En comentario a la entrada anterior, Gabriel Doménech, que sabe lo suyo
del asunto, nos reta, provocativamente, a que expliquemos ese misterio de la
causalidad y de las llamadas rupturas del nexo causal. No seré yo quien
pretenda contarle a él cosas que él no sepa, pero el tema en sí es importante,
todo un desafío teórico. Así que, con atrevimiento de diletante, diré cómo lo
veo yo.
He escrito por ahí que en cuestión de derecho de daños va siendo hora de
abandonar las doctrinas naturalistas y de asumir una teoría normativista. ¿Eso
qué quiere decir? Pues que la relación entre el daño, la víctima del daño y la
persona a la que el sistema jurídico imputa la responsabilidad por el daño no
es una relación “natural” o marcada por la naturaleza de las cosas, ni siquiera
por algún tipo de justicia objetiva. Todos los elementos de esa responsabilidad
están puestos por el sistema jurídico en función de decisiones
político-jurídicas, decisiones atinentes a quién se considera que debe pagar
por unos u otros accidentes o desgracias. Son decisiones referidas a quién
carga con ciertos costes, y siempre jugando con tres posibilidades: que con el
coste corra la víctima, que el coste lo asuma un tercero que se halle en
determinada relación con los hechos, con la víctima o con el directamente
causante del daño, o que los costes se socialicen, de modo que los paguemos
entre todos. Y no perdamos de vista que la responsabilidad patrimonial de la
Administración por daño extracontractual implica una socialización de los
costes del daño, igual que se socializan también en cierta medida esos costes
cuando se establecen mecanismos de seguro obligatorio de responsabilidad civil.
Una y mil veces leemos en los manuales al uso y las sentencias que los
elementos imprescindibles de la responsabilidad civil por daño extracontractual
son el daño mismo, la antijuridicidad del daño, el nexo causal entre la
conducta del responsable y el daño y la reparación. Pues bien, ninguno de esos
elementos es “objetivo” o “natural” o prejurídico, todos ellos son
construcciones del sistema jurídico y lo que por cada una de esas cosas hay que
entender es lo que normativamente se determine en el respectivo sistema.
Para empezar, el daño señalado como indemnizable puede ser un daño
puramente presunto y no probado o que incluso no admita prueba en contra. Baste
pensar en que en alguna ocasión la muerte del consorte de alguien no acarreará
ni perjuicio ni sufrimiento, sino alivio, alegría y mejora de las condiciones
de vida, pese a lo cual puede obrar un baremo que obligue a indemnizar hasta en
concepto de daño moral o “pretium doloris”.
Igualmente, el empeño en que sólo engendra responsabilidad el daño
antijurídico no casa en modo alguno con los supuestos en que hay
responsabilidad objetiva, sin culpa, casos en los que quien actuó de manera
perfectamente jurídica y hasta con mayor cuidado del exigible está obligado a
pagar. ¿Cómo puede la acción totalmente legal y acorde a Derecho de ese sujeto
ser calificada como antijurídica por el hecho de que la ley le impute a él la
obligación de reparar? Para librarse de ese embrollo y mantener el dogma de la
antijuridicidad, algunos civilistas alegan que la norma que se vulnera es la
del “neminem laedere”, pero esa norma no existe como norma jurídica, es una
pura ficción normativa. Continuamente, con nuestro hacer o no hacer, dañamos o
perjudicamos a otros, pero sólo muy excepcionalmente estamos obligados a
pagarles por ello. Si usted conquista a la novia de su amigo y se la arrebata,
siendo ella señora muy estimable y, por más señas, rica y laboriosa, le
perjudica a él, vaya que sí, pero a nadie se le ocurre decir que deba
indemnizarlo por haberlo dañado. Los administrativistas, por su lado, rizaron
el rizo del dogma y dijeron que daño antijurídico es el que no está obligado a
soportar aquél que lo padece, pero eso, además de ser bien extraño, desplaza
completamente la idea de antijuridicidad, la desplaza de la conducta del que
responde hasta la situación del dañado. Es decir, alguien tiene que pagar por
las consecuencias de una acción suya perfectamente conforme a Derecho y porque
el Derecho no dice que el otro esté obligado a aguantarse y cargar con el
perjuicio.
