05 febrero, 2006

Represión

Vivimos, aquí y ahora, en este país, en una sociedad eminentemente represora y reprimida, acoquinada por temores de medio pelo y reparos tontitos. Ya no es aquella represión exterior (y malísima también, peor, de eso no hay duda: la represión era peor, pero la gente era menos cobarde y cómoda) de cuando la dictadura, que era represión estatal. Ahora que las normas nos permiten ser considerablemente libres, funciona a toda máquina la represión social, que es mucho más sutil, pero casi igual de efectiva; o más. Antes se nos cercenaban las libertades básicas desde el código penal y los reglamentos administrativos. Ahora estamos de nuevo atados, pero por las convenciones sociales enraizadas en el discurso único. Hace décadas la maldición te llegaba si no eras sumiso al régimen; ahora, si no te atienes a las reglas para ser guay y modelno. Ante el medio autoritario la gente antes se defendía hablando; en este momento la opción absolutamente mayoritaria es la de callar. Uno ya no sabe cómo hablar ni qué decir. Ves a tu alrededor tropelías sin cuento, abusos manifiestos, descaro congénito, pero líbrente los dioses de levantar la voz o de dar a tu protesta un tono que no sea de mansa suavidad, ya que, en caso contrario, serás tildado de cavernícola, retrógrado y violento.. Sólo cuando los poderes mediáticos y los mandamases de algún partido dictan consigna se puede alzar la voz para gritar, en grupo y formación, eso sí, “nunca más” o “Aznar, asesino” o “ZP, traidor”. Se autoriza así, según y cómo, el exabrupto contra lo lejano feo, pero no se permite la denuncia de la corrupción inmediata ni del mangoneo próximo.
Bajemos un momento a la anécdota con afán ilustrativo. Cuando un servidor casca aquí o en algún periódico sobre las vergüenzas de la universidad, vienen de tres en fondo los amigos con un “tienes razón, hombre, pero no se puede decir así, deberías moderar el tono y ser más suave”. ¿Más suave con qué y para qué? Pues para que nadie se enfade, para que ninguno se dé por aludido y, sobre todo, para que los que mandan no se ofendan. Ah, pues muy bien, chitón y a chupar del frasco. Se indigna uno ante tan amistosos consejos y, entonces, el buen amigo de turno te consuela con el argumento de que total para qué, que te complicas la vida sin necesidad, que esto no tiene arreglo, que luego te lo van a hacer pagar y es una pena. Miedicas. Tramposos. No gustan, ni siquiera muchos de los honestos, de más crítica que la clandestina, esa que se practica los sábados por la noche en la intimidad de la cena de matrimonios y con un buen brandy en la mano. Y cuántas veces acaban estas amables reconvenciones en un “yo te conozco y sé que no, pero el que te lea va a pensar que eres del PP”. Todo el que no reconoce que qué bien y que estupendo y qué mundo maravilloso es sospechoso de hacerle el juego al PP. O eres ciego y mudo y complaciente o eres del PP. Tertium non datur.
Otra historieta mínima. Hace poco más de una semana explicaba en Sevilla en un curso de doctorado. Se me ocurrió la malhadada idea de contar una historia real que yo había visto y que tenía como protagonistas a dos profesores varones estúpidos y una profesora igual de tonta. Sin dar nombres, me referí a los primeros haciendo ver que eran varones tramposos, deshonestos y bobos. Cuando apareció en la historia el tercer protagonista, que era una dama, se levantó indignada una estudiante y dijo “¿y por fuerza tenía que ser una mujer la tonta?”. Le tuve que responder que si lo prefería le ponía pito a la señora y contaba la historia diciendo que versaba sobre tres señores tontos, pero que eso era falsearla en nombre de una igualdad de género que es identidad en el género tonto. Y que por qué no se ofendían sus compañeros varones de que los dos primeros protagonistas malparados fueran de su mismo sexo.
Y es que nos pasamos la vida así, esto es insufrible. Cada vez son los márgenes más estrechos. Nos obligan a hablar sin criticar a nadie, pues todos somos iguales y nadie es más que nadie. Hay que hablar sin ponerle género a los personajes, pues eres sexista tanto si dices que qué guapa como que qué fea, que qué lista como que qué tonta; o que qué listo o qué tonto. Si dices algo negativo de los partidos catalanes eres españolista y activista del boicot. Si criticas a Rajoy, eres cómplice de los que desmembran esta patria nuestra; si tus iras van contra ZP eres un revanchista y un renegado. La lista de los personajes públicos que puedes denostar es cerrada y se circunscribe a Bush y Sharon. Mas ni se te ocurra zumbarle al presidente de Irán, pongamos por caso, porque te cae encima un pacifista indignado. Sí, sí, un pacifista de consigna y manifa y, por tanto, tuerto, de los que sólo ven las armas de un lado. Y así hasta el infinito. ¿Qué carajo hacemos los que queremos criticar a todo el mundo, sobre la base de que la razón –buena o mala- no tenga que inclinarse ante el prejuicio?
Esto cada día se soporta peor. O repites acríticamente consignas bobaliconas o te fríen las neuronas con frases hechas por el departamento de marketing de los partidos y los periódicos. Si queremos que esta sociedad conserve un mínimo arsenal crítico, si queremos que la libertad de expresión, y la de conciencia, y la de cátedra, y un puñado más de ellas, no queden en nada, debemos superar dos miedos que atenazan por completo a esta sociedad, comenzando por sus supuestas élites culturales: el miedo a infringir el código de lo políticamente correcto y el miedo a no parecer progre. No habrá más progreso real en este país mientras continuemos así, como una masa de meapilas reprimidos. Reprimidos por los apóstoles de variadas liberaciones, manda güevos/as.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Tiene hoy más interés la anécdota que la teoría.

La chica sevillana de la que hablas, pobrecilla, nadie la había enseñado a escuchar, y probablemente tampoco sepa leer, en el sentido evolucionado del verbo que uno se espera encontrar en un estudiante de doctorado. Probablemente tenga asumida con más convicción que discernimiento la infame historia de la ocultación y marginación de la mujer, y sobrerreaccione. Nervios tensos.

Pero lo que me resulta curioso es que la chica serviría como apoyo directo de buena parte de tu historia. Yo, por lo menos, le veo un paralelo contigo, amigo Juan Antonio, y por ello me cae simpática, a pesar de las muchas distancias: se intuye en ella una firme decisión de alzarse y hablar cada vez que perciba una injusticia, sin reparar en consecuencias. ¿No te parece? Le falta, coincidimos en ello, afinar sus mecanismos de percepción ... Pero carácter y decisión no le faltan.

Demasiado norteña, chavalón, se me antoja tu respuesta. Adonde fueres ... Le hubieras enseñado más, a ella y a todos, con una pizca de sorna sevillana.


Los varones no se levantaron porque vienen -ni por mérito ni por culpa propios, sino sólo por un caprichoso arabesco de los cromosomas correspondientes- de la parte buena. Pocos blancos se soliviantan cuando haces un chiste sobre un blanco (y pocos heterosexuales, cuando cuentas un chiste de heterosexuales, y así). Las historias de opresión tienen una dinámica desequilibrada, y condicionan de modo distinto a los pertenecientes al grupo opresor, y al oprimido. Es tan obvio que no vale la pena ni comentarlo.

Paz, y un abrazo,