Ramirín era un ratón que ni fu ni fa, normal y corriente, uno de tantos. Fue el quinto de su camada y sus papás apenas lo distinguían de sus hermanos cuando era chiquitín del todo. Pero cuando fue creciendo todos en la familia y en el barrio comenzaron a notar que Ramirín tenía algo especial. No era más listo que los otros ratones de su quinta, no era más guapo tampoco, aunque caminaba muy tieso, no destacaba en nada, pero… algo había. Era una actitud, no sé. Cuando los otros ratoncillos jugaban al fútbol, él siempre pedía ser el entrenador. Pensaban que era por vaguete y para no sudar y se lo permitían. Cuando jugaban a la guerra, Ramirín ni se mojaba las patas, pero siempre se imaginaba que él era el general y organizaba tácticas y estrategias. Le consentían esas ensoñaciones, sin hacerle mucho caso y convencidos de que era más bien cobardica y poco ducho en las artes de la guerra, al menos las de la guerra llevada con nobleza. Eso sí, cuando los ratones tenían que hacer fila para algo, Ramirín siempre gritaba “Ramiro primero, Ramiro primero”, y allá se colaba sin miramientos. De modo que poco se sorprendieron los ratones de su barrio cuando, pasados los años, Ramirín acabó reinando bajo el nombre de Ramiro I.
Le costó llegar a Rey de los ratones, pues era éste un puesto que en tiempos había tenido mucho prestigio. Afortunadamente para Ramirín, de ese prestigio quedaba menos cuando él peleaba por el trono, y entre los mayores méritos de su reinado se cuenta el de haber conseguido acabar con ese resto. El de Rey de los ratones es un puesto electivo y se vota cada cuatro años. Uno a uno fue visitando Ramirín a los electores y a cada cual le prometió puesto en su Corte o cargo en su Administración. Como no había puestos ni cargos para tanto ratón, Ramirín presentó en su campaña un proyecto de plantilla y un boceto de organigrama que hizo furor y le procuró muchos apoyos. Lo más innovador era la llamada “ley de promoción diferencial”. Esto funcionaba más o menos así: cuanto menores eran los méritos conocidos de un ratón y más exiguo su currículo, más alto puesto le aseguraba Ramirín, con el agudo argumento de que si tan poco habían hecho, se debía sin duda a que habían padecido mayores dificultades, razón por la que debían ser compensados con suma generosidad. Ay, cuántos ratones y ratas se sintieron identificados e identificadas con tan avanzada política y tan generosos propósitos. Así que a Ramirín le llovieron los votos y bajo su reinado se produjo un fenómeno único en la historia de la Ratería: los zánganos, analfabetos, timadores, proxenetas, perezosos y trileros se sentaron a la diestra de Ramirín, que ya era Ramiro I, y los ratones más expertos y eruditos tuvieron que irse con la música a otra parte, pues bien claro tenía Ramirín que tanta experiencia y erudición sólo puede lograrse explotando a otros y no trabajando para el pueblo y el interés general.
Ramirín, es decir, Ramiro I, decidía sobre vidas y haciendas, favorecía a amigos y cobistas y era implacable con el que osara decir la más mínima verdad sobre su reinado o hacer la más liviana crítica de su real persona. Legislaba nada más que por el gusto de permitir que sus amigos se saltaran las normas y por el no menor de aplicarlas a rajatabla a sus rivales y críticos. Coqueteaba con ratitas y de éstas no faltaban las que sucumbían a los encantos de su trono y su tronío. Pero a medida que pasaban los años y su mandato iba tocando a su fin, a Ramirín le preocupaba una cosa.
Sus espías, que eran los mismos que había nombrado para tanto cargo y que no tenían otra cosa que hacer, le decían un día sí y otro también que había tres de aquellos ratones sabios sentados en la plaza principal, día tras día, mes tras mes. “¿Y qué hacen ahí?”, preguntaba Ramirín. “Nada, dicen que simplemente esperan”, le contestaban sus espías. “¿Y qué esperan?”. “Dicen que a ti”.
Ramirín se iba poniendo nervioso. Primero ordenó que a aquellos tres sabios les quitasen sus cargos. “No tienen cargos, majestad”, le contestaban sus esbirros. “Pues que les retiren las primas y sobresueldos”. “No perciben ninguno, majestad”. La cólera de Ramirín iba aumentando. Ya fuera de sí, gritaba: “¡Que echen de mi país a todos los parientes de esos tipos que hayamos colocado aquí!”. “Ninguno de sus parientes trabaja para nosotros, majestad”. “¡Ahjjjjjjj! Ramirín, furioso, recorría a grandes zancadas su palacio y ya ni atendía a manicuras ni holgaba con becarias.