El dogma de la reparación, como reparación integral del daño, es eso, un
dogma más. Basta pensar en el daño moral y en la imposibilidad de su traducción
a compensación dineraria, traducción que no es correspondencia entre daño y
valor, sino decisión enteramente normativa que nada más que obedece a uno de
estos dos factores, o a los dos: o al propósito de “castigar” a alguien o al
deseo de hacerle justicia al que se supone que padeció un perjuicio que no
merecía. En el Derecho español no están reconocidos los daños punitivos, pero
de hecho entran en juego muchas veces por la vía del daño moral.
Y llegamos al dogma de la causalidad. Sencillamente es falso, una
ficción extrema, que sólo responda el que causó y nada más que el que causó el
daño. Ni responde todo el que materialmente causó, pues su conducta está en la
cadena causal que desemboca en el suceso dañoso, ni todo el obligado a
responder causó. No todos los responsables son causantes y no todos los
causantes son responsables. Entonces, ¿en qué queda el famoso requisito de la
causación?
Dado que no es viable imputar responsabilidad a todo el materialmente
causante, la doctrina y la jurisprudencia han
tenido que construir teorías normativas de la causación, de las que uno
de los ejemplos más claros es la teoría de la causalidad adecuada o causalidad
eficiente. El otro recurso teórico para evitar la responsabilidad de los
empíricamente causantes son los mecanismos llamados de imputación objetiva
(acción de regreso, fin de protección de la norma, etc.), tan acríticamente
importados de la Ciencia Penal. Pero como se trata de doctrinas puramente
normativas para recortar a los responsables de entre los empíricamente
causantes, lo que ahí tenemos son pautas normativas de imputación de
responsabilidad, no criterios extraídos de ninguna consideración naturalística
de la acción y de sus consecuencias.
Pero tampoco todos los que según el sistema jurídico deben responder
responden por haber causado, al menos por haber empíricamente causado. Caso
bien claro es la responsabilidad por omisión, pues el no hacer no causa, sino
que deja de causar. El que responde por un comportamiento omisivo no paga por
lo que su conducta causó o produjo, sino por lo que dejó de causar o producir,
estando obligado a hacer. Si yo soy el socorrista de la piscina y no me lanzo
al agua para rescatar al que se va a ahogar, no soy el causante de su muerte,
sino que responderé por no haber puesto en marcha con mi acción un curso causal
alternativo que condujera a la evitación de esa muerte, siendo mi obligación
evitarla o intentar al menos evitarla. No respondo por lo que causé, sino por
incumplir mi obligación jurídica de causar. Y no es el único caso de
responsabilidad sin causación. Otro más sería el de la llamada responsabilidad
por pérdida de oportunidad. Sobre este último asunto me remito al magnífico
libro de mi querido amigo Luis Medina Alcoz.
Bien, pero a fin de cuentas qué pasa con la causalidad como elemento de
la responsabilidad por daño. Pues pasa lo siguiente, en mi opinión. El de la
causación es un criterio más de los que el Derecho de daños emplea para imputar
responsabilidad, pero con dos matices: ni es imprescindible, pues en ocasiones
hay imputación de responsabilidad sin que el responsable materialmente haya
causado en modo alguno el daño (o sin que se requiera prueba de que lo ha
causado), ni se da nunca solo cuando es requisito.
