desde allí os vigila. Vosotros no lo veis, pero Él sí
os ve a vosotros. ¡Respetad la Ley!
Los miré fijamente y
retrocedieron.
- Él es grande. Él es bueno –dijo
el Hombre Mono, mirando atentamente hacia el cielo entre los densos árboles”.
Prendick insiste:
“- Algunos han quebrantado la Ley
–dije- Ésos morirán. Otros ya han muerto”.
“- Mira –dije, señalando a la
bestia muerta-. ¿No está viva la Ley? Esto le ha pasado por quebrantar la Ley”.
Mientras
escribo este comentario, nueve de diciembre de 2013, los medios de comunicación
dan cuenta de las tremendas agresiones en un estadio de fútbol el Brasil y
aparece fotos de salvajes aficionados de un equipo golpeando con barras de
hierro a uno del otro equipo que está ya inconsciente. ¿Algo más que el temor a
la pena puede retener al monstruo dispuesto a matar por su pasión futbolística?
¿Tiene sentido seguir soñando con una ciudadanía plenamente racional que asuma
la ley por razón de humanidad o por sus contenidos propicios para el bien de
todos y el interés general? ¿Cómo apearse de tan noble utopía sin caer en las
redes de un autoritarismo estatal en el que sea la autoridad la que mate al
infiel a la ley por no ser fiel a su autor, el Estado? Ésa es la dramática
antítesis en que se mueven la Política y el Derecho en nuestra era.
Ha
muerto también Montgomery, el Hombre del Látigo. Ha muerto igualmente el
Recitador de la Ley. Prendick se queda solo con aquellos seres que van
perdiendo el miedo, el miedo a la Ley que era el miedo a sus ejecutores. “¡Qué
desgracia!... Ahora sabían que los Hombres del Látigo podían morir igual que
ellos”. Antes la Ley era inmortal porque se pensaba que eran inmortales sus
guardianes. Ahora todos se ven iguales y a los iguales no se los teme. Tampoco
a la Ley cuando es la ley de los iguales. ¿Cómo lograr el respeto a una ley que
no viene del puro poder misterioso e inalcanzable? Otro dilema de nuestra
época, otro reto para el Derecho moderno, abocado a legitimar la ley por su
origen en los ciudadanos y a tener que asustar a los ciudadanos para que teman
esa ley que se dice suya. O de cómo conciliar la legitimidad política
democrática con la coacción jurídica.
Los
monstruos dicen: “El Maestro ha muerto; el del látigo ha muerto. El que camina
sobre las aguas es… como nosotros. Ya no hay Maestro, ni Látigos, ni Casa del
Dolor. Se acabó. Amamos la Ley y la respetaremos, pero ya no habrá más dolor,
ni Maestro, ni Látigo”. Tampoco pueden darse otra ley a sí mismos, no han sido
creados por Moreau para autogobernarse, pues su autogobierno era peligro para
Moreau, para el Maestro y para el Hombre del Látigo también. A Prendick no le
queda más que escapar de allí.
Durante
un tiempo todavía “respetaron las costumbres establecidas por la Ley y se
comportaron con moderación”. Pero era cuestión de tiempo. Si la eficacia
coactiva de la Ley, llegaba la regresión. Dejaron de andar erguidos, perdieron
la facultad de hablar. No podían vivir sin la ley inhumana y carecían de
capacidad para darse a sí mismos una ley humana. Quedaba solamente su
naturaleza animal. Desatendieron las normas del decoro. “Otros se rebelaron en
público contra la institución de la monogamia”. Se quedaron sin el miedo y sin
la vergüenza, habían perdido así, dice Prendick, “el último vestigio de su
procedencia humana”. Se olvidaron también de otras habilidades aprendidas, como
el arte de hacer fuego, y volvieron a temer animalmente el fuego.