“Que mi secretaria llame al Rey de los gatos y le diga que quiero hablar con él”. Lo pusieron en comunicación con el Rey de los gatos y Ramirín, con una humildad que no se le recordaba, le dijo: “Rey de los gatos, Rey de los gatos, pronto acabarán mis años de Rey de los ratones y he pensado que estos animalillos inútiles y desaseados ya no me merecen. ¿No te interesaría que trabajara contigo, que fuera tu lugarteniente, tu ayudante, tu ministro para asuntos rateros?”. “¿Y qué estarías dispuesto a hacer?”, le preguntó el Rey de los gatos. “Lo que tú me quieras, Rey de los gatos, lo que tú quieras”. “¿Traicionarías a tu gente? ¿Me entregarías tu reino?” “Por supuesto, Rey de los gatos, claro que sí. Yo sólo quiero estar a tu sombra y no ser nunca más un vulgar ratón”. Y, bajando un poquito la voz añadió: “Además, creo que hay algunos ratones que me detestan y traman algo contra mí”. Hubo un silencio. Por fin, en el teléfono volvió a sonar la voz del Rey de los gatos: “Ni te necesito para comerme los ratones que quiera ni me fío de un ratón traidor como tú, Ramirín”.
Ramirín, o sea, Ramiro I, se subía por las paredes de cólera y desesperación. Mientras, sus aduladores le insistían a cada rato en que los tres sabios seguían allí sentados y que repetían que lo esperaban. “¡Pero para qué me quieren!”, bramaba Ramirín. “Ellos aseguran que para decirte unas cositas y para volver a hablarte de ratón a ratón”, le respondían. Ramirín, que se olía la tostada de los sabios, estaba cada vez más enloquecido. “¡Que me pasen con el Rey de los perros!”, gritó un día. También al Rey de los perros le juró obediencia, le aseguró lealtad y le prometió que le pondría en bandeja todos los ratones que quisiera. Pero el Rey de los perros le contestó igualmente, muy digno, que en su reino no había sitio para ratones, y menos aún para ratas traidoras.
Y así, con amargura e inquietud, fueron pasando los últimos meses del reinado de Ramirín, Ramiro I. Él se veía empequeñecido de día en día y muchos de los que tanto lo alababan lo iban abandonando ahora. Algunos, descarados, al irse hasta guiñaban un ojo a los tres sabios que estaban sentados esperando a Ramirín para decirle algunas cosas de ratón a ratón.
Le costó llegar a Rey de los ratones, pues era éste un puesto que en tiempos había tenido mucho prestigio. Afortunadamente para Ramirín, de ese prestigio quedaba menos cuando él peleaba por el trono, y entre los mayores méritos de su reinado se cuenta el de haber conseguido acabar con ese resto. El de Rey de los ratones es un puesto electivo y se vota cada cuatro años. Uno a uno fue visitando Ramirín a los electores y a cada cual le prometió puesto en su Corte o cargo en su Administración. Como no había puestos ni cargos para tanto ratón, Ramirín presentó en su campaña un proyecto de plantilla y un boceto de organigrama que hizo furor y le procuró muchos apoyos. Lo más innovador era la llamada “ley de promoción diferencial”. Esto funcionaba más o menos así: cuanto menores eran los méritos conocidos de un ratón y más exiguo su currículo, más alto puesto le aseguraba Ramirín, con el agudo argumento de que si tan poco habían hecho, se debía sin duda a que habían padecido mayores dificultades, razón por la que debían ser compensados con suma generosidad. Ay, cuántos ratones y ratas se sintieron identificados e identificadas con tan avanzada política y tan generosos propósitos. Así que a Ramirín le llovieron los votos y bajo su reinado se produjo un fenómeno único en la historia de la Ratería: los zánganos, analfabetos, timadores, proxenetas, perezosos y trileros se sentaron a la diestra de Ramirín, que ya era Ramiro I, y los ratones más expertos y eruditos tuvieron que irse con la música a otra parte, pues bien claro tenía Ramirín que tanta experiencia y erudición sólo puede lograrse explotando a otros y no trabajando para el pueblo y el interés general.
Ramirín, es decir, Ramiro I, decidía sobre vidas y haciendas, favorecía a amigos y cobistas y era implacable con el que osara decir la más mínima verdad sobre su reinado o hacer la más liviana crítica de su real persona. Legislaba nada más que por el gusto de permitir que sus amigos se saltaran las normas y por el no menor de aplicarlas a rajatabla a sus rivales y críticos. Coqueteaba con ratitas y de éstas no faltaban las que sucumbían a los encantos de su trono y su tronío. Pero a medida que pasaban los años y su mandato iba tocando a su fin, a Ramirín le preocupaba una cosa.
