La oferta más variada que existe ahora en los supermercados es la de leche. Hay muchas leches, tantas que es difícil seleccionarlas pues la hay natada y desnatada, con isoflavonas, con vitaminas modernas y acreditadas y sin vitaminas o vitaminas pasadas de moda, fermentadas y no fermentadas, fementidas y verdaderas, nutritivas y no nutritivas, para viejos, para mujeres en el puerperio, para concejales, para aspirantes a concejales ... No falta nada. Aparentemente. Porque falta la más importante: la mala leche. No me refiero a la mala leche que es madre del resentimiento, de las envidias oscuras o de los odios eternos, me refiero a la mala leche que procrea el ingenio y su derivado el humor, el humor inteligente, nunca el de esos botarates que salen por la televisión. Si esta sustancia tan necesaria no aparece en ninguna lista de precios se debe a que esa mala/buena leche ni se compra ni se vende. El tipo con mala leche nace, no se hace; ocurre como con el subsecretario, cuando viene al mundo una criatura ya se sabe si alcanzará o no esta altanera dignidad burocrática: por los andares, por los decires, qué sé yo ... Pero el asunto es grave porque la mala leche resulta clave para desvelar los misterios de la sociedad y fundamental para desenmascarar los mil disfraces que adopta la hipocresía que, tal como ocurría en los tiempos de Quevedo, es calle sin fin donde hay cuartos y aposentos para todos.
Es decir que quien quiera cultivar el humor debe mojar su pluma en esa tinta fecunda. En este sentido, creo que la prosa gana a la poesía. Acaso porque aquella aventaja en general a su hermana en variedad de asuntos y riqueza en la forma de expresarlos. En las "Conversaciones con Goethe" de Eckermann, el poeta, que se hallaba cuando está hablando en su ancianidad alta, desliza esta perla: "la cuestión es bien sencilla: para escribir en prosa hay que tener algo que decir. Quien no tenga nada que decir, siempre podrá componer versos y rimas, donde una palabra lleva a la otra y siempre termina por salir algo que, aun sin ser nada, logra dar el pego". Un poco exagerado el severo Goethe pero algo sabía del asunto.
Porque es bien cierto que los poetas son un poco pelmazos y, aunque en los últimos decenios se han empeñado en recorrer caminos nuevos, lo cierto es que propenden a seguir cantando los amores con Purita y la vistosidad de las flores en primavera, o lo que es peor, la muerte y la malaventura. Lo harán en rima asonante o consonante, creyéndose clásicos, vanguardistas o ultramodernos, pero casi siempre recalan en los mismos caladeros. Parece que la forma de escribir en verso los encadena a los que ellos entienden cumbres de los sentimientos y de las sensaciones, como si una forma tan alada de expresarseno pudiera malgastarse en asuntos fútiles. El escritor en prosa es mucho más fecundo, dispone de alas para escapar de las dictaduras convencionales.
Hay, claro es, poesía de humor y ahí están los testimonios de los siglos pasados. Cuando Gonzalo de Berceo llama a un contemporáneo "ome revolvedor" está cultivando la invectiva social sana y de buena puntería pues se está refiriendo a esa especie eterna, intemporal, del amigo de los enredos, del intrigante, del trapisondista. Por supuesto nadie reconocerá serlo pero el personaje está presente y es bien visible en el escenario social: en el Parlamento, en las agrupaciones de los partidos, en las Universidades y hasta en las empresas de recauchutado de ruedas o de exprimidores de zumo, "omes revolvedores" los hay a cientos. Con el añadido contemporáneo de las mozas "revolvedoras". Es humor por supuesto la letrilla satírica que cultivaron Góngora y no digamos Quevedo o las redondillas de Sor Juana Inés de la Cruz, y luego Torres y Villarroel etc. hasta Ángel González o Andrés Trapiello. Si disparan con puntería es porque todos ellos tuvieron en su infancia un ama de mala leche.
Quiero que la Seguridad social me proporcione una de esas ubres gozosas para pasar mejor las gachas espesas de la chabacana realidad circundante.
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