Comencemos por la explicación del título un tanto farragoso, y en el
arranque de esa explicación permítaseme una pequeña confesión personal.
Muchas veces
me pregunto cuál sería mi decisión si de mí dependiera ser español o noruego,
por ejemplo; o suizo o danés o sueco o canadiense…, en vez de ser español y
tener la ciudadanía española. Apenas necesitaré confesar que me resultaría
sumamente tentador tomar las de Villadiego si esa posibilidad tuviera, pues
reconozco que mi país, España, tiene cosas buenas y agradables, pero me pesan
mucho las otras, las penosas y tristes, las oscuras, las cutres, como
vulgarmente se dice por aquí.
De todos
modos, la pregunta del párrafo anterior aun no está planteada con precisión
suficiente, pues puede entenderse como que uno podría optar por tener
nacionalidad noruega o canadiense y seguir viviendo en este otro país soberano,
en España, manejar pasaporte noruego y seguir aquí durmiendo siestas, comiendo
tortilla de patata y robando lo que buenamente se pueda cuando “haiga” ocasión.
Así que pongamos la cuestión en términos más contundentes para la teoría,
aunque sean en la práctica más irreales. Lo que uno debe preguntarse es en
concreto esto: si uno tuviera que votar para que su país de nacimiento y
ciudadanía (por ejemplo, España, en mi caso; pero piénselo cada amable lector
de su país) siguiera siendo estado independiente y soberano en lo que aun cabe
o para que su país pasara a ser territorio de otro estado muy de su gusto, ¿qué
votaría y por qué? Para seguir jugando con el ejemplo de Noruega, supongamos
que yo (o usted) tuviera que votar para decidir si lo que hoy es España sigue
siendo un estado más de la comunidad internacional o si pasa a ser un
territorio adicional de noruega, ¿qué razones admisibles y medianamente
racionales puedo tener yo para inclinarme porque España siga siendo lo que es y
yo mismo nacional español dentro de España?
Planteada
queda pues la cuestión de la que quiere tratar este escrito, y en ella entro en
lo que sigue. Como opción estilística, dejaré, a ratos, de ponerme a mí mismo
como protagonista y hablaré de un sujeto al que llamaré X. X vive en un estado
llamado E. Nuevamente sugiero al lector que, si quiere, sustituya a X por sí
mismo y a E por el estado del que es nacional.
Veamos ahora
las razones que normalmente se nos ocurrirán para seguir prefiriendo que el
estado nuestro siga siendo independiente y nosotros sus nacionales, en lugar de
que el territorio de ese estado actualmente nuestro se incorpore al de otro y pase
su ciudadanía a tener esa otra nacionalidad.
Las primeras
razones que creo que a cualquiera le vienen a la cabeza son razones puramente
utilitarias, prosaicamente pragmáticas. Así, X puede decir que no le vale la
pregunta en abstracto, sino que necesita saber cuál sería ese otro estado
alternativo al de ahora, a E, pues no va a cambiar para salir perdiendo en
ciertas cuestiones muy básicas, como calidad de vida, bienestar, etc. Con todos
los respetos para quien haga falta, se comprenderá que si X es francés y la
alternativa que se le presenta es la de que la Francia actual se integre como
parte de la República del Congo o de Zambia o de Kazajistán, X va a decir que
nanay, pues sale muy perjudicado en casi todo lo imaginable.
Pero ese comprensible argumento muy
utilitario tiene un claro problema de reversibilidad. Basta solicitarle a X que
nos señale cuál es, en su opinión, el mejor estado de los que en el mundo existen
ahora y en el que mejor vive la gente en múltiples sentidos, y si nos dice
alguno, contraatacamos así: la misma razón utilitaria que le hace a usted
preferir su estado frente a uno peor le ha de valer para preferir uno mejor
frente al estado suyo. Salvo, claro, que las razones utilitarias no sean las
únicas o las principales razones. Pero si lo que a usted le mueve es el deseo
de que el promedio de vida de los ciudadanos sea lo más alto posible, los
ingresos económicos de los ciudadanos lo más elevados que se pueda, el nivel de
pobreza el mínimo que quepa, los servicios públicos de la mayor calidad, etc.,
etc., tendrá usted que inclinarse por el estado que en todo eso mejore al suyo.
