A duras penas vemos cómo aparecen en el espacio político español nuevas ofertas que tratan de corregir las tradicionales, representadas por los partidos mayoritarios. No les va a ser fácil encontrar un hueco en los medios de comunicación para hacer llegar sus mensajes a los ciudadanos, porque suponen una novedad y todo sistema establecido es reacio a acogerlas en su seno. Me parece que es el profeta Mahoma quien asegura que «toda innovación es extravío» y a esta máxima parecen acogerse los actores que se mueven en el escenario donde se representa el juego democrático instaurado en España hace ya 30 años.
Tiene cierta gracia que, entre nosotros, pueda hablarse todavía de progresistas y conservadores en relación con los partidos políticos, cuando lo cierto es que los establecidos constituyen el ejemplo más acabado y sólido del conservadurismo, si por tal se entiende su vocación por conservar el poder así como el mecanismo electoral que les permite llegar a él y disfrutarlo. Cualquier perturbación les incomoda, como incomoda a todo burgués cualquier reivindicación que altere su digestión de individuo instalado y satisfecho.
Hemos llegado a una situación en la que, incluso quien acumule varias afecciones oculares, advertirá que la democracia en España ha sido literalmente secuestrada por los partidos políticos, que se han apropiado de ella y la tratan y manejan a su antojo, según lo imponen sus cambiantes caprichos. Podría afirmarse que nuestra democracia es una democracia adúltera, que ha abandonado a su legítimo cónyuge, que es el pueblo, para irse de jolgorio con los partidos mancillando así un pacto sagrado. Todo el supremo enredo al que estamos asistiendo relacionado con el Poder Judicial o el Tribunal Constitucional -enredo de comedia y no alta, sino de sainete con tintes de astracán- tiene su origen en el hecho de que los partidos políticos no se contentan con ejercer las sustanciosas funciones que les asigna el artículo 6 de la Constitución de 1978, sino que pretenden, además, manejar, por medio de un artilugio a distancia, el sistema nervioso de la justicia, haciéndola sierva de sus ocurrencias, humores y humoradas. Orillando todas las barreras convencionales y aun las buenas maneras. Esta actitud trastoca por completo el edificio de los poderes constitucionales, tal como han sido configurados por la ortodoxia jurídica, y es ocasión para que salte por los aires esa teoría política perfilada y sutil que es cabalmente la teoría democrática.
Pero a los partidos políticos tradicionales parece darles igual, convencidos como están de que lo importante es conseguir victorias, pequeños triunfos parciales, los que se obtienen en cada enfrentamiento, en cada esquina, armados con el trabuco de la intriga, frente a un rival convertido en hostis, aunque esas victorias lleven al deterioro irreversible del sistema y lo instale en el corazón de las tinieblas.
Liberar a la democracia del entramado diabólico de lianas que han ido tejiendo los partidos políticos y dotarla de nuevo de un aspecto elástico, fibroso y ágil, no es tarea de un fin de semana. Y no lo es precisamente por el carácter conservador de sus actores, engastados ya hoy en unos privilegios que les permiten saciarse en los pechos del poder y derramar en su entorno beneficios, prebendas y premios de análoga manera a como las derramaba el monarca absoluto: para asegurar lealtades y adhesiones.
Sin embargo, si no queremos convertirnos en estatuas o limitarnos a llorar en las puertas de los templos, se impone intentar al menos la transformación del tablero donde se juega el juego trucado. Y uno de los modos es abrir el abanico de las ofertas electorales, ampliando su espectro. Es decir, creando nuevas formaciones políticas. Nuevos partidos. Este es el empeño en el que se hallan embarcados algunos arrojados en el escenario español. Su actitud gallarda, con maneras que se atreven a desafiar la inmovilidad de las cosas, es un júbilo -en el que tintinean muchas alegres campanillas- para quienes creemos que el sistema democrático, porque está regado con los mejores fertilizantes, es capaz de limpiarse de adherencias indeseables y regenerarse.
El ejemplo alemán es bien elocuente: la irrupción de los verdes en el panorama político se produjo cuando un grupo de personas se percataron de que ni el partido socialdemócrata ni el cristiano demócrata o el liberal les representaba en sus planteamientos políticos que por supuesto nada tenían que ver con las monsergas de la identidad a la que tan dados somos por estos pagos, sino con cuestiones más concretas como la política fiscal, la de transportes o la de energía. En 1977 consiguieron los primeros concejales y en 1998 entraron triunfales en el Gobierno federal de Berlín de la mano de la socialdemocracia. Han remado en muchas singladuras y han servido para remover las aguas de la política alemana, ejerciendo además una influencia determinante en la renovación de las formaciones políticas tradicionales.