Esto último significa lo siguiente. Nunca el Derecho (o al menos el
Derecho privado) imputa responsabilidad por la mera causación, sino que siempre
que se requiere que el responsable haya causado se va a requerir algo más. Ese
algo más puede ser una especial relación con la víctima o un especial estatuto
jurídico (ser propietario, ser fabricante...) o una relación con los hechos
dañosos que no es la de mera causación, sino de causación y algo más; por
ejemplo, causación más previsibilidad razonable de los efectos dañosos
causados. Y, desde luego, en los casos típicos de responsabilidad por dolo o
culpa a la causación se añade ese requisito adicional, el de haber causado, sí,
pero queriendo causar o no habiendo tomado las debidas medidas de cuidado para
no causar. Es en los casos de responsabilidad objetiva cuando el sistema tiene
que añadir a la causalidad un elemento adicional para hacer esa causación
jurídicamente relevante, y ese elemento adicional siempre va a ser una posición
jurídica determinada, jurídicamente definida (padre, empresario, propietario,
fabricante, importador...).
No se responde por causar, sino por hallarse en una de esas situaciones,
jurídicamente delimitadas, que hacen relevante la causación. Dicho de otra
manera: de entre todos los causantes, responsable será sólo el por el sistema
jurídico señalado como relevantemente causante, como causante a efectos de
responsabilidad. Todos los demás pueden provocar tranquilos todos los daños que
se quiera o abstenerse de cualquier acción que los evite.
Y cuando la responsabilidad es por omisión
ya claramente el criterio de imputación es bastante ajeno a la causalidad
propiamente dicha y dicho criterio tendrá que estar normativamente definido por
entero: responde el que no evitó el daño, habiendo podido y estando
jurídicamente obligado a evitarlo. Es la posición de garante lo que determina
la responsabilidad, y esa posición no es “natural”, sino normativamente
determinada.
¿Qué habría que hacer para reconducir el embrollo teórico que a diario
vemos en la doctrina y la jurisprudencia sobre estas cuestiones de la
causalidad y del nexo causal y sus inverosímiles rupturas? Relativizar en la
doctrina el requisito de la causalidad, adaptar la teoría a la realidad del
Derecho y de su funcionamiento, dejarse de ficciones naturalísticas y razonar
sobre lo que en Derecho hay, normas y parámetros normativos. Debemos teorizar
los criterios de imputación de responsabilidad, todos resultantes de decisiones
legislativas y jurisprudenciales, viendo que siempre se imputa responsabilidad
en virtud de algún tipo de relación del sujeto responsable con la víctima, con
un tercero (por ejemplo, con el menor que dañó) o con el daño.
Así que, siendo realistas y, sobre todo, congruentes con el verdadero
funcionamiento del sistema de responsabilidad por daño, tal como es, está
regulado y se aplica, deberíamos razonar a partir, en primer lugar, de la
conciencia de que se trata de dirimir quién paga a quién y por qué no de hacer
homenaje a caprichosas justicias conmutativas o restauradoras. Sobre esa base,
en segundo lugar tendríamos que pensar qué tipo de relación del sujeto con el
hecho dañoso y con el daño es relevante a efectos de imputar responsabilidad.
Aquí es donde vale más darse cuenta de una vez de que el llamado nexo causal
entre la conducta y el daño es un elemento más a considerar y que se puede
poner como condición o no. Y, desde luego, va siendo hora de dejar de hablar de
rupturas del nexo causal donde ni hubo causalidad material ni era condición que
la hubiera o donde lo que se “rompió” no fue el nexo causal (que lo hay o no lo
hay, pero si lo hay por definición no se “rompe”), sino que se aplican
criterios negativos de imputación de responsabilidad, criterios que exoneran al
sujeto de responder aunque su acción esté en la cadena causal empírica.