Un segundo
tipo de razones podríamos llamarlas utilitarias no elementales. Supongamos que
X es español, tiene cuarenta y cinco años y habla castellano y se defiende en
inglés, italiano y portugués, pero de noruego no sabe nada. Si X piensa que, en
caso de que se imponga la opción de que España pase a ser parte del estado de
Noruega, va a tener que aprender noruego, a esa edad, y sufrir las desventajas
resultantes de que no lo maneje o no llegue ya jamás a hablarlo bien, X tendrá
una razón muy potente para preferir que las cosas se queden como están. Pero
basta matizar el supuesto con el siguiente añadido: X y todos los que hoy son
españoles verán totalmente reconocidos sus derechos lingüísticos, de manera que
por siempre se va a respetar que lo que fueron españoles o descienden de
españoles sigan usando su lengua en el territorio de lo que ahora es España y,
además, el castellano será cooficial en toda Noruega y durante un periodo de no
menos de cincuenta años está garantizado que tendrá intérpretes y traductores
gratuitos todo el que fue español antes y necesite o quiera hacer algún trámite
en noruego. Al de la lengua, añádanse los ejemplos que se quiera y piénsese que
hay buenas garantías de respeto a la gastronomía española, el folklore español,
las costumbres españolas, etc.; es decir, podemos seguir viviendo como ahora en
todas o la inmensa mayoría de esas cuestiones que tenemos como componentes
esenciales de nuestra identidad individual y colectiva; lo único que perdemos
es la soberanía como nación y pasamos a ser parte del pueblo soberano de
Noruega (o del país con el que cada cual quiera jugar a estos efectos
teóricos).
Insisto, si
X o yo vamos a poder seguir viviendo donde vivimos en E, si, en caso de que
ahora seamos españoles, podemos seguir tomando tortilla de patata o paella y
bailando jotas, sardanas y pasodobles si nos apetece, si se van a seguir
publicando en castellano (o catalán o euskera o gallego…) tantos libros o
revistas como ahora se publican, si vamos a cambiar nuestros derechos políticos
como españoles por nuestros derechos políticos como noruegos, si hay garantía
plena de que nadie y en nada nos va a discriminar luego como noruegos de
segunda y si, de propina, vamos a tener mejores servicios públicos, mayores
ingresos económicos, un más alto bienestar individual y colectivo (en lo
materialmente mensurable, al menos) y vamos a vivir en un estado mucho menos
corrupto (demos por sentado, aunque cueste, que nuestra llegada no va a echar a
perder los bajos índices de corrupción de Noruega), ¿qué razones podríamos alegar
aun para seguir siendo lo que somos y en donde somos, en vez de noruegos de
aquí?
Me parece
que la explicación la puede dar un tercer tipo de razones muy fuertes, las
razones emotivas. Hagamos una comparación muy sencilla. Si X está muy enamorado
de su pareja y a X le muestran un candidato mucho mejor para ser pareja suya,
se mire como se mire y se valores fríamente lo que se valore, X podrá aducir
que muy bien, sí, excelente la alternativa, pero que en asuntos de pareja el
cálculo de pura conveniencia, y sobre todo el cálculo fríamente material, cede
ante las razones del corazón. ¿Son de esta clase las razones principales y más
inatacables de X para querer seguir siendo lo que es y que siga siendo E su
estado? Podríamos, incluso, hacer la comparación con una relación
paterno-filial e interrogarnos acerca de qué elegiría y por qué una persona a
la que a los cuarenta años le ofrecieran cambiar de padres. Los padres de X
viven y tienen sesenta y ocho años cada uno, pero a X se le dice que, si
quiere, puede pasar a ser, a todos los efectos (derechos hereditarios
incluidos), hijo de Bill Gates y su señora, lo cual, además, no le impedirá
seguir visitando y cuidando a los progenitores consanguíneos si le apetece,
aunque sea a título formal de amigos queridos y ya no de padres. ¿Qué suponemos
que haría X (o usted mismo) en esa tesitura?
¿Es o tiende
a ser la relación de un ciudadano con su estado nacional tan parecida a la
relación de un estado con su pareja o con sus seres queridos? Me temo que
empíricamente así es. Lo que no quita para que, a mi modo de ver, ahí se halle
la base profundamente irracional de la cohesión de los estados, el cemento que
les garantiza la lealtad básica de los ciudadanos, la cuerda que colectivamente
ata y que el atado generalmente no desea romper.