En España, me parece que no me equivoco si afirmo que las nuevas propuestas tienen todas ellas un denominador común: el deseo de limitar la influencia de los partidos políticos nacionalistas (especialmente, vascos y catalanes) en el Gobierno de España. La situación, por su evidencia, es bien conocida: una ley electoral, confeccionada cuando, después de habernos confesado los pecados del franquismo, estábamos cumpliendo la penitencia impuesta por las exigencias de la Transición, ha primado en las Cortes a tales formaciones. Y éstas han usado y abusado de su posición de dominio para condicionar a los gobiernos de España: a los que han sido, al que es, y -si no se remedia- al que será. Y lo han hecho abiertamente o envueltas en gemidos engañosos o en melindres de desdén.
Partidos que simplemente no creen en el Estado, pues algunos no se recatan en ocultar su vocación independentista -incluso la proclaman con descaro-, son los que han de ayudar a los partidos nacionales en su tarea de conducir y gobernar ese mismo Estado. Es decir, estamos autorizando a las lubinas a que redacten el reglamento de la piscifactoría. Un despropósito de dimensiones colosales.
Muchos somos por ello conscientes del gran trampantojo que se exhibe en nuestra fachada democrática. Ahora parece que tenemos la suerte de que unos pocos están dispuestos a contribuir a desmontar el engaño. Alegra porque justamente es la denuncia del engaño la tinta con la que siempre se ha escrito la historia del progreso.
Ocurre, sin embargo, que estos bien intencionados políticos, digámoslo claramente, las gentes de varios foros cívicos, las personas que se mueven en torno a los Ciudadanos de Cataluña o se han afiliado al partido de Fernando Savater y Rosa Díez, se nos presentan divididos y enfrentados por cuestiones que parecen bien secundarias y desde luego puramente nominales.
Gran lástima produce tal espectáculo y gran decepción para quienes seguimos sus movimientos con la esperanza de que logren agitar el panorama político, embalsamado en enredos sectarios y en ritos cómplices. Porque ese objetivo, el de descomponer el atrezzo de la escena española, sólo se logra con un racimo de diputados en las Cortes. Y, a su vez, esa presencia exige que se emita un mensaje nítido al votante resumido en la siguiente fórmula: vótenos para conseguir que los partidos nacionalistas dejen de condimentar todas las salsas de la política española. Así de simple. Me parece que poco más hay que discurrir en punto a líneas programáticas o banderas ideológicas.
Porque si, a las dificultades que el sistema político establecido vaya aparejando con los potentes medios a su alcance, se unen las derivadas de una carrera en solitario, ayuna de armonía o tintada por personalismos extemporáneos, los resultados serán catastróficos para los abanderados de tan noble causa y -lo que es fatal- para el tratamiento antiarrugas que reclama nuestro sistema democrático.
Es decir, nos quedaremos sin el ciudadano y sin la rosa.
Tiene cierta gracia que, entre nosotros, pueda hablarse todavía de progresistas y conservadores en relación con los partidos políticos, cuando lo cierto es que los establecidos constituyen el ejemplo más acabado y sólido del conservadurismo, si por tal se entiende su vocación por conservar el poder así como el mecanismo electoral que les permite llegar a él y disfrutarlo. Cualquier perturbación les incomoda, como incomoda a todo burgués cualquier reivindicación que altere su digestión de individuo instalado y satisfecho.
Hemos llegado a una situación en la que, incluso quien acumule varias afecciones oculares, advertirá que la democracia en España ha sido literalmente secuestrada por los partidos políticos, que se han apropiado de ella y la tratan y manejan a su antojo, según lo imponen sus cambiantes caprichos. Podría afirmarse que nuestra democracia es una democracia adúltera, que ha abandonado a su legítimo cónyuge, que es el pueblo, para irse de jolgorio con los partidos mancillando así un pacto sagrado. Todo el supremo enredo al que estamos asistiendo relacionado con el Poder Judicial o el Tribunal Constitucional -enredo de comedia y no alta, sino de sainete con tintes de astracán- tiene su origen en el hecho de que los partidos políticos no se contentan con ejercer las sustanciosas funciones que les asigna el artículo 6 de la Constitución de 1978, sino que pretenden, además, manejar, por medio de un artilugio a distancia, el sistema nervioso de la justicia, haciéndola sierva de sus ocurrencias, humores y humoradas. Orillando todas las barreras convencionales y aun las buenas maneras. Esta actitud trastoca por completo el edificio de los poderes constitucionales, tal como han sido configurados por la ortodoxia jurídica, y es ocasión para que salte por los aires esa teoría política perfilada y sutil que es cabalmente la teoría democrática.
Pero a los partidos políticos tradicionales parece darles igual, convencidos como están de que lo importante es conseguir victorias, pequeños triunfos parciales, los que se obtienen en cada enfrentamiento, en cada esquina, armados con el trabuco de la intriga, frente a un rival convertido en hostis, aunque esas victorias lleven al deterioro irreversible del sistema y lo instale en el corazón de las tinieblas.
Liberar a la democracia del entramado diabólico de lianas que han ido tejiendo los partidos políticos y dotarla de nuevo de un aspecto elástico, fibroso y ágil, no es tarea de un fin de semana. Y no lo es precisamente por el carácter conservador de sus actores, engastados ya hoy en unos privilegios que les permiten saciarse en los pechos del poder y derramar en su entorno beneficios, prebendas y premios de análoga manera a como las derramaba el monarca absoluto: para asegurar lealtades y adhesiones.