Prendick
consigue irse de la isla, pero en él ha quedado para siempre la duda:
“No
lograba quitarme de la cabeza la idea de que los hombres y mujeres que conocía
eran otros monstruos pasablemente humanos, animales con forma de persona, y que
en cualquier momento podían comenzar a transformarse, a mostrar este o aquel
síntoma de su naturaleza bestial”.
Las
criaturas eran humanas por la ley, pero en los hombres con ley sigue latiendo
el peligro de la bestia.
Se
retira al campo y se dedica al estudio. Sólo así se siente tranquilo.
“Creo
que es allí, en las vastas y eternas leyes de la materia, y no en las
preocupaciones, en los pecados y en los problemas cotidianos de los hombres,
donde lo que en nosotros pueda haber de superior al animal debe buscar el
sosiego y la esperanza. Sin esa ilusión no podría vivir. Y así, en la esperanza
y la soledad, concluye mi historia”.
Moreau
había hecho humanos y los había adiestrado en el temor a la Ley para que no
fueran tan peligrosos. Pero no los había educado para entender la ley o para
hacerla y velar por ella sin temores y por su propio interés. Tal vez H.G.
Wells quería también con esta novela decirnos que entre los polos antitéticos
de la naturaleza y la ley social hay una síntesis posible en la educación, que
no es la ley, cualquier ley, la que nos hace libres, sino que únicamente la
libertad nos ayuda a hacer leyes para no ser víctimas y rehenes del poder y su
crueldad, tampoco del poder y crueldad de la naturaleza en bruto. O quizá, más
pesimista, quería enseñarnos que al sabio nada más que le queda el retiro, el
estudio y la contemplación, mientras la humanidad sigue su camino de sangre,
mientras tantos están dispuestos hasta a matar por su equipo de fútbol o por
una patria cualquiera.
[1]
“Desde el momento en que su propio dolor le arrastra, desde el momento en que
el dolor es la razón fundamental de sus premisas sobre el pecado, desde ese
momento, es usted un animal: un animal que piensa, con un poco más de claridad,
lo que un animal simplemente siente”.
[2]
“El dolor y el placer serán para nosotros una característica sólo mientras nos
movamos entre el polvo”.
11 comentarios:
Muy bien, Toño. Me gustó mucho. Espero que esta serie sea larga, larga.
Pfff , de lo mejor, es exacto, sin duda una entrada que provoca la reflexión. Este ejercicio de literatura es excelente. Gracias por compartirlo, algo que no se olvidará. Estoy seguro que sería un error no seguir con este nuevo ejercicio.
Doctor García Amado: Si no es mucho pedir, ¿podría usted, en la próxima entrada de esta serie, escribir la lista de libros que va a comentar? Así, podemos seguirle en el ejercicio. Muchas gracias.
Estimado Anónimo:
No puedo anticipar la lista de esos libros porque sencillamente no la he pensado. Improvisaré al hilo de lo que vaya leyendo o lo que recuerde haber leído. Todo lo más, cuando esté leyendo alguna novela que creo que puedo comentar, lo comunicaré por anticipado.
Como la serie irá lenta, porque uno no da más de sí, anticipo ahora que entremedias colgaré algún comentario viejo. Por ejemplo, uno que escribí hace un puñado de años sobre "El señor de las moscas".
Le agradezco su atención, como agradezco los comentarios amables de mi amigo Pepe Calvo (experto en estos temas como ninguno) y de Diego 11.
Saludos.
Tres cosas : 1) Cualquier parecido del totalitarismo con la isla del Doctor Moreau es pura coincidencia, 2) los hinchas de fútbol que se agredieron estaría por apostar lo que sea que tenían tal borrachera que su conducta está penalmente atenuada, 3) cualquiera puede matar por cualquier motivo : patria, fútbol, hijos, un surco, cuernos,...ah y libertad, ojo con estos vean el video que corresponde a esto en youtube : Aquél mismo día fueron fusilados contra el paredón de la plaza principal de Dongo, frente al lago de Como, quince personajes, entre ellos Alessandro Pavolini, Paolo Zerbino, Nicola Bombacci, Luigi Gatti -secretario personal de Mussolini-, y varios ministros. Éstos quince cadáveres, además de los de Mussolini y Clara Petacci, el de Marcello Petacci, cuatro cuerpos no identificados y Starace, ex secretario del partido, fueron transportados en un camión a la plaza Loreto de Milán, donde en el techo de una gasolinera fueron colgados por los pies, como piezas de carnicería, y expuestos al público para que se ensañaran con ellos.