Asúmase que, en el fondo y llevadas las cosas a su extremo, no hay más
que dos alternativas. Una, la de resignarse a que los jueces decidan caso por
caso en equidad o según lo que estimen que demanda la justicia. Entonces no
habrá mucha certeza o previsibilidad del contenido de las sentencias en esta
materia. La otra alternativa sería que se intentara una tipificación congruente
y efectiva, en lo posible, de los criterios positivos y negativos de imputación
de responsabilidad, pero llamando a cada cosa por su nombre y no adulterando
conceptos, como el de nexo causal, o fingiendo que se aplican patrones
preestablecidos de imputación cuando, en verdad, se trata de ficciones
jurídicas que se toman o se dejan nada más que en razón de a quién se quiera
hacer pagar el pato.
La situación que tenemos, a mi juicio, es la que resulta de la más
perniciosa mixtura de esas dos alternativas: se decide en función de
convicciones sobre lo justo o de intereses legítimos o ilegítimos relacionados
con la política y la economía, pero se aparenta que se trata de insoslayables
aplicaciones de pautas normativas como las de la causalidad, entre otras y por
no hablar de otro tipo de tergiversaciones conceptuales, como las que, sin ir
más lejos, tienen que ver con el concepto de culpa.
Tratemos ahora del caso que en su comentario a la entrada anterior
planteaba Gabriel Doménech. Decía: “Imaginemos que estoy obligado por la ley a
guardar mi pistola en una caja fuerte. Imaginemos que incumplo este deber de
cuidado, lo que propicia que un ladrón me robe el arma. A continuación, el
ladrón comienza a matar a gente con ella. Imaginemos que asesina a 200 personas
en el curso de cinco años. ¿He de responder patrimonialmente de todas esas
muertes? Mi intuición me dice que no, aunque ahora mismo no sabría razonar por
qué no. ¿Algún alma caritativa me lo puede explicar? Decir simplemente que
"la ulterior intervención dolosa de un tercero rompe el nexo de
causalidad" no me vale”. Estoy de acuerdo con su intuición y con su
disconformidad en reconducir la cuestión a misteriosas rupturas del nexo
causal. Entonces, ¿cómo podría enfocarse el asunto?
En primer lugar está por hacerse y debería construirse una teoría
general de la responsabilidad jurídica de los sujetos, integrando en un
conjunto coherente y bien sistemático todas las maneras de responder conforme a
Derecho. Aquí es relevante lo que en su comentario aporta Exiliado, ver si ya
hay una conducta que va a tener sanción penal o administrativa. No es, para
nada, que no deban superponerse la responsabilidad por el ilícito penal y
administrativo y las responsabilidad civil o patrimonial por el daño, sino que
hay que considerar cuántas consecuencias negativas tiene sentido que se
acumulen para el que actuó infringiendo una norma. Complementariamente, debería
considerarse si para el daño en cuestión están establecidos en el sistema otros
mecanismos de compensación con cargo a las arcas públicas, como sucede en el
caso de ciertos delitos, como los de terrorismo.
En segundo lugar, se echa en falta, al menos en el campo de la
responsabilidad por daño, una buena y completa teoría que diferencie entre
responsabilidad por acción o por omisión. En el caso que plantea Gabriel
Doménech ¿responderá el sujeto por lo que omitió (el encerrar el arma en una
caja de seguridad) o por lo que hizo (¿dejar el arma fuera de una caja de
seguridad?).
En tercer lugar, convendría reconducir el tema a un tratamiento adecuado
de la culpa. A lo largo de los últimos cincuenta años ha habido una evolución
doctrinal y jurisprudencial curiosa y desconcertante. Primero se dio un
movimiento de objetivación de la responsabilidad por daño. En el ámbito civil
se extendió hasta el absurdo el requisito de culpa del art. 1902 del Código
Civil, unas veces jugando con ideas como la de culpa leve o levísima, cuando en
verdad no se veía reproche subjetivo ninguno y otras, ya en el absurdo,
aduciendo que, cuando hubo daño, la culpa está en la mera causación, como si la
causación sin culpa fuera ya por definición causación culposa. Por su lado, los
administrativistas interpretaron con gran alegría que lo del funcionamiento
normal o anormal de los servicios públicos que dice el art. 139 de LRJAP
equivale a la plena objetivación de la responsabilidad patrimonial de la
Administración.
