04 julio, 2014

Derechos y antojos.



El relato de hoy tiene en sí poca sustancia, pero con algo de esfuerzo podemos sacarle cierta utilidad teórica. Lo primero que uno piensa es que se va haciendo mayor, bastante mayor, pero luego constata que esa mismas cosas que pasaré a contar ahora las hacen también algunos de sus mismos años, aunque, ciertamente, en proporción menor que los más jóvenes. Me parece que lo que hay detrás no son contrastes entre generaciones, sino que estamos ante indicios de cambios sociales. Y lo más útil será plantearse qué cambios son ésos y cuáles, si acaso, sus consecuencias generales, más allá de la anécdota personal.

Para no andar en demasiadas vueltas, sintetizo un puñado grande de casos en una historia única e inventada, pero completamente representativa y significativa. Repito, es invención al hilo de la experiencia, que no se me moleste nadie en particular. Y adapte cada cual el relato a su oficio y sus vivencias.

Ponga que usted es, como yo, profesor universitario. Hace unos años apareció por su lugar una persona que quería hacer su tesis doctoral. Llamémosla Margarito. Margarito ya en el primer encuentro le explicó que estaba interesadísimo en el doctorado y que le gustaría que usted le dirigiera el trabajo doctoral. Después de darle juntos unas cuantas vueltas a la situación, acordaron un tema para investigar, el posible objeto de la tesis. Margarito le dice que sí, que ese tema puede estar bien. Y de inmediato empieza a mostrar síntomas que usted, ingenuo y confiado, no utiliza para hacer el diagnóstico debido. Pues acto seguido le dice el buen hombre que, ahora que ya tienen lo básico, le explique usted qué debe él hacer.

¿Qué debe hacer? Sí, aquí es donde las cuestiones se bifurcan, pues, por un lado, quiere saber qué trámites burocráticos y académicos debe completar, cuándo y cómo tiene que matricularse o inscribirse, cuánto cuesta, de qué plazo dispone, etc. La contestación normal y razonable sería esta: mire, buen amigo, eso le toca averiguarlo a usted, pues me ha dicho que busca director de su tesis doctoral y no una gestoría ni un secretario personal. Pero no, ahí está usted poniéndole los papeles en bandeja para que no se fatigue con burocracias ni pierda su tiempo, él, leyendo reglamentos o consultando en la oficina administrativa correspondiente. Es como si el que va para futbolista le pide al entrenador del equipo ayuda para su declaración de la renta.

La siguiente pregunta ya es la monda: ¿me podría decir qué bibliografía básica debo utilizar para mi tesis? Hombre, pues mire, eso le corresponde a usted, yo le puedo recomendar un par de libros para arrancar, pero mal empezamos si empezamos así.

Se inscribe, cumple con los trámites reglamentariamente previstos (un pequeño curso de esto, un trabajito sobre lo otro…) y al cabo de seis meses, seis, regresa con este planteamiento: ya leí aquellos dos libros que me dijo. ¿Y? Pues que a ver si me recomienda otros dos; ésos que me sugirió me gustaron regular. Usted, que ya ve que está gastando su tiempo con un mindundi algo superficial, le deja otros dos volúmenes, convencido de que no volverá a verle el pelo.

Pasan tres años, cuatro tal vez. Suena el teléfono de su despacho. Es Margarito que, con voz acelerada y tono de emergencia, le explica que necesita hablar con usted urgentísimamente. Le contesta que de acuerdo, que cómo le va mañana a las nueve. No, a las nueve no, pues no puede él. ¿Pasado mañana? No, que tampoco -dice Margarito-, pues he acumulado dos años de vacaciones y estoy pasando dos meses en Roma y recorriendo todos los museos de la ciudad, esto es fantástico, ¿ha estado usted en Roma? ¿Y cuándo regresa de Roma?, pregunta usted. Dentro de cuarenta y cinco días, pero me urge verlo esa misma semana de mi regreso. Vale, se citan para dentro de mes y medio.