Sus espías, que eran los mismos que había nombrado para tanto cargo y que no tenían otra cosa que hacer, le decían un día sí y otro también que había tres de aquellos ratones sabios sentados en la plaza principal, día tras día, mes tras mes. “¿Y qué hacen ahí?”, preguntaba Ramirín. “Nada, dicen que simplemente esperan”, le contestaban sus espías. “¿Y qué esperan?”. “Dicen que a ti”.
Ramirín se iba poniendo nervioso. Primero ordenó que a aquellos tres sabios les quitasen sus cargos. “No tienen cargos, majestad”, le contestaban sus esbirros. “Pues que les retiren las primas y sobresueldos”. “No perciben ninguno, majestad”. La cólera de Ramirín iba aumentando. Ya fuera de sí, gritaba: “¡Que echen de mi país a todos los parientes de esos tipos que hayamos colocado aquí!”. “Ninguno de sus parientes trabaja para nosotros, majestad”. “¡Ahjjjjjjj! Ramirín, furioso, recorría a grandes zancadas su palacio y ya ni atendía a manicuras ni holgaba con becarias.
“Que mi secretaria llame al Rey de los gatos y le diga que quiero hablar con él”. Lo pusieron en comunicación con el Rey de los gatos y Ramirín, con una humildad que no se le recordaba, le dijo: “Rey de los gatos, Rey de los gatos, pronto acabarán mis años de Rey de los ratones y he pensado que estos animalillos inútiles y desaseados ya no me merecen. ¿No te interesaría que trabajara contigo, que fuera tu lugarteniente, tu ayudante, tu ministro para asuntos rateros?”. “¿Y qué estarías dispuesto a hacer?”, le preguntó el Rey de los gatos. “Lo que tú me quieras, Rey de los gatos, lo que tú quieras”. “¿Traicionarías a tu gente? ¿Me entregarías tu reino?” “Por supuesto, Rey de los gatos, claro que sí. Yo sólo quiero estar a tu sombra y no ser nunca más un vulgar ratón”. Y, bajando un poquito la voz añadió: “Además, creo que hay algunos ratones que me detestan y traman algo contra mí”. Hubo un silencio. Por fin, en el teléfono volvió a sonar la voz del Rey de los gatos: “Ni te necesito para comerme los ratones que quiera ni me fío de un ratón traidor como tú, Ramirín”.
Ramirín, o sea, Ramiro I, se subía por las paredes de cólera y desesperación. Mientras, sus aduladores le insistían a cada rato en que los tres sabios seguían allí sentados y que repetían que lo esperaban. “¡Pero para qué me quieren!”, bramaba Ramirín. “Ellos aseguran que para decirte unas cositas y para volver a hablarte de ratón a ratón”, le respondían. Ramirín, que se olía la tostada de los sabios, estaba cada vez más enloquecido. “¡Que me pasen con el Rey de los perros!”, gritó un día. También al Rey de los perros le juró obediencia, le aseguró lealtad y le prometió que le pondría en bandeja todos los ratones que quisiera. Pero el Rey de los perros le contestó igualmente, muy digno, que en su reino no había sitio para ratones, y menos aún para ratas traidoras.
Y así, con amargura e inquietud, fueron pasando los últimos meses del reinado de Ramirín, Ramiro I. Él se veía empequeñecido de día en día y muchos de los que tanto lo alababan lo iban abandonando ahora. Algunos, descarados, al irse hasta guiñaban un ojo a los tres sabios que estaban sentados esperando a Ramirín para decirle algunas cosas de ratón a ratón.
Y, de momento, aquí se acaba esta edificante historia del ratón vulgar que llegó a rey en tiempos oscuros y que no quería volver a casa, y de los sabios que lo esperaban tranquilamente, pues sabían que tendría que regresar un día u otro.
Yo aquí sólo puedo añadir una cosa: ES VERDAD, RAMIRÍN, TE ESTAMOS ESPERANDO.
Gaudeamus.
(NOTA.- ESTA ES LA PRIMERA DE UNA SERIE DE NARRACIONES PARA NIÑOS MALOS. SI SE PARECE A ALGÚN PERSONAJE, LUGAR O SITUACIÓN REAL, ES POR PURO AZAR Y PORQUE LA POBRE IMAGINACIÓN DEL AUTOR NO DA PARA MÁS. PALABRITA DEL NIÑO JESÚS).
Yo aquí sólo puedo añadir una cosa: ES VERDAD, RAMIRÍN, TE ESTAMOS ESPERANDO.
Gaudeamus.
