Cuentan los más variados tratadistas en materia ética que, aun cuando el
cometido de la teoría moral consista antes que nada en tratar de diferenciar el
bien del mal en las acciones, la justicia e injusticia en el obrar y en las
situaciones resultantes, en la práctica social el sentimiento moral se traduce
en acciones y actitudes de loa o de rechazo. Sea desde una moral crítica y
reflexiva, sea desde la moral positiva y socialmente dominante, el individuo
asume unos valores morales que funcionan no sólo como pauta para el
enjuiciamiento interno de su propia conducta, sino también como guía del juicio
sobre la conducta ajena.
Cuando vemos al asesino torturador ensañarse con su víctima no nos
limitamos a dictaminar en sede teórica sobre la maldad o injusticia de su
acción, sino que expresamos de variadas maneras nuestra repulsión moral,
nuestro personal rechazo. Allí donde los ciudadanos hicieran su interno
veredicto, pero no manifestaran hacia el exterior, hacia los demás, su juicio
sobre las que estiman buenas o malas acciones, tendríamos una sociedad que en
la práctica funcionaría cual si fuera perfectamente anómica. Si yo, por
imperativo de mi moral, me abstengo de apoderarme de la cartera llena de
billetes que se le acaba de caer al peatón con el que me cruzo en la acera,
pero también dejo de expresar mi disgusto en caso de que vea a otro apropiase
ese dinero, manejo una especie de ética demediada, amputada.
La moral pierde su eficacia social y su dimensión comunitaria cuando los
sujetos bloquean las expresiones de su desacuerdo ético con las conductas
ajenas, cuando no ven razón para hacer valer hacia los otros y ante los otros
las reglas que internamente asumen y con las que orientan su conducta propia.
Si uno honestamente piensa que la moral que personalmente asume es razonable,
tiene una razón de mucho peso para exponerla no sólo en su particular manera de
actuar, sino también en sus juicios explícitos sobre la conducta de los otros.
Porque, además, esa comunicación y el posible debate consiguiente, son la mejor
base para la elaboración colectiva, comunicativa, de una ética común razonable.
Cuando, sin motivos reales para el miedo, renuncio a juzgar moralmente a los
demás y a expresar tales juicios en los términos más claros, estoy invalidando
o relativizando insoportablemente esa ética mía. No se trata de buscar el
heroísmo, para nada, sino de evitar la cobardía, pues es absoluta la antítesis
entre moralidad personal seria y cobardía pública inmotivada.
Pretender hacer valer las propias razones a base de explicitar los
juicios morales personales no tiene por qué significar que se busque imponer la
razón de uno ni creer que es uno el único que está en posesión de la razón. Es
querer compartir razones a base de salir del egocentrismo total y es dar vía adecuada
al compromiso con los demás, al que también nos fuerza una creencia moral que
consideremos razonable y defendible.
¿Por qué me viene todo lo anterior y adónde quiero ir a parar? A lo
siguiente: a la abominación de los silencios y las silentes censuras. Grupo de
amigos o compañeros, pongamos por caso, comentario general sobre ciertas
fechorías bien inmorales de alguien al que conocemos. Jolín, cómo es, cuánto
descaro, qué pena que haya gente así, no sabemos por qué lo hace, etc., etc. En
ese momento, uno dice, con todas las letras, que sí, que ese sujeto al que nos
referimos es un sinvergüenza integral, un completo indecente. Entonces, se hace
un tupido silencio que, todo lo más interrumpen algunas toses o unos pocos
intentos para cambiar de tema. Y todo porque mientras todos andaban en el vaya,
vaya, uno se animó a colocar el epíteto moral más duro, la descalificación
moral más contundente. Se admite hoy en día con más o menos reservas el no me
gusta, pero sin más, sin el paso al terminante veredicto, al juicio rotundo
sobre la maldad de la persona mala. En cambio, no pasa nada ni hay tales
reacciones de distancia prudente cuando uno afirma que otro es bueno, ejemplar
y loable.
Si no yerro, vivimos en una sociedad aquejada de cobardía moral. Decirle
a alguien a la cara que obra con injusticia equivale a mentarle a la mamá,
suprema ofensa, descortesía supina. Pero no sólo eso. Cuando se habla de un
tercero tampoco se quieren descalificaciones terminantes. No es que se vayan a
pedir justificaciones, explicaciones de por qué se hace el juicio negativo y
claro. Eso sería razonable. No, se rechaza el rechazo y, con ello, se amputa la
expresión mejor y más pura de la indignación moral. Y una moral que no se puede
expresar es una moral socialmente impotente. En nuestras ciudades tan libres,
impera una taimada censura moral.