Llega el día y aparece Margarito dos horas más tarde de la concertada. No se disculpa. Tiene buen aspecto, moreno, aseado, expresión risueña, desenvoltura. Va rapidísimo al grano: verá, es que me he enterado de que dentro de ocho meses finaliza el plazo para presentar mi tesis y si no la defiendo ya tendría que empezar de nuevo todo el proceso y hasta cambiar de tema. ¿Ocho meses? Sí, ya ha preguntado y le quedan ocho meses, aunque cabe una prórroga de dos más, diez meses en total. ¿Y qué ha investigado sobre su tema en estos años? Contesta: leí y subrayé los cuatro libros que usted me recomendó y hasta saqué algunas notas. ¿Cuatro libros? Sí, sí, los cuatro, no se crea. ¿Y considera usted que en estos diez meses venideros le dará tiempo a hacer mucho más y leer y trabajar a fondo las cincuenta monografías y aproximadamente los otros doscientos artículos doctrinales que tendría que dominar? Verá, de eso quería hablarle, estoy viendo que por mucho que me apure ya no me va a dar tiempo a redactar mi tesis sobre ese tema. ¿Y entonces? Pues que he pensado cambiar de tema. Ah, pues dígame. Y le dice: he oído que ha salido una ley nueva sobre mediación paterno-filial en familias desmembradas y creo que sobre tal cuestión sí me puede quedar un buen estudio, pues ya durante la carrera hice un trabajo sobre algo parecido en la asignatura de Procesal Civil. ¿Y qué ley dice usted que quiere analizar? No sé, el dato no lo tengo, pero voy a buscar la norma en cuestión y la leeré esta misma semana. Además, tengo un primo procurador de los tribunales que dice que me puede ayudar un poco y buscarme jurisprudencia.

Si usted le replica lo debido y adecuado, que es que por qué no se marcha por donde vino y que lo deje en paz, se puede indignar muchísimo y saldrá diciendo que menuda porquería de científico es usted y que bien se ve que en este país nadie apoya la investigación de los noveles. Si a usted en ese instante le falta carácter para mandarlo a la porra y le sigue dando largas, con el consejo de que bueno, que empiece y que ya veremos en qué queda todo, sus sobresaltos no habrán hecho más que empezar.

Transcurren otros ocho meses y un día Margarito vuelve. Aquí está, le dice, mientras saca de su maletín un paquetito de folios impresos, concretamente setenta y seis. ¿Y eso? La tesis, le responde ufano y cargado de satisfacción. Me costó, añade, pero aquí lo tengo todo. Ahora necesito que me indique cómo son los trámites para el depósito del trabajo y para proponer tribunal, y si se encarga usted de todo o tengo yo que hacer alguna cosa. Todo eso se lo casca Margarito con la mayor naturalidad y un punto de soberbia, casi como el que le da unas instrucciones al mayordomo.

Es una historieta real como la vida misma, pero cabrían otras mil con diversos protagonistas. Las hay también con estudiantes de licenciatura o grado. Jennifer Josefina, de segundo de carrera, ha suspendido el examen final, tiene una nota de uno sobre diez. Se presenta a revisar su examen y comprobar que no hay errores en la calificación. Usted busca su ejercicio y se lo pasa. Lo toma y, sin echarle ni un vistazo, le suelta: es que yo vengo a que me diga usted en qué fallé. Criatura, corazón, alma cándida, su nota es de uno sobre diez, es un suspenso total, no ha dado una a derechas, está mal todo. Réplica: es que yo salí del examen bastante contenta, convencidísima de que como mínimo tendría un cinco. ¿Un cinco? Sí, y eso porque ya me han dicho que usted califica bajo. Usted, tratando de mantener la calma y preguntándose por qué dejó de fumar, con lo bien que viene en un momento así encender un cigarrillo y contar hasta cien: mire, eran diez preguntas y cinco las dejó en blanco; en las otras cinco sí contesta algo, pero nada más que burradas, locuras completas, esto no hay por dónde cogerlo. Contraataca: ya, pero es que yo estudié por sus apuntes. Yo no doy apuntes, le aclara usted. Pues a mí me dejaron unos apuntes y me dijeron que eran los suyos. No sé de quién serían, pero su examen es lo que es, una chapuza completa. Jennifer Josefina: pues el que me los dejó sacó un siete, así que ya me explicará usted qué baremo es ése y cómo corrige.