Que alguien
ame intensamente a su pareja y que por nada ni nadie del mundo desee cambiarla
o quedarse sin ella se comprende bastante bien. Y qué decir del amor filial,
especialmente a los buenos progenitores. Aun así, podría decirse que se admite
y es común el divorcio y que hay hijos que con todo derecho abominan de sus
padres o padres que ya no aguantan más la maldad de sus hijos. Pero no pretendo
ir por ahí, sino simplemente quiero expresar que la comparación del estado de
uno con la madre o el padre de uno o con la pareja de uno me resulta chocante y
me espanta. Aunque todos sabemos que esa es la idea que subyace al uso habitual
de la noción de patria y que ahí está una clave esencial del nacionalismo
popularmente sentido o al pueblo inoculado. ¿Inoculado por quién? Pues generalmente
por el estado mismo y sus dirigentes políticos o económicos, aunque esa es
harina de otro costal y no toca tratar de eso hoy. Si el amor patriótico a la
nación elevada a estado o que trata de serlo es el cemento grupal, la paleta
que ese cemento pone la manejan ciertas élites, de aquellos a los que don
Carlos Marx llamaba burgueses o que aspiran a ser la nueva clase económica y
socialmente dominante. No me hagan poner ejemplos de todos los colores y
tamaños.
No seré yo
quien niegue que, al margen o prescindiendo ahora de manipulaciones y tramas,
un vínculo emotivo tenemos con los grupos en los que vivimos y nos integramos.
A mí me gusta mucho que les vaya muy bien a los de mi pueblo, Ruedes, y de allá
me siento y me sentiré siempre, aunque vaya allá tan pocas veces. Mi ligamen
emocional con Ruedes o con Asturias es mucho más fuerte que con Andalucía,
Baleares, Extremadura o Valencia, por mucho que tenga allá -o en Colombia, o en
Ecuador o en…- a los que quiero mucho. Si de sentir hablamos, me siento mucho
más asturiano que español o europeo, pues las señas asturianas fueron las que
mamé y marcaron mi infancia, empezando por la lengua. Si juega la selección
española de fútbol contra la selección de Croacia y no estoy de muy mal humor
ese día, prefiero que gane la de aquí y puede que al final hasta lo celebre con
una copita de ron y su piedra de hielo, que no todo va a ser penar en esta
vida. Pero, oigan, de Ruedes voy a seguir siendo siempre, lo que de asturiano
llevo no me lo van a quitar si mañana por propia voluntad me nacionalizo
uruguayo o francés, y aunque me haya hecho ruso puedo seguir prefiriendo que en
fútbol gane España a cualquiera. Más todavía, si quieren pongan que cuando
España se integre en Noruega nos permiten seguir teniendo nuestra liga y
nuestra selección, como a galeses o escoceses en Gran Bretaña, mismamente.
Si otorgamos
ese peso capital al vínculo emotivo, vemos aparecer unas cuantas cuestiones
bien retadoras.
Primera. Si
admitimos que es la ligazón emocional la base de la preferencia de los
ciudadanos porque su estado siga siendo lo que es, ¿qué razón hay para no
preguntarles si quieren hacerse noruegos, pongamos por caso, bajo las
condiciones aquí antedichas? Dirán muy mayoritariamente que no quieren, y
asunto resuelto, al menos en el plano colectivo. Y si sale que muchos sí
querrían, sería prueba de que el lazo emotivo no es tan fuerte como se decía, o
de que cede el sentimiento frente a las razones de otro tenor.
Segunda
razón. Se pondrán muy contentos algunos de mis amigos catalanes o vascos al
leer el párrafo anterior, pero ahora lo volvemos contra ellos, pues, si el
vínculo emotivo es lo que cuenta para que cada nación-estado sea lo que es y no
quieran sus ciudadanos cambiarlo o cambiar su modo de ser, habrá que entender que
muchos españoles que tan emotivamente se sientan tales no querrá que España
deje de ser como es y se le oponga en referéndum la emotividad contraria de los
catalanes que quieren la independencia.