¿Por qué será? Quizá se explica por la acción combinada de varios
factores. La moral se está contaminando de cortesía. Decirle al malo que es
malo o decirlo del malo resulta de mal gusto, parece que va contra la
urbanidad, es como un eructo o como comer con las manos o masticar con la boca
abierta y mucho ruido. Inquieta a la concurrencia, la desconcierta y la
incomoda. Pero la moral, si es seria, importa más que la buena educación.
Diríase, incluso, que tendría que ser de buena educación no disimular los
sentimientos morales, y más si se está dispuesto a fundamentarlos. ¿Por qué
callar si es importante y a todos afecta lo que hay que decir?
Puede que también hayamos entendido muy mal el significado de la
tolerancia y del pluralismo. Por supuesto que debo yo respetar al que piensa
distinto y actúa diferente. Yo puedo ser un ateo con una moral sexual de lo más
liberal y el otro puede ser un católico muy convencido y con mucho más
estrictas opiniones morales sobre el sexo, la familia y el mundo. Podemos tanto
debatir como respetarnos profundamente. Cosa diferente es que uno y otro
sepamos de las andanzas de un consumado ladrón. ¿No podemos, uno y otro, decir
que el ladrón es un maldito ladrón? ¿O acaso, en aras de la tolerancia y la
apertura de miras, debemos a ese también respetarlo y no calificarlo, no sea
que su moral personal le permita robar y quiénes somos nosotros para juzgar de
morales y conductas ajenas? Si tal cosa es lo que entendemos como ser
tolerantes, va siendo hora de que prescindamos de una buena parte de tan
absurda tolerancia.
Y algo de cobardía, cómo no. Si tres compañeros hablamos sobre cómo es
Fulano y que, mecachis, es una pena que se haya vuelto tan corrupto y amigo de
lo ajeno, podemos sentirnos en una conversación grata y en un cotilleo sabroso.
Si en ese momento Fulano llega al bar, no notamos mayor desgarro al cambiar de
tema y ponernos a tomar unos vinos con él, comentando la nevada que cayó la pasada
semana y el frío que hace. En cambio, si hemos dado rienda suelta a nuestros
juicios morales y con todas las letras le hemos puesto el calificativo que
merece, el de ladrón indecente y asqueroso, y en ese instante se presenta allí
y le sonreímos y lo tratamos con la mayor finura y completa deferencia, nos
estamos retratando a nosotros mismos: somos unos enanitos. Y a nadie le gusta
sentirse tan birria, tan poquita cosa, tan débil y tan sin sustancia. Y qué
decir si Fulano tiene algún poder o cierta influencia o puede suponernos alguna
incomodidad el no llevarnos bien con él. La forma de asegurarnos impunidad
social cuando con él tratemos por nuestra propia conveniencia es podar y
reprimir toda expresión moral seria de su negativa condición. Y, encima, mientras
nos humillamos y ponemos nuestra autoestima a la altura de nuestra debilidad
moral, presumiremos de ser gentes tolerantes, abiertas, comprensivas y con
mucho mundo.
Naturalmente, sabemos que reprimir el juicio moral propio y el ajeno nos
pone a los ojos de los demás en una posición de cierta debilidad, puede el
prójimo pensar que carecemos de convicciones o de carácter para hacerlas valer.
Ante tal inquietud, nos vienen de perillas unos mecanismos de desplazamiento.
Claro que soy un tipo moralmente sensible, por supuesto que veo, siento, juzgo
y me indigno, es evidente que no admito ni la injusticia ni la indecencia,
menudo soy yo: y me pongo a echar pestes de los políticos venales, de los
avariciosos banqueros o de los maltratadores domésticos. A ser posible, de
todos los que estén a más de doscientos kilómetros y con los que personalmente
no haya tenido trato ni piense tenerlo.
Reivindico la indignación moral y su expresión más clara. Y sin cuentos
ni disimulos. ¿No estamos de acuerdo en que nuestros compromisos morales
positivos son tanto más fuertes cuanto más cercanas las personas a las que
afecten? ¿Es mejor y más intenso el mandato de ayudar al enfermo aquí delante
caído en la calle o al que está muy lejos de nuestro alcance y nuestra
posibilidad de hacer algo? Diríamos que al cercano. Entonces, ¿por qué del
sinvergüenza de aquí al lado no puedo decir que es un sinvergüenza y, sin
embargo, puedo ensañarme muy a gusto contra Bárcenas en medio del aplauso y la
aquiescencia de cuantos me rodean y me escuchan?
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