Créame el amable lector, lo del doctorando feliz lo he vivido yo mismo media docena de veces y lo de estudiantes con esos ánimos lo veo cada año una vez tras otra. Ahora ya casi no me altero, pues me he ido dando cuenta de que apenas hay mala intención ni son conscientes de lo que dicen y lo que piden. Van así y son así porque así están las cosas. ¿Dónde está el fallo, si es que hay fallo?

Han ido cambiando las pautas sociales y los hábitos, las actitudes y los usos. Y se han alterado en todos, por todas partes, no sólo entre estudiantes, por ejemplo, también entre profesores. Si en mis tiempos de alumno a uno se le ocurría ir a pedirle a un profesor explicaciones por suspenderle un examen casi en blanco, los gritos se habrían oído en un par de kilómetros a la redonda y puede que ese estudiante hubiera salido por la ventana. Ahora no, y bien está. Ahora templamos gaitas, y repito que mejor alternativa será ésa que la de la agresión verbal. Eso no lo dudo. Pero entre lo uno y lo otro, no acabamos de dar con el virtuoso término medio. Por ejemplo, ¿qué me impide a mí tratar a Margarito como se merece y mandarlo a tomar vientos, por ceporro y cretino? Pues no sé, pero algo hay en el ambiente que nos tiene así, apocaditos.

Con todo, creo que el cambio social más importante es el siguiente. Vivimos en la era de los derechos, aunque sea de los derechos mal entendidos y a costa de acabar con los derechos auténticos. Ya no se estila decir “me gustaría X” o “aspiro a X” o “voy a intentar X” o “me convendría conseguir X”. Ahora se parte de un contundente “tengo derecho a X”. ¿Usted se matricula en el doctorado? Pues tiene derecho a ser doctor. ¿A ser doctor si hace una tesis buena y que pase todos los controles? No, no, a ser doctor he dicho. Toda objeción es frustración ilícita de un derecho básico y fundamentalísimo. ¿Es usted estudiante de tal asignatura de una carrera universitaria? Pues tiene derecho a aprobarla. ¿Y si hace una porquería de examen? Pues igualmente, ¿acaso no he pagado mi matrícula como cualquiera?

El ciudadano con una pequeña gripe acude a la consulta hospitalaria de urgencias. El médico le echa un vistazo y le dice que espere, que lo suyo no corre prisa y que acaban de entrar dos con aneurisma, uno que ha tenido un accidente y se desangra y tres más con un derrame cerebral. El ciudadano levemente griposo monta en cólera y organiza un escándalo porque no se satisface su derecho a ser urgentemente atendido en el servicio de urgencias.

Se parte de que toda pretensión está respaldada por un derecho indubitado y de que toda frustración de expectativa o deseo es vulneración de un derecho. El sistema jurídico se bloquea por sobresaturación de derechos imaginarios. La resolución de los conflictos se vuelve casuística y se avienen las instituciones y los operadores a examinar las circunstancias personales concretas. Aunque los setenta y cinco folios de Margarito sean una boñiga y el examen de Jennifer Josefina esté en blanco, se debe ponderar si Margarito es padre de familia, si se daña su ascenso laboral por no hacerlo doctor, si ha tenido un divorcio traumático y no sea que le vengan impulsos suicidas; y a Jennifer Josefina hay que considerarle que ya es la penúltima convocatoria en esa asignatura y que sus padres viven en la Alcarria y no pueden prepararle las cenas o si tendrá un hermano militar destinado en el Líbano y fíjate qué inquietud.

