La historia seria, la escrita por historiadores
sesudos, ahítos de legajos guardados en archivos penumbrosos, está trufada por
los datos económicos, las decisiones políticas, los acuerdos diplomáticos, las
declaraciones de guerra o paz, todo lo cual va conformando el relato de un
período del pasado.
Junto a esta historia formal, a mí cada vez me
gustan más las historias tejidas sobre historietas, es decir, hilvanadas en el
cañamazo de las anécdotas curiosas, de sucedidos indiscretos o de los dichos
que se ponen en boca de este o de aquél personaje. Cuando la historia se
edifica con estos materiales ligeros dijérase que se ha bajado de su pedestal
de ciencia social o humana -o cómo se la llame- para convertirse en un familiar
cercano o en uno de esos amigos que disponen de entrada franca en nuestras
viviendas y la llenan de su trato confianzudo.
Porque la anécdota es justamento eso: confianza a la
que se empareja la cercanía. Cuando se nos cuenta por ejemplo la forma en que
trataba de fornicar Carlos II (en la prosa de Ramón J. Sender), la majestad de
este personaje ha quedado a nuestro alcance y es entonces cuando ya podemos
penetrar, sin que se nos nublen las entenderas, en los entresijos de su
reinado, en las idas y venidas de su madre, de sus validos, de sus disparates y
de sus testamentos. Y lo mismo ocurre con las menudencias adorables que
Valle-Inclán nos ofrece en sus novelas carlistas o isabelinas.
La anécdota es así la llave con la que el curioso y
el diletante puede entrar con cierta soltura en las estancias repletas del
Archivo de Indias o de Simancas.
Pero para ello hay que liberar a la anécdota de su
azoramiento, de su comparecencia en la sociedad científica con el lastre de su
recato, porque la anécdota cree, en su humildad, que carece de empaque y quien
la cultiva acaba teniendo complejo de bufón intimidado y temeroso.
Por eso a la anécdota hay que darle entidad de
ciencia y yo crearía -si en mano estuviera- la cátedra de historia anécdotica y
llevaría a ella como titular a una persona que sepa cuidar la espuma, atenta
además con los detalles y buena conversadora, uno de esos prójimos cuyos
matices y fulgores al narrar tienen el colorido de la llama que chisporrotea en
la chimenea. Es decir, una persona que tenga entronizada a la minucia
irrelevante como una fuente de conocimiento y también como una pócima para el
alivio de las amarguras varias con que la vida nos obsequia.
Si encima sabe encender el fuego de artificio de las
imágenes chocantes, esas que producen lucecitas y más lucecitas desperdigadas,
pero cada una de ellas con su significado estelar próvido, entonces ya
tendríamos a un catedrático honoris causa.
La anécdota presta gracia a la historia y la dota de
una credibilidad que el académico tradicional le hurta de manera que, si el anecdotismo creara escuela, sería como
un torrente que iría a confluir al río de la ironía y del humor y eso que
perdería el prontuario de los engolamientos.
Crear la cátedra de historia anécdotica sería como
hacer una estatua a una burbuja. Que
bien la merece.
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