Estoy volviendo a viajar en tren. Conducir ya no me entretiene como antes y los aviones cada día resultan más latosos.
De niño y adolescente iba mucho en tren. En tren íbamos a Gijón desde Ruedes, después de andar un buen rato hasta el apeadero, por caminos de piedras y charcos, cruzando prados, recorriendo estrechos senderos por los montes. Era el Ferrocarril de Langreo, hoy Feve, y los trenes de madera de mis primeros años eran como los de las películas del Oeste.
Por las mañanas tomaban el tren a Gijón muchas aldeanas, cargando bolsas con vituallas para vender en la ciudad, en la Plaza del Sur. A mediodía regresaban con las mismas bolsas llenas de los productos que habían comprado con los dineros conseguidos y con algunos más que llevaban de casa.
Una de esas mujeres era mi madre, cada sábado. Muchas veces ella también llevaba unos ramos de flores para vender, azucenas, crisantemos, calas... Yo iba a buscarla al apeadero, acompañado de mi perro y a lomos ambos de Cuca, la burra. Retornábamos andando, mientras la Cuca cargaba en sus alforjas los bultos. Ella conocía todos los caminos, dominaba todas las tareas y no hacía falta indicarle nada.
Al llegar a casa, mi padre esperaba con ansia el periódico, El Comercio. Yo revolvía entre las compras, ansioso porque apareciera alguna lata de mejillones, manjar exótico en aquellos tiempos y para nuestra economía. Aún me acuerdo de mi infancia cada vez que veo una lata de mejillones en conserva, y los como con religiosa unción.
Ahora los viajes en tren son bien distintos. Nadie habla nunca con su compañero de asiento y, si alguno lo intenta, recibirá una mirada esquiva y un gesto de fastidio. Yo mismo lo hago así, preguntándome al tiempo qué me ha hecho tan diferente de mis gentes de entonces, de aquellos paisanos míos que se contaban vida y milagros en los trenes, aunque acabaran de conocerse. Les gustaba conversar, les gustaba mucho, en cualquier parte.
Mientras voy en el tren anoto estos recuerdos y miro a mi alrededor. Casi todos los viajeros llevan cascos, unos porque están viendo la película que pasan en el talgo, otros para escuchar música de los artilugios que portan adosados a distintas partes del cuerpo. A cada rato suena un móvil y a alguien se le ilumina la cara, se pone a hablar y se le escucha tratar de trivialidades y rutinas como si le fuera la vida en ellas. Sí, mamá, ya estamos en Valladolid. No, no se ve mucha nieve. Me traje la chaqueta azul y el jersey de cuello alto, no te preocupes. Etc.
En realidad, no tenemos nada que contar.
De niño y adolescente iba mucho en tren. En tren íbamos a Gijón desde Ruedes, después de andar un buen rato hasta el apeadero, por caminos de piedras y charcos, cruzando prados, recorriendo estrechos senderos por los montes. Era el Ferrocarril de Langreo, hoy Feve, y los trenes de madera de mis primeros años eran como los de las películas del Oeste.
Por las mañanas tomaban el tren a Gijón muchas aldeanas, cargando bolsas con vituallas para vender en la ciudad, en la Plaza del Sur. A mediodía regresaban con las mismas bolsas llenas de los productos que habían comprado con los dineros conseguidos y con algunos más que llevaban de casa.
Una de esas mujeres era mi madre, cada sábado. Muchas veces ella también llevaba unos ramos de flores para vender, azucenas, crisantemos, calas... Yo iba a buscarla al apeadero, acompañado de mi perro y a lomos ambos de Cuca, la burra. Retornábamos andando, mientras la Cuca cargaba en sus alforjas los bultos. Ella conocía todos los caminos, dominaba todas las tareas y no hacía falta indicarle nada.
Al llegar a casa, mi padre esperaba con ansia el periódico, El Comercio. Yo revolvía entre las compras, ansioso porque apareciera alguna lata de mejillones, manjar exótico en aquellos tiempos y para nuestra economía. Aún me acuerdo de mi infancia cada vez que veo una lata de mejillones en conserva, y los como con religiosa unción.
Ahora los viajes en tren son bien distintos. Nadie habla nunca con su compañero de asiento y, si alguno lo intenta, recibirá una mirada esquiva y un gesto de fastidio. Yo mismo lo hago así, preguntándome al tiempo qué me ha hecho tan diferente de mis gentes de entonces, de aquellos paisanos míos que se contaban vida y milagros en los trenes, aunque acabaran de conocerse. Les gustaba conversar, les gustaba mucho, en cualquier parte.
Mientras voy en el tren anoto estos recuerdos y miro a mi alrededor. Casi todos los viajeros llevan cascos, unos porque están viendo la película que pasan en el talgo, otros para escuchar música de los artilugios que portan adosados a distintas partes del cuerpo. A cada rato suena un móvil y a alguien se le ilumina la cara, se pone a hablar y se le escucha tratar de trivialidades y rutinas como si le fuera la vida en ellas. Sí, mamá, ya estamos en Valladolid. No, no se ve mucha nieve. Me traje la chaqueta azul y el jersey de cuello alto, no te preocupes. Etc.
En realidad, no tenemos nada que contar.
2 comentarios:
TENGO ALGO QUE CONTAR
Mis rimas
más cortas
adornan la vida
las largas
te cargan
mi estilo
varía
varias
veces al día
me esprimo
con tal
de contar
de cortar
la hipocresía
que adoptan
ya hasta los niños.
Escribo
palabras
doradas
por el resplandor
no por el oro.
Ey ¡tü! chica
mi música
no suena en el loro
pero todo
a su tiempo
también el sentimiento
cada fragmento
de esto
merecía tu pensamiento
perecería el sufrimiento
echa una lágrima
y otra cana al viento
y que se laslleve en esa noche cálida
de pasión
sin desenfreno
hacer el amor
sin sexo
solo
entre
la mirada
y el ojo
siente
la nada
y el todo
en ese momento
el camino
tendrá sentido
valdrá la pena
y tu tormento
otra gota
en la tormenta
exenta
de ilusión
no de tristeza
gotas caen con alegría
todas se estrellan
contra el suelo
y hacen alusión
al mismo destino
el fuerte no rompe al débil
sino al frágil
pensé que era más fácil
ser gentil
no el ser vil.
Trenes y literatura,
trenes y un sentimiendo verdadero de la vida,
trenes y civiización.
Publicar un comentario