Los deseos son norma, los intereses se han vuelto imperativo social, el rigor del que juzga se ve como indicio de su carácter reaccionario y de su afán por sabotear el buen rendimiento institucional. El que tiene obligación legal de controlar se topa con incentivos perversos para aligerar la exigencia requerida. Si ése profesor al que se le presenta Margarito con su folios infames quiere acreditarse para profesor titular o catedrático, sabe que si hace la vista gorda y Margarito se doctora él tendrá un mérito más en su currículum y lo podrá alegar ante la correspondiente agencia evaluadora. Así que adelante y ahí veremos, felices y contentos, a Margarito con su título y al otro con su pose de director científico de tronío. Un amigo de otra universidad me contaba hace poco que  a todos los profesores de allá que no han aprobado al cincuenta por ciento de sus estudiantes les ha enviado la autoridad una cartita diciendo que están incumpliendo sus objetivos y que se les puede abrir expediente para ver qué pasa y en que fallan ¡ellos! Entre los no aprobados estaban los no presentados, naturalmente.

Infantilismo pedestre, derechos verborreicos, tolerancias acomodaticias, facilismo ramplón, renuncia a la toda responsabilidad, egoísmos sin tasa. La alternativa al autoritarismo no es la blandengue condescendencia. Pero el país y sus instituciones van por su camino. Y ese camino tiene su avieso sentido. Lo que las instituciones públicas no controlen norma en mano lo determinará implacable el mercado. Jennifer Josefina y Margarito no saben que esos títulos que puerilmente persiguen ya casi carecen de valor y pronto no tendrán ninguno. Los vemos y los veremos a todos pletóricos de derechos nominales y, a la hora de la verdad, tendrá trabajo solamente el rico y tratamiento médico el que pueda pagarse el seguro privado. La manera más perversa y sutil de recortar derechos consiste en diluirlos, en dejarlos sin objeto ni sentido, en desvincularlos de las normas para ponerlos a merced de los caprichos y las dinámicas sociales incontroladas. No vamos, aquí y ahora, hacia una feliz arcadia sin Estado o con un Estado bonachón y paternalista; caminamos de vuelta al estado de naturaleza, pero con clases sociales y hasta estamentos, ojo. El nuevo siervo de la gleba tendrá tres carreras y un doctorado; y le van a dar mucho por el saco.  

5 comentarios:

Anónimo dijo...

En mi universidad se han inventado la "asignatura de bajo rendimiento". Si no se aprueba a un mínimo del 30% incluyendo, efectivamente no presentados, el Inspector General (figura perversa de relativo nuevo cuño aquí) te inspecciona, y qué por usted suspende a tanto niños tan guapos y tan listos.
Lo hacen con las diez que rinden menos en cada centro, y al año siguiente repiten la cosa, y al otro... En una década, inspeccionarán al que dé menos matriculas de honor. ¡Están locos estos romanos!

Anónimo dijo...

Parece que se han puesto de acuerdo.


http://derechomercantilespana.blogspot.com.es/2014/07/el-mercado-es-un-hijo-de-puta-y.html

Anónimo dijo...

La Jenifer Josefina, real como la vida misma...
Y el tono de los correos electrónicos q. nos envían...

Anónimo dijo...

¿Pero es que acaso hay derecho a que los no presentados no aprueben? ¿Qué atrocidad esa de obligarles a presentarse para aprobar? Como se enteren en la Unidad para la protección de los derechos humanos y las derechas humanas de las personas estudiantes van a ver esas personas profesoras tan malvadas lo que vale un peine...

Elkatzer dijo...

Un momento, no corra tanto profesor que asi no podemos cojer apuntes. Al dictado por favor.