Sin embargo, si no queremos convertirnos en estatuas o limitarnos a llorar en las puertas de los templos, se impone intentar al menos la transformación del tablero donde se juega el juego trucado. Y uno de los modos es abrir el abanico de las ofertas electorales, ampliando su espectro. Es decir, creando nuevas formaciones políticas. Nuevos partidos. Este es el empeño en el que se hallan embarcados algunos arrojados en el escenario español. Su actitud gallarda, con maneras que se atreven a desafiar la inmovilidad de las cosas, es un júbilo -en el que tintinean muchas alegres campanillas- para quienes creemos que el sistema democrático, porque está regado con los mejores fertilizantes, es capaz de limpiarse de adherencias indeseables y regenerarse.
El ejemplo alemán es bien elocuente: la irrupción de los verdes en el panorama político se produjo cuando un grupo de personas se percataron de que ni el partido socialdemócrata ni el cristiano demócrata o el liberal les representaba en sus planteamientos políticos que por supuesto nada tenían que ver con las monsergas de la identidad a la que tan dados somos por estos pagos, sino con cuestiones más concretas como la política fiscal, la de transportes o la de energía. En 1977 consiguieron los primeros concejales y en 1998 entraron triunfales en el Gobierno federal de Berlín de la mano de la socialdemocracia. Han remado en muchas singladuras y han servido para remover las aguas de la política alemana, ejerciendo además una influencia determinante en la renovación de las formaciones políticas tradicionales.
En España, me parece que no me equivoco si afirmo que las nuevas propuestas tienen todas ellas un denominador común: el deseo de limitar la influencia de los partidos políticos nacionalistas (especialmente, vascos y catalanes) en el Gobierno de España. La situación, por su evidencia, es bien conocida: una ley electoral, confeccionada cuando, después de habernos confesado los pecados del franquismo, estábamos cumpliendo la penitencia impuesta por las exigencias de la Transición, ha primado en las Cortes a tales formaciones. Y éstas han usado y abusado de su posición de dominio para condicionar a los gobiernos de España: a los que han sido, al que es, y -si no se remedia- al que será. Y lo han hecho abiertamente o envueltas en gemidos engañosos o en melindres de desdén.
Partidos que simplemente no creen en el Estado, pues algunos no se recatan en ocultar su vocación independentista -incluso la proclaman con descaro-, son los que han de ayudar a los partidos nacionales en su tarea de conducir y gobernar ese mismo Estado. Es decir, estamos autorizando a las lubinas a que redacten el reglamento de la piscifactoría. Un despropósito de dimensiones colosales.
Muchos somos por ello conscientes del gran trampantojo que se exhibe en nuestra fachada democrática. Ahora parece que tenemos la suerte de que unos pocos están dispuestos a contribuir a desmontar el engaño. Alegra porque justamente es la denuncia del engaño la tinta con la que siempre se ha escrito la historia del progreso.
Ocurre, sin embargo, que estos bien intencionados políticos, digámoslo claramente, las gentes de varios foros cívicos, las personas que se mueven en torno a los Ciudadanos de Cataluña o se han afiliado al partido de Fernando Savater y Rosa Díez, se nos presentan divididos y enfrentados por cuestiones que parecen bien secundarias y desde luego puramente nominales.
Gran lástima produce tal espectáculo y gran decepción para quienes seguimos sus movimientos con la esperanza de que logren agitar el panorama político, embalsamado en enredos sectarios y en ritos cómplices. Porque ese objetivo, el de descomponer el atrezzo de la escena española, sólo se logra con un racimo de diputados en las Cortes. Y, a su vez, esa presencia exige que se emita un mensaje nítido al votante resumido en la siguiente fórmula: vótenos para conseguir que los partidos nacionalistas dejen de condimentar todas las salsas de la política española. Así de simple. Me parece que poco más hay que discurrir en punto a líneas programáticas o banderas ideológicas.
Porque si, a las dificultades que el sistema político establecido vaya aparejando con los potentes medios a su alcance, se unen las derivadas de una carrera en solitario, ayuna de armonía o tintada por personalismos extemporáneos, los resultados serán catastróficos para los abanderados de tan noble causa y -lo que es fatal- para el tratamiento antiarrugas que reclama nuestro sistema democrático.
Es decir, nos quedaremos sin el ciudadano y sin la rosa.
Publicado en El Mundo hoy, 8 de noviembre de 2007.
1 comentario:
Admirado Profesor, desde que esta mañana leí su artículo he estado dando vueltas a la memoria intentado recordar algo similar. Como los años ya atascan el "disco duro" de la memoria, he tenido que buscar en el gran salvador de este problema: El Sr. Google. Y lo he encontrado: Esto es lo que me recordaba su artículo, y me dió "otro" ataque de melancolía al recordar donde acabaron tan insignes españoles.
(Lo de "otro" es por el decreto que nos ha regalado el Gobierno sobre titulaciones universitarias)
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