Llegaron entonces los excesos jurisprudenciales, cundió la alarma y hubo
que dar marcha atrás. No se podía admitir que en Derecho privado la pauta
general fuera la responsabilidad objetiva, ya que entonces o bien todo el mundo
responderá todo el tiempo por cualquier perjuicio que su hacer cause a otros,
aun cuando ese hacer sea perfectamente lícito, o bien serán los tribunales los
que a su antojo y sin atadura legal ninguna, decidirán caso por caso quién
responde y quién no, según el sentir en cada caso y conforme a una idea de
justicia del caso concreto. En cuanto a la responsabilidad patrimonial de la
Administración, es indiscutible el riesgo que, entre otros, señalaron Pantaleón
y Mir Puigpelat, el de convertir a la Administración Pública en una especie de
aseguradora universal. Los vaivenes de la jurisprudencia
contencioso-administrativa son bien conocidos y el hito que acabó de encender
todas las alarmas fue la comentadísima sentencia de responsabilidad de la
Administración sanitaria en el famoso caso del paciente con doble aneurisma.
Pasaron entonces dos cosas. Una, que el cheque en blanco que la
objetivación acrítica de la responsabilidad brindaba a los jueces llevó a éstos
a sopesar, como base de sus decisiones, un factor principal: las consecuencias
económicas de sus sentencias en la materia, sean las consecuencias económicas
para las víctimas, sean para el erario público o el balance de las empresas. Y,
sobre todo, empezó a ser determinante la existencia o no de seguros
obligatorios. La idea venía a ser ésta: si paga el seguro, adelante con las
indemnizaciones generosas; si paga el Estado, adelante también, pero con el
límite de la ruina o crisis seria de las finanzas públicas. De esa manera la
judicatura sucumbía a la tentación de inmiscuirse en lo que, en principio, debe
ser competencia del legislador, las políticas generales de reparto y
distribución de beneficios y cargas entre los ciudadanos. Pues quizá no se
reparaba suficientemente en que cuando paga la Administración Pública o pagan
los seguros nos hallamos ante sistemas de socialización de los costes del daño.
Había que echar el freno y se buscó para ello un pretexto doctrinal.
¿Cuál? La noción de nexo causal. Cada vez que se quiere restringir la
imputación de responsabilidad a un sujeto se va a alegar que hubo una ruptura
del nexo causal. Y, por las mismas, cuando interesa hacer que alguien responda
y aunque su acción esté muy lejos o simplemente no esté en la cadena causal que
acaba en el daño, se dice que hay nexo causal no roto. Así es como la
causalidad se convierte en el gozne de todo el sistema, en el eje de las
decisiones jurisprudenciales en la materia. Pero con un enorme problema teórico
y conceptual: se trata de una noción puramente ficticia de causalidad, de una
idea de causalidad totalmente arbitraria y carente de apoyo en doctrina
congruente, un concepto ad hoc meramente instrumental, una simple cláusula
retórica que vale lo mismo para justificar una decisión y su contraria, a gusto
del consumidor. Además, toda la caótica elaboración jurisprudencial de la
causalidad carece por completo de apoyo legal, pues el legislador calla, los
jueces hacen y el sistema del Derecho de daños se desintegra en casuismo y
absoluta falta de sistematicidad.
