Contra reloj y a la trágala, he tenido que escribir este fin de semana el artículo para Ámbito Jurídico, la revista colombiana. Faena de aliño tal vez. Pero ni la cabeza ni los dedos ni el tiempo me dan para más estos días. Así que ahí va.
En Europa andan revueltas las facultades de Derecho, pues con la reforma de los planes de estudio que viene de la Unión Europea parece que habrá que abandonar mucho de aquella vieja clase magistral y fomentar el trabajo personal del alumno y la interacción en las aulas. No sé si cabe esperar cosa buena, pues desde hace tiempo cada reforma de la docencia empeora la situación, que ya era lastimosa.
Muchos hemos padecido una enseñanza de las leyes que viene, casi sin cambios, del siglo XIX y de aquel ingenuo positivismo de la Escuela de la Exégesis y la Jurisprudencia de Conceptos. La docencia jurídica era lo más parecido a una operación quirúrgica en la que el profesor abre el cráneo al alumno y le implanta, sin anestesia, códigos, leyes y reglamentos. Se confiaba tanto en la racionalidad inmanente a la legislación y en el carácter completo, coherente y claro del sistema jurídico, que se pensaba que con sólo tener en la memoria la gaceta oficial ya era más que suficiente para que el graduado en Derecho pudiera resolver pleitos y evacuar dictámenes y consultas sin duda ni equívoco posible. Aprender a razonar no hacía falta, a hablar o escribir con propiedad tampoco. De la cabeza así amueblada de los abogados salían mágicamente las soluciones debidas para cualquier pleito. En realidad, las partes de cada proceso no eran vistas como seres de carne y hueso, sino como reencarnaciones de Ticio y Cayo. Y los problemas que en los juzgados se dirimen no necesitaban ser comprendidos y analizados en su dimensión moral, política o económica, pues el Derecho es mundo aparte, y el jurista, científico ensimismado que no precisa hacer más que muy elementales silogismos. En esa visión del Derecho no quedaba espacio para la discrecionalidad judicial, pues las normas hablan por sí mismas y dan para cada caso solución única y siempre correcta. Por eso era tan común que las mejores calificaciones las ganaran en las aulas los memoriones sin seso y que el Derecho lo explicaran en ellas profesores reducidos a máquinas de leer y repetir, con engolada voz, códigos y manuales.
El péndulo se fue al otro lado en los años setenta del siglo XX, cuando se quiso reducir el Derecho a las ciencias sociales y se pretendió suplir todo saber técnico-jurídico por el veredicto de la sociología, de la ciencia política o de la economía. Se despreció a la dogmática, hasta entonces endiosada, y se quiso hacer del abogado un experto en el diagnóstico y tratamiento de problemas sociales, sin más competencia técnica que esos esquivos saberes y mucho más preocupado por implantar la sociedad soñada que por solucionar los litigios con respeto a la seguridad jurídica. La ley, antes elevada a los altares de la suprema ciencia, ahora se tornaba perverso instrumento de dominación que debía ser combatido en nombre de más altos ideales.
Luego vinieron las teorías de la argumentación, que acertadamente resaltaron el componente discursivo, dialógico y retórico de toda práctica jurídica y que pugnaron para que el abogado supiera que el Derecho también se hace al aplicarlo y al colmar los márgenes de indeterminación de las normas jurídicas. Pero la teoría de la argumentación se cruzó con la metafísica neoconstitucionalista y con el moralismo jurídico y pasó a ser vista por muchos como el método para averiguar la única respuesta correcta para cada caso, respuesta dictada por un Derecho que ya no se hace de leyes, sino de mandamientos indubitados de la razón práctica. Otra vez el empeño por hacer de abogados y jueces sacerdotes de la Justicia, esta vez encomendándose a la ética, a una ética con tintes fuertemente objetivistas. Y de nuevo la fobia a la ley y al legislador, fuente de injusticias sin cuento que el juez debe corregir con su prodigiosa capacidad para conocer con certeza lo justo en cada caso.
¿Qué se puede hacer? En primer lugar, cambiar los métodos de enseñanza y dar mucho mayor protagonismo a los casos. No se puede entender cabalmente el sentido de una norma si no se pone en relación con los supuestos prácticos para los que rige. En segundo lugar, no se debe dejar de lado la buena dogmática, el componente técnico y conceptual que permite un manejo del Derecho con garantías de coherencia y capacidad de discernimiento. No hay Estado de Derecho posible en la práctica sin una sólida dogmática jurídica. En tercer lugar, se ha de cultivar la dimensión argumentativa de la práctica jurídica, pero entendiendo que las capacidades argumentativas no son la vía para alcanzar certezas imposibles ni la justicia verdadera, sino requisito para colmar con rigor y buen juicio los amplios márgenes de discrecionalidad que toda normatividad jurídica deja, quiérase o no, al que en Derecho decide. El buen jurista no es ni el filósofo puro ni el mero científico social ni el crédulo juez que se siente simple boca de la ley, sino el que sabe que las normas jurídicas son herramientas imprescindibles que deben ser respetadas, pero también que son ampliamente flexibles y maleables y que se debe, por tanto, justificar con argumentos el uso de las mismas. Así como el buen juez es el que se sabe y se hace responsable de sus decisiones y no pretende disfrazarlas ni de ciencia incontaminada ni de una imposible justicia objetiva y cierta.
