Otra vez me toca enviar articulillo a Ámbito Jurídico, el periódico jurídico colombiano. Como hoy toca viajar un poco y no me queda tiempo para escribir más, aquí coloco ese texto como post del día. Téngase en cuenta que está pensado y escrito para aquella querida tierra.
Los derechos sociales constituyen una conquista irrenunciable para cualquier Estado en el que se tenga en una mínima consideración la dignidad de las personas y se combata la injusticia social con una política redistributiva de riqueza e igualadora de las oportunidades de los ciudadanos. La garantía de tales derechos en las constituciones es un hito irrenunciable y marca un compromiso ineludible para los poderes públicos.
Lo anterior lo discutirán solamente los partidarios de un liberalismo económico a ultranza y, por supuesto, todos aquellos que sacan tajada de la explotación cotidiana de lo más menesterosos. Pero ese acuerdo mayoritario no impide que la noción y la aplicación de los derechos sociales pueda convertirse en fuente de manipulaciones y en vía para un paternalismo de cortos vuelos y para el fomento del clientelismo. Por eso importa aclarar algunas cuestiones básicas, como el objetivo último de una política pública comprometida con esos derechos y las vías mejores para su puesta en práctica.
Comenzaré con un ejemplo español reciente. El Gobierno acaba de decidir regalar dos mil quinientos euros por cada hijo que nazca a partir de esta misma semana. ¿Cuánto de social encierra tal disposición? Muy poco, si tenemos en cuenta que la cantidad que se entregará es la misma tanto si nace el hijo en el seno de una familia con escasísimos recursos como si viene al mundo en casa de los más ricos banqueros. Política social ligada a los derechos sociales significa distribución de los recursos equitativa y ligada a las necesidades reales de los ciudadanos, no dádivas para ganar votos por todas partes. Aquí se hace bien patente lo que de verdad hay en el viejo principio de que la justicia exige tratar desigualmente a los desiguales, a lo que se añade que en el Estado social han de recibir, en proporción, más los que tienen menos.
Los derechos sociales no son donativos que graciosamente se otorgan a los más pobres, con actitud paternal y con el viejo espíritu farisaico de la limosna. Su función primera es procurar la igualdad de oportunidades. Igualdad de oportunidades quiere decir que en el Estado social nadie puede estar privado, por razón de su cuna, de su suerte al nacer, de la posibilidad de acceder a los más altos puestos de las profesiones, el poder y la economía. Un símil deportivo aclara bien la noción. Si en una competición de mil metros lisos resulta que la línea de salida no es la misma para todos los corredores y que, además, unos salen con los pies atados y otros perfectamente libres, el resultado está viciado desde el principio, pues antes de que suene la señal de comienzo ya sabemos quién tiene posibilidad cierta de ganar y quién no tiene ninguna. Ahora supongamos que la competición es para llegar a Presidente de la Nación, a Ministro o a miembro del consejo de administración del mayor banco. ¿Alguien de Ciudad Bolívar, pongamos por caso, tiene alguna oportunidad al respecto? Las políticas redistributivas poseen dicho cometido, acercar las oportunidades de todos, para que la competición social no sea tramposa. Y los derechos sociales obtienen de ahí su razón de ser, pues el que no dispone de medios para procurarse salud, educación o vivienda está de antemano excluido del juego.
Dos consecuencias claras se desprenden. La primera, que no es política social ni de promoción de esos derechos la que se limita a otorgar beneficios puntuales a unos pocos afortunados, sea porque forman una bolsa de votos o porque son del pueblo del ministro del ramo. Esos gobernantes que en víspera electoral aparecen en un barrio deprimido con camiones de leche y promesas de redención universal no hacen tal política, sino escarnio de los pobres. La segunda consecuencia es que una política de derechos sociales exige medidas legislativas, en lugar de puntuales concesiones a aquél que interpone una tutela. No se trata de ayudar a este o aquel pobre o de darle la razón a uno o a mil enfermos que pugnen con el seguro social, sino de asegurar por igual los mismos beneficios a todos los que se hallen en situación idéntica. Y esto nos lleva de nuevo al reparto de papeles entre legisladores y jueces. Éstos, y especialmente las cortes constitucionales, han de velar por que las leyes que afectan a los referidos derechos respeten unos mínimos, fuera de los cuales se burlarían los correspondientes preceptos constitucionales y la cláusula de Estado social. Por tanto, a ellos les corresponde, también en esto, pararle los pies al legislador abusivo, pero en ningún modo enmendarlo. Por muchas tutelas que, por ejemplo, se otorguen a quien reclama su elemental derecho a la salud, no se hace más que poner remiendos puntuales a una situación que no se cambiará a base de sólo sentencias. Bien está reconocer su derecho a este o aquel ciudadano, pero la suprema y única protección verdadera de los derechos de la ciudadanía ha de contenerse en la ley, no en la lotería de las sentencias. El día que la ley sanitaria especifique suficientemente los derechos de todos en ese campo y lo haga con atención especial a los más necesitados, se habrá construido Estado social. Sin eso, ni la judicatura más generosa y comprometida puede hacer más cosa que amparar a unos pocos, los pocos que se animan a pleitear y que tienen, además, la suerte de dar con un juez con conciencia social. Por eso debería la judicatura recrearse menos en los logros de sus fallos ocasionales y poner mayor énfasis en el control negativo de constitucionalidad de las leyes, incluso en lo que tiene que ver con esa figura llamada inconstitucionalidad por omisión.