Sobre el papel no tendría que haber sido tan difícil la elaboración de
un sistema medianamente coherente. ¿Cómo? En Derecho privado, trabajando con la
idea de culpa y, paralelamente, armando una teoría de la responsabilidad
objetiva que no la convirtiera en algo distinto del supuesto excepcional que
es. Normas del Derecho español en mano, tenemos que la regla general es la de
la responsabilidad por culpa del art. 1902 del Código Civil y que esa regla
general encuentra un puñado de excepciones, unas en los artículos siguientes
del Código Civil y otras en legislación especial, como la atinente a
instalaciones nucleares, compañías aéreas, productos defectuosos, etc. Y en
Derecho administrativo bastaría ponerse a pensar (alguno lo ha hecho, lo sé) si
realmente pueden ser iguales las consecuencias del daño cuando los servicios
públicos han funcionado normal o anormalmente, con respeto a las normas que
regulan la prestación de dichos servicios o con ilicitud jurídica. Porque, si
no, pasa lo que vimos en una de las sentencias ayer comentadas aquí, que se empieza
por restringir la responsabilidad en los casos de funcionamiento normal y se
acaba exonerando de responsabilidad cuando patentemente ha habido
funcionamiento anormal, incumplimiento de los deberes de la Administración.
Pero, por alguna extraña razón, se ha pensado que volver a la culpa era
retrógrado o poco progresista o poco acorde con ciertos estereotipos, como el
de la llamada sociedad del riesgo. Como si no fuera el riesgo mayor el que se
desprende de una jurisprudencia perfectamente caótica sobre la responsabilidad
por daños y por riesgos. Es más, primero se quisieron justificar los supuestos
legales de responsabilidad objetiva como supuestos de responsabilidad por mera
creación de riesgos y luego se fue objetivando lo que legalmente debe ser
responsabilidad subjetiva, por culpa, estimando que hay culpa en la mera
creación de riesgo, aunque se trate de riesgos propios de actividades
perfectamente legales y socialmente asumidas, asumidas por los beneficios que a
la sociedad aportan.
La responsabilidad objetiva, cuando la ley así dispone, va por su lado,
es responsabilidad jurídicamente asignada en razón de la posición jurídica del
sujeto legalmente llamado a responder. En esto la idea de causación aporta bien
poco. No se responde por causar, sino por ser el fabricante, el titular de la
compañía aérea que tiene el accidente, el dueño de la casa de cuya terraza se
cae el tiesto sobre un viandante, el propietario del animal, etc. Pura cuestión
de subsunción, más o menos sencilla.
¿Volver a la culpa en los casos de responsabilidad no legalmente tasada
como objetiva? Sí, pero reconduciendo a este concepto elementos que se usan
para razonar sobre el nexo causal. En ese sentido, y como creo que ha señalado
ya algún civilista (entre otros, Fernando Peña), démonos cuenta de que cuando
se habla de causalidad adecuada o causalidad eficiente se introducen elementos
atinentes a la previsibilidad por el sujeto de las consecuencias de su
conducta. La previsibilidad del resultado no es un elemento de la causalidad,
sino un elemento subjetivo que se toma en cuenta a efectos de imputar o no
responsabilidad. Aquí es donde me parece que habría que reelaborar la idea de
culpa en Derecho de daños y utilizar nociones como la de “dominio del hecho”
que manejan los penalistas al hablar de autoría penal. Responde por el daño
(fuera de los casos de responsabilidad objetiva) el que tiene el dominio del
hecho porque tiene el control sobre su propia conducta y porque puede
razonablemente prever las consecuencias dañosas de su conducta, y hasta donde
tenga sentido considerarlas previsibles. Por eso, y como ya han explicado muy
bien civilistas como el citado Fernando Peña y como Martín García-Ripoll, al
menos en Derecho de daños los denominados criterios de imputación objetiva son
en verdad criterios de imputación subjetiva, criterios negativos de imputación
subjetiva, pues no excluyen la causalidad, sino la culpa, entendida, en mi
idea, como dominio del hecho.