Muchos hemos padecido una enseñanza de las leyes que viene, casi sin cambios, del siglo XIX y de aquel ingenuo positivismo de la Escuela de la Exégesis y la Jurisprudencia de Conceptos. La docencia jurídica era lo más parecido a una operación quirúrgica en la que el profesor abre el cráneo al alumno y le implanta, sin anestesia, códigos, leyes y reglamentos. Se confiaba tanto en la racionalidad inmanente a la legislación y en el carácter completo, coherente y claro del sistema jurídico, que se pensaba que con sólo tener en la memoria la gaceta oficial ya era más que suficiente para que el graduado en Derecho pudiera resolver pleitos y evacuar dictámenes y consultas sin duda ni equívoco posible. Aprender a razonar no hacía falta, a hablar o escribir con propiedad tampoco. De la cabeza así amueblada de los abogados salían mágicamente las soluciones debidas para cualquier pleito. En realidad, las partes de cada proceso no eran vistas como seres de carne y hueso, sino como reencarnaciones de Ticio y Cayo. Y los problemas que en los juzgados se dirimen no necesitaban ser comprendidos y analizados en su dimensión moral, política o económica, pues el Derecho es mundo aparte, y el jurista, científico ensimismado que no precisa hacer más que muy elementales silogismos. En esa visión del Derecho no quedaba espacio para la discrecionalidad judicial, pues las normas hablan por sí mismas y dan para cada caso solución única y siempre correcta. Por eso era tan común que las mejores calificaciones las ganaran en las aulas los memoriones sin seso y que el Derecho lo explicaran en ellas profesores reducidos a máquinas de leer y repetir, con engolada voz, códigos y manuales.
El péndulo se fue al otro lado en los años setenta del siglo XX, cuando se quiso reducir el Derecho a las ciencias sociales y se pretendió suplir todo saber técnico-jurídico por el veredicto de la sociología, de la ciencia política o de la economía. Se despreció a la dogmática, hasta entonces endiosada, y se quiso hacer del abogado un experto en el diagnóstico y tratamiento de problemas sociales, sin más competencia técnica que esos esquivos saberes y mucho más preocupado por implantar la sociedad soñada que por solucionar los litigios con respeto a la seguridad jurídica. La ley, antes elevada a los altares de la suprema ciencia, ahora se tornaba perverso instrumento de dominación que debía ser combatido en nombre de más altos ideales.
Luego vinieron las teorías de la argumentación, que acertadamente resaltaron el componente discursivo, dialógico y retórico de toda práctica jurídica y que pugnaron para que el abogado supiera que el Derecho también se hace al aplicarlo y al colmar los márgenes de indeterminación de las normas jurídicas. Pero la teoría de la argumentación se cruzó con la metafísica neoconstitucionalista y con el moralismo jurídico y pasó a ser vista por muchos como el método para averiguar la única respuesta correcta para cada caso, respuesta dictada por un Derecho que ya no se hace de leyes, sino de mandamientos indubitados de la razón práctica. Otra vez el empeño por hacer de abogados y jueces sacerdotes de la Justicia, esta vez encomendándose a la ética, a una ética con tintes fuertemente objetivistas. Y de nuevo la fobia a la ley y al legislador, fuente de injusticias sin cuento que el juez debe corregir con su prodigiosa capacidad para conocer con certeza lo justo en cada caso.
¿Qué se puede hacer? En primer lugar, cambiar los métodos de enseñanza y dar mucho mayor protagonismo a los casos. No se puede entender cabalmente el sentido de una norma si no se pone en relación con los supuestos prácticos para los que rige. En segundo lugar, no se debe dejar de lado la buena dogmática, el componente técnico y conceptual que permite un manejo del Derecho con garantías de coherencia y capacidad de discernimiento. No hay Estado de Derecho posible en la práctica sin una sólida dogmática jurídica. En tercer lugar, se ha de cultivar la dimensión argumentativa de la práctica jurídica, pero entendiendo que las capacidades argumentativas no son la vía para alcanzar certezas imposibles ni la justicia verdadera, sino requisito para colmar con rigor y buen juicio los amplios márgenes de discrecionalidad que toda normatividad jurídica deja, quiérase o no, al que en Derecho decide. El buen jurista no es ni el filósofo puro ni el mero científico social ni el crédulo juez que se siente simple boca de la ley, sino el que sabe que las normas jurídicas son herramientas imprescindibles que deben ser respetadas, pero también que son ampliamente flexibles y maleables y que se debe, por tanto, justificar con argumentos el uso de las mismas. Así como el buen juez es el que se sabe y se hace responsable de sus decisiones y no pretende disfrazarlas ni de ciencia incontaminada ni de una imposible justicia objetiva y cierta.
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