pudiendose ver los cuerpos deformados después de haber sido pisoteadas sus caras por los partisanos. La RAI emitió dichas imágenes.
El cadáver del Duce fue desmembrado y enterrado en el cementerio de Musocco en Milán, de donde sería robado al año siguiente por un grupo de neofascistas, comandados por el periodista Domenico Leccisi, que lo entregaron a los padres franciscanos
Y aquella plebe de Milán nos llena de horror en su macabra alegría.
Y fíjese profesor en nuestra sociedad ¿cómo dice Vd que es? ¿lo menos mala posible? ... ni a Wells se le hubiera ocurrido poner en boca de uno de sus monstruos esto :
Huelga salvaje en Pinto
"Hay que ser extremistas. Al que vaya a currar hay que arrastrarle"
Muy bueno: le felicito. Quisiera, no obstante, aclarar que el significado de la frase "el sueño de la razón produce monstruos" no es el que usted le asigna (ya estamos de nuevo con la interpretación...)
Usted parece asumir la interpretación de acuerdo con la cual las ensoñaciones (o los delirios) del racionalismo producen catástrofes. Bien, lo que tal enunciado significa es que el adormecimiento de la razón (la "bajada de guardia" de la razón) provoca desastres.
Gracias por este texto (y, en general, por su generosidad a la hora de compartir sus escritos con los lectores interesados en filosofía del derecho; créame si le digo que aquí se aprende mucho). Saludos.
Estimado Roland, cuatro cosas: 1) los parecidos de la Isla del dr. Moreau con el totalitarismo NO SON pura coincidencia; 2) los hinchas estarían borrachos, pero ellos decidieron libremente ponerse hasta arriba de cerveza antes de meterse en el estadio y llevar consigo barras de hierro. El que se emborracha premeditadamente y con el propósito de dar rienda suelta a su agresividad no goza de ningún tipo de exoneración o atenuación de su responsabilidad (actio libera in causa); 3) Mussolini y sus camaradas tuvieron el honor de probar un poco de su propia medicina. Es verdad que lo ideal habría sido someterlos a un juicio justo en lugar de abandonarlos a la ira de los partisanos. Pero, ¿qué quiere que le diga? Mejor eso que el exilio bajo identidad falsa en alguna república transatlántica hasta morir de viejo, como ha pasado con tantos criminales nazis; 4) ¿qué tal le ha ido en Grecia ayudando a sus camaradas en la lucha contra los inmigrantes? Un saludo.
Alberto, repuesta
a 1) ¿por qué?
a 2) hay que probar esa intención, la carga de la prueba recae en fiscalía y las barras se las arrebataron a los otros mientras no se demuestre lo contrario y al golpearles con ellas incurrieron en un error sobre los presupuestos de la legítima defensa. Y los que empezaron a dispensar la medicina esa que dice que, fueron los comunistas , que se lo pregunten al Zar, por ejemplo
a 3) espero que se lo tome con la misma filosofía cuando se lo hagan a un conocido suyo y sus familiares los partisanos comunistas, porque ya sabe como es esa gente cuando hacen un cesto hacen ciento
y 4) me fue muy bien, después de navidad vuelvo, me la gocé con los inmigrantes, si quiere algún día le cuento personalmente lo que ocurrió.
Un saludo afectuoso.
lo del Zar debe ir en 3)
Alberto
su argumento en 3) fue aplicado al Ché, ya ve que una vez que se destapa el tarro de las esencias...
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