Si yo tengo una pistola y no la tengo a buen recaudo en una caja de
seguridad, como la legislación me ordena, puedo prever con algún grado de
probabilidad que un niño la coja y se hiera o hiera a otro, o que un ladrón se
la lleve y dispare con ella cuando es descubierto en su huida. Pero que ese
delincuente emplee mi pistola para asesinar al Jefe del Estado es algo que con
mucho rebasa lo para mí o para cualquiera imaginable de antemano y, por tanto,
no se me debería imputar responsabilidad por ese daño obligándome a indemnizar
a los deudos. No es que yo no responda porque se haya roto la cadena causal
(¿cuál cadena causal y qué parte de mi conducta se inserta en ella, mi acción
de dejar la pistola fuera de la caja o mi omisión de guardarla en la caja?), no
responderé porque mi culpa no puede llegar a tanto, porque no puedo ser
culpable de lo que por completo rebase mi esfera de control sobre las
consecuencias normales o razonablemente previsibles de mi conducta. En otras
palabras, la pregunta que tiene sentido no es la de si causé yo aquel
magnicidio, sino la de si tendré yo alguna culpa del mismo.
Puede que esos planteamientos alternativos no sean con facilidad extrapolables
a la responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas. Creo que ahí
lo primero que se necesita es decidir si todos los supuestos de daño derivado
de funcionamiento anormal de los servicios públicos dan lugar a responsabilidad
objetiva o si incluso en esos casos de funcionamiento anormal del servicio se
requiere también un elemento de previsibilidad razonable del resultado dañoso.
Y, desde luego, se debe delimitar en qué puede consistir un funcionamiento
normal ligado a la responsabilidad por el daño que sea su “consecuencia”. Como
hipótesis, diría que funcionamiento normal es el funcionamiento legal que, sin
embargo, podría haber sido de otro modo. Se imputa responsabilidad cuando el
servicio público operó de tal manera que, aun siendo manera normal o habitual,
y lícita, produjo un daño que no habría acontecido si se hubiera optado por
otra alternativa, siendo razonablemente previsibles las consecuencias de una
alternativa y de la otra. La clave no está en el nexo causal que se ata o se rompe
al albur del intérprete, sino en pensar que también la Administración Pública
elige entre alternativas y se expone a que se le imputen ciertos costes de las
malas elecciones.
4 comentarios:
Estoy de acuerdo en casi todo. Las grandes cuestiones de la responsabilidad civil están necesitadas de una profunda revisión. Los Tribunales dicen una cosa y hacen otra. Las invocaciones que suelen hacer a la relación de causalidad, al deber jurídico de soportar el daño, etc. funcionan en la práctica como argumentos apodícticos que esconden una decisión previa adoptada intuitivamente acerca de si el demandado debe responder o no (de si conviene o parece justo que indemnice).
El caso de la pistola (y de los explosivos de Mina Conchita) es interesante porque, aunque el demandado haya contribuido a la causación del daño(entendida la causalidad en un sentido puramente fáctico) y lo haya hecho con una negligencia, la intuición nos dice (o por lo menos a mí me lo dice) que no debe responder. Y así lo consideran también los Tribunales, en contra de lo que se desprende lógicamente de los argumentos que esgrimen.
Y es probable que haya buenas razones para que en estos casos no haya responsabilidad. Desde luego, tengo claro que esto es un problema normativo, no fáctico. Intuyo que hay razones de eficiencia económica (de bienestar social) que desaconsejan la responsabilidad en estos casos. Lo que hay que hacer es buscar y encontrar esas razones, no acudir al timo de "la ruptura del nexo causal", del "deber jurídico de soportar el daño" y similares.
En lo que no acabo de estar de acuerdo es en el criterio de la previsibilidad que se apunta en el post. Me parece que es perfectamente previsible que se puedan cometer delitos con un arma de fuego o explosivos robados. ¡En gran medida por eso precisamente se obliga al propietario a adoptar fuertes medidas de seguridad! Además, la previsibilidad es una cuestión de grado. Puede ser más o menos probable que dichos objetos se utilicen con fines criminales. ¿A partir de qué grado de previsibilidad se "rompe el nexo causal"?