Tercera.
¿Elevamos, en pleno siglo XXI, lo pura y duramente emocional a supremo patrón
político y seguimos basando en eso la justificación de los estados soberanos
que son o que han de venir? Y más cuando sabemos que el sentimiento nacional es
fuertemente manipulable y, a menudo, un resultado de determinada ingeniería
social, más o menos cutre, pero ingeniería social para dummies.
Si asumimos
que la argamasa de los estados es emotiva antes que nada y que hay que respetar
hasta el final el hecho de que los sentimientos venzan a cualquier cálculo
razonable o cualquier afán de mayor bienestar y mayor libertad en lo individual
y en lo colectivo, no estará de más que demos el visto bueno a algunas
consecuencias adicionales, como la de que la guerra se verá justificado cuando
el ser emotivo de una nación se vea en peligro por causa de otra, o que al
terrorismo se le reconocerá legítima razón de ser cuando con sus acciones
sangrientas busque que los que se sienten nación en un lugar en otro (en el
País Vasco o en España, v.gr.) consigan imponer su sentimiento y darle estatuto
jurídico-político pleno.
En lo que me
corresponde y en lo que a mí mismo no me esté engañando ahora, confieso que,
bajo las condiciones hipotéticas ciertamente peculiares y difíciles que he ido
sentando, yo sí votaría a favor de que este estado español en que vivo se
integrase en Noruega o en Suecia o en Suiza o en unos cuantos estados más de
los actuales. Los pros y los contras de cada uno tocaría analizarlos con calma.
¿Soy un desalmado? Si el alma sirve para enamorarse de la patria que uno no eligió
(tal cual como si uno estuviera casado con la pareja que no escogió), no me
importa que se me vea sin alma. ¿Acaso no quiero a España? Al concepto de
España o a la idea metafísica e ideológica (en el sentido marxista, otra vez)
no le tengo especial amor, lo que no quita para que haya muchas cosas de mi
país que me agraden bastante y sean muchas las gentes de aquí a las que tengo
en gran estima; pero hemos quedado en que si nos volvemos noruego no se me
impediría ni hacer lo de ahora que me gusta ni amar a los de aquí que amo, y si
no es bajo esas condiciones no me cambio.
¿Estaré
diciendo una barbaridad? Es posible y gustoso me someto a las razones
contrarias de quien quiera dármelas, pero considero que no hago más que sacar a
la luz los presupuestos más básicos de una filosofía política liberal, por un
lado, que insisten en la idea de contrato social como base de la convivencia
política, en lugar de aquel ligamen metafísico-religioso de la idea premoderna
de nación; y de la visión marxista originaria de las naciones como engendros
ideológicos para lograr la sumisión y el sacrificio de las masas populares en
aras del beneficio de las élites depredadoras y, ellas sí, descreídas e
hipócritas.
Las
naciones, todas (y cuando digo todas, digo todas), las carga el diablo, y si
todavía no lo hemos aprendido es por congénita torpeza o por algún sesgo que
habrán de analizar los sicólogos sociales. Si de verdad creemos en los
individuos y el supremo valor de su dignidad y su autonomía, las naciones y los
estados han de ser meras herramientas para su libertad y bienestar, no al
revés. Al revés lo pensaron, en el siglo XX todos los fascismos y
totalitarismos de cualquier signo habidos, al revés lo siguen proponiendo las
tiranías de toda laya ahora mismo, al revés lo presentan los que nos quieren
sumisos cantores de himnos en vez de seres libres que deciden racionalmente
sobre su destino y hasta sobre el modo razonable de cultivar sus sentimientos.
Donde el soberano no es el ciudadano, el ciudadano pasa a súbdito o a oveja que
adora a sus pastores y por el bien de ellos se inmola. Que no cuenten conmigo.
Bien sé que
lo que en todo este escrito no es más que un juego y que no hay posibilidad de
que nos vayamos colectivamente a otro estado; pero la huida interior nadie nos
la puede quitar y yo voy dejando ciertas compañías. Por eso ya casi no leo la
información política de los diarios. Era mejor, antaño, El Caso, aquel periódico que hablaba nada más que de delitos y
crímenes. Y sobre mafias es más formativo leer buena literatura, como la de
Sciascia, pongamos por caso.
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