Lo anterior lo discutirán solamente los partidarios de un liberalismo económico a ultranza y, por supuesto, todos aquellos que sacan tajada de la explotación cotidiana de lo más menesterosos. Pero ese acuerdo mayoritario no impide que la noción y la aplicación de los derechos sociales pueda convertirse en fuente de manipulaciones y en vía para un paternalismo de cortos vuelos y para el fomento del clientelismo. Por eso importa aclarar algunas cuestiones básicas, como el objetivo último de una política pública comprometida con esos derechos y las vías mejores para su puesta en práctica.
Comenzaré con un ejemplo español reciente. El Gobierno acaba de decidir regalar dos mil quinientos euros por cada hijo que nazca a partir de esta misma semana. ¿Cuánto de social encierra tal disposición? Muy poco, si tenemos en cuenta que la cantidad que se entregará es la misma tanto si nace el hijo en el seno de una familia con escasísimos recursos como si viene al mundo en casa de los más ricos banqueros. Política social ligada a los derechos sociales significa distribución de los recursos equitativa y ligada a las necesidades reales de los ciudadanos, no dádivas para ganar votos por todas partes. Aquí se hace bien patente lo que de verdad hay en el viejo principio de que la justicia exige tratar desigualmente a los desiguales, a lo que se añade que en el Estado social han de recibir, en proporción, más los que tienen menos.
Los derechos sociales no son donativos que graciosamente se otorgan a los más pobres, con actitud paternal y con el viejo espíritu farisaico de la limosna. Su función primera es procurar la igualdad de oportunidades. Igualdad de oportunidades quiere decir que en el Estado social nadie puede estar privado, por razón de su cuna, de su suerte al nacer, de la posibilidad de acceder a los más altos puestos de las profesiones, el poder y la economía. Un símil deportivo aclara bien la noción. Si en una competición de mil metros lisos resulta que la línea de salida no es la misma para todos los corredores y que, además, unos salen con los pies atados y otros perfectamente libres, el resultado está viciado desde el principio, pues antes de que suene la señal de comienzo ya sabemos quién tiene posibilidad cierta de ganar y quién no tiene ninguna. Ahora supongamos que la competición es para llegar a Presidente de la Nación, a Ministro o a miembro del consejo de administración del mayor banco. ¿Alguien de Ciudad Bolívar, pongamos por caso, tiene alguna oportunidad al respecto? Las políticas redistributivas poseen dicho cometido, acercar las oportunidades de todos, para que la competición social no sea tramposa. Y los derechos sociales obtienen de ahí su razón de ser, pues el que no dispone de medios para procurarse salud, educación o vivienda está de antemano excluido del juego.
Dos consecuencias claras se desprenden. La primera, que no es política social ni de promoción de esos derechos la que se limita a otorgar beneficios puntuales a unos pocos afortunados, sea porque forman una bolsa de votos o porque son del pueblo del ministro del ramo. Esos gobernantes que en víspera electoral aparecen en un barrio deprimido con camiones de leche y promesas de redención universal no hacen tal política, sino escarnio de los pobres. La segunda consecuencia es que una política de derechos sociales exige medidas legislativas, en lugar de puntuales concesiones a aquél que interpone una tutela. No se trata de ayudar a este o aquel pobre o de darle la razón a uno o a mil enfermos que pugnen con el seguro social, sino de asegurar por igual los mismos beneficios a todos los que se hallen en situación idéntica. Y esto nos lleva de nuevo al reparto de papeles entre legisladores y jueces. Éstos, y especialmente las cortes constitucionales, han de velar por que las leyes que afectan a los referidos derechos respeten unos mínimos, fuera de los cuales se burlarían los correspondientes preceptos constitucionales y la cláusula de Estado social. Por tanto, a ellos les corresponde, también en esto, pararle los pies al legislador abusivo, pero en ningún modo enmendarlo. Por muchas tutelas que, por ejemplo, se otorguen a quien reclama su elemental derecho a la salud, no se hace más que poner remiendos puntuales a una situación que no se cambiará a base de sólo sentencias. Bien está reconocer su derecho a este o aquel ciudadano, pero la suprema y única protección verdadera de los derechos de la ciudadanía ha de contenerse en la ley, no en la lotería de las sentencias. El día que la ley sanitaria especifique suficientemente los derechos de todos en ese campo y lo haga con atención especial a los más necesitados, se habrá construido Estado social. Sin eso, ni la judicatura más generosa y comprometida puede hacer más cosa que amparar a unos pocos, los pocos que se animan a pleitear y que tienen, además, la suerte de dar con un juez con conciencia social. Por eso debería la judicatura recrearse menos en los logros de sus fallos ocasionales y poner mayor énfasis en el control negativo de constitucionalidad de las leyes, incluso en lo que tiene que ver con esa figura llamada inconstitucionalidad por omisión.
2 comentarios:
Como me hubiera gustado conocerle Profesor!. Otra vez será, espero que pronto.
Estimado amigo sevillano: también a mí me hubiera gustado conocerlo personalmente, pero ya sabe que mis recientes ocupaciones no me permitieron la escapada cántabra. Otra vez será, ojalá pronto. Un saludo muy cordial.
Publicar un comentario