En fin, que aquí hay mucho, mucho, por hacer. El problema, creo, es que la doctrina española (y especialmente la civilista) es sumamente conservadora y se resiste a abandonar el paradigma teórico en el que ha vivido instalada desde hace cientos de años, para empezar a construir uno nuevo prácticamente desde cero, que es en mi opinión lo que habría que hacer. Pero, bueno, tampoco nos preocupemos demasiado. Otros lo están haciendo por nosotros. Cuando lo tengan algo más depurado, ya los copiaremos. Que inventen ellos.
Yo no sé si se han dado cuenta ustedes dos pero ambos andan mezclando la calidad técnica de los operadores, en su motivación, con la ontología de ciertos conceptos jurídicos aunque también o a su pesar.
No acabo de entenderlo porque, aunque debe haber una relación -no me atrevo a decir que nexo causal- entrambas, una cosa será cambiar el paradigma como apunta el sr. Domenech, tarea propia de los juristas que en este mundo han sido pero que como bien apunta se puede hacer con el copiapega de siempre, y otra mejorar la deficiente técnica de los operadores jurídicos en un país como el nuestro de deficientes generales, incluso de excelentes deficientes o deficientes a conciencia y perseverancia completa, que los hay y muy buenos en esa especialidad, donde uno los vaya a buscar a poco que escarbe.
Para ésto último nos harán falta pero más todavía...
Un saludo.
Lo que me he podido reír esta misma mañana oyendo a todo un ex magistrado del TC decir que no podía opinar sobre la constitucionalidad del cierre de Canal 9 porque no era de Valencia y su madre le había aconsejado siempre que fuera prudente...pues éso, cambiar, cambiar...
Otro saludo.
Si se quiere empezar, hacerlo desde la expresión "responsabilidad"; es que esto nos lleva, se quiera o no, al ámbito del derecho penal, predominantemente normativista. Quizá valga la pena voltear a ciertos criterios interesantes, como el de que la acción indemnizatoria es mas bien modesta en sus pretensiones frente a daños, o a la doctrina italiana, que insiste en el daño injusto.
Interesante e ilustrativa exposición Como casi todas las que vd. habitualmente realiza.
Sin embargo, permítame diferir, cuanto menos, respecto a que en el que en el hipotético «caso de la pistola», no es sujeto responsable quien —teniendo la obligación de hacerlo—, no guardó en la caja fuerte la pistola con la que luego se cometieron varios asesinatos.
Déjeme anticipar, que soy de la opinión de que la responsabilidad debería de graduarse en función de varios elementos. Entre ellos, de «la acción de resultado»; esto es, del peso o de la influencia que tiene en el resultado final (en lo que acontece) tanto la acción u omisión del sujeto agente.
Me explicaré por medio de otros ejemplos similares. Imaginemos la siguiente situación: ese padre, madre o cualquier otra persona, que esta cuidando a un niño pequeño; es un tercer piso; debido a un descuido, dejan abierta una de las ventanas por la que el niño se asoma y cae a la calle falleciendo al instante —o le pasa cualquier otro daño físico— ¿Acaso ninguno de ellos no tendría responsabilidad alguna por incumplir con su deber de cuidado?
O ese carcelero que, por idéntico motivo, deja la puerta de la celda de un preso muy peligroso abierta; este se escapa y lo primero que hace es cometer un acto delictivo —grave— ¿Tampoco tendría ninguna culpa o responsabilidad? ¿No merecería ninguna sanción o castigo? Particularmente pienso que todos esos sujetos sí que son responsables de lo ocurrido.
Extrapolado al ejemplo de la pistola, es claro que hay un resultado que son los 200 asesinatos; y que no tiene la misma culpa quien no guarda la pistola que quien asesina. Pero aquel sí que es responsable —indirecto— de los hechos. La pregunta es obvia y sencilla ¿Se cometerían tales asesinatos de estar la pistola guardada en la caja fuerte? Salvo que la robasen, evidentemente no.
Es un asunto muy interesante que daría para muchos más comentarios.
Saludos y muchas felicidades por su blog
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