(Publicado en El Día de León)
Podríamos
llamarlo también el zoquete o el zopenco, con terminología tradicional, o, con
palabras más de hoy y sonoridad algo vulgar, el gilipollas. Es un sujeto
típicamente español, un individuo que muy raramente podremos encontrar entre
las gentes de otros países. Cierto que nos toparemos con británicos borrachos y
pendencieros, con alemanes de malas pulgas, con franceses muy estirados o con
norteamericanos que se piensan que el mundo es el corral para un rodeo grande,
y ellos, los vaqueros que han de domar la bestia, pero el tontolaba es nuestro,
hispano hasta los tuétanos, carpetovetónico, destilación de lo peor que por
aquí han dejado tantas tribus y ejércitos venidos del hambre, el fanatismo y la
crueldad. Ah, y el tontolaba es, además, muy macho, un hombretón que se alza
sobre sus complejos y que grita para olvidar sus taras y sus tallas. No hay
mujeres con esas peculiaridades, aunque por ahí podamos dar también con señoras
que válgame el cielo, pero de otras maneras, no con los caracteres del ceporro
que hoy no ocupa.
Este
mismo mes de agosto coincidí con un par de cantamañanas así en una excursión,
nada menos que visitando el Partenón en compañía un puñado de gentes de varios
países. Enseguida detectamos todos a los dos imbéciles y temimos de inmediato
que nos arruinaran el momento o que acabara aquello como el rosario de la
aurora. Luego, casi lamentamos que no llegara la sangre al río, dicho sea en
sentido figurado. Gritaban, repetían a voces chistes malísimos, faltaban al
respeto a quien se les ponía por delante, y más cuanto más débil fuera su
víctima, presumían de hazañas que no lo eran, bebían las latas de cerveza con
ansia digna de quien viene de cruzar desiertos o no tiene en casa más que agua
del grifo, se reían compulsivamente, como si tuvieran alguna gracia sus mamarrachadas.
Se crecen cuando se juntan varios de tal ralea y se explayan mejor cuanto menos
probable es que se les plante cara, sea porque los otros no se conocen entre
sí, sea porque se trata de gente educada que ni asimila que se le aparezca de
repente una piara de memos ni sabe cómo reaccionar ante especímenes que se
salen de las pautas civilizadas comunes entre los bien nacidos.
Estoy
seguro de que al amable lector le sonarán tales personajes, a quién no se le ha
cruzado alguno más de una vez. Lo interesante es que nos preguntemos por qué
esos tipejos salen bien parados habitualmente, por qué razón los demás
permitimos su mal gusto, su grosería y su vulgaridad. Pues cuando algunos de
ese jaez se presentan en un evento o reunión, los demás pasamos de la
incredulidad al disgusto discreto y, todo lo más, cuchicheamos con los cercanos
sobre lo bonito que sería que los partiera un rayo, pero no hacemos nada eficaz
para pararles los pies y mandarlos a tomar vientos. Con lo sencillo que sería
que el grupo, a una y con la seriedad que el caso requiera, los pusiera en su
sitio, aunque no fuera ese sitio la cuadra o pocilga que propiamente les
correspondería, pues no es tan fácil por esos mundos encontrar establos o
jaulas siempre que se necesitan.
Quizá
las personas normales y aceptablemente socializadas nos hemos acostumbrado en
exceso a no alzar la voz ni cuando nos faltan al respeto, a tolerar y
evadirnos, a no sacar a relucir las palabras gruesas cuando más vienen a
cuento, temeroso cada cual de que los otros no lo apoyen ni siquiera si tiene
razón, o de que el prójimo lo señale como demasiado visceral o falto de la
debida contención. Nos hemos vuelto timoratos y colectivamente incapaces,
apocados y dubitativos hasta para la más legítima defensa. Y así se forma una
tierra de nadie entre los demasiado prudentes y los descarados del todo, por
eso sucede que dos o tres cretinos pueden arruinar el bienestar de muchos y
hasta crecerse con el silencio ajeno y burlarse del buen talante de la gran
mayoría. Cuando todos sabemos que semejantes gritones sin seso a la hora de la
verdad, en sus trabajos, con sus jefes o ante los que sencillamente ven como
más fuertes, son mansos como corderitos, serviciales y sumisos.
En
fin, ya ven que me quedó mal cuerpo después de haberme tropezado con los dos
tontolabas en cuestión. Pasé días preguntándome por qué yo también callé y cómo
pudieron salirse con la suya en medio de tantos. Eso ya no tiene arreglo, pero
me hago propósito de enmienda y les dedico esta columna con el pío deseo de que
les den morcilla, y no de la leonesa, precisamente.
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