(NOTA.- ESTA ES LA PRIMERA DE UNA SERIE DE NARRACIONES PARA NIÑOS MALOS. SI SE PARECE A ALGÚN PERSONAJE, LUGAR O SITUACIÓN REAL, ES POR PURO AZAR Y PORQUE LA POBRE IMAGINACIÓN DEL AUTOR NO DA PARA MÁS. PALABRITA DEL NIÑO JESÚS).
13 comentarios:
magnifico blog
te invito a que te unas a mi modesto blog
aquiestatublog.blogspot.com
un blog para puntuar a otros blog y dejar el tuyo,ayudara a que te conozcan un poco mas
perdona por dejarlo en comentarios
¡Cuánto se parece el mundo de los ratones al universitario! Aunque advierto algunas diferencias: al menos los ratones tienen valor ecológico y sirven para la investigación.
No sé si tiene que ver su divertido cuento con lo anterior ¿? Pero una precisión a lopera... También he mirado yo esas bases de datos y me salen 9, no 90 artículos.
Yo interpreté la propuesta de sierra al modo de la auditorías que hacemos en la empresa privada. Quizá sea deformación profesional. Pero sería adecuado que se examinara al final cómo han gastado los rectores los dineros de todos. En todo caso, muy divertido y bien escrito, como siempre su cuento.
Muy bueno el cuento ratonil. Espero con fruición los siguientes capítulos. Y fruición me silba que quizá aparezca algún flautista.
pd.- y, claro que me gustaría una auditoria de la gestión rectoral. Presidenta, una evaluación a los rectores.
¡Genial su cuento! Mejor que el de un ratón sabio. Mil gracias por el buen rato pasado.
También le podría contar de demonios, que lo ángeles, que premian a los torpes e ignoran el quehacer de los estudiosos.
Aclarando a "imeneo". Decía que en el portal Universia hay una sección dedicada a los Rectores de las Universidades españolas. Pinchando en la del Rector de la Universidad de León, encontré esto . En este documento de dice que el Sr. Rector tiene 90 publicaciones científicas y lo que después comprobé es que sólo tenía diez según la Web of Science del ISI. Y además este portal del ISI da el indice h, y sañía "sólo" 3. Por supuesto pueden ser menos porque si hay más de un A. Penas en la Univesidad de León son contabilizadas como del Rector.
Pero lo más divertido es insistir en la página de los Rectores y comprobar los CV de éstos. El Sr. Botín les ha hecho un flaco favor, aunque algunos como el de Almería no pone su CV, sería demasiado el escándalo, como el de "Ramirín". ¿Y con estos "mimbres" vamos a salir de la crisis ecónomica en que nos han metido los "neocon" de Bush y Pizarro?.
¿Me permiten ampliar la cuestión de "Ramirín"?.
¿Sería posible plantear en Esapaña un debate como éste con los Rectores que tenemos?.
Querido amigo: he visto en tu blog que alguien ha propuesta una ANECA para los rectores. Yo formulo esa misma idea defendiendo la vuelta al juicio de residencia. En el derecho histórico español, cuando una autoridad abandonaba el cargo, quienes habían sido sus súbditos, tenían el derecho a ponerle de manifiesto todas las tropelías y arbitrariedades que había cometido con posibles sanciones. Hoy esto sería jugoso. En cualquier caso, acerca del ejercicio arbitrario del poder que facilita nuestro sistema universitario ya me he pronunciado en mi libro (que va por la tercera edición) "el mito de la autonomía universitaria". La autonomía, tal como he pretendido demostrar allí con argumentos bien fundados, es que el rector, cercado por intereses gremiales, hace lo que le viene en gana. Y esas prácticas se pretende que tengan amparo en la idea de autonomía que está en la Constitución. Estamos muy leídos como para no saber lo que escribía Josep Pla hace muchos años: "aquí no hay leyes ni reglamentos, hay amigos y enemigos". Un saludo muy cordial, FSW
Estimado Sierra:
¡Parece que nos lanzan al estrellato con lo de la R-ANECA! ¡Mire lo que dice el Prof. Sosa!
Nada, nada: con su idea y mi capacidad de aprovecharme de ideas ajenas poniéndoles una etiqueta resultona, ¡el cielo es el único límite!
Por cierto: ¿a qué presidenta se dirigía usted en su anterior comentario?
Lo de la ANECA para rectores es algo un punto mejor que buenísimo. Por cierto, y hablando de la tal cosa ¿habéis comprobado que ha pasado el 18 y siguen sin aparecer los CV de los miembros y miembras de las Comisiones de acreditación? Han aparecido sólo los de presidentes, ¡y de qué manera! Si no publican el CV completo nos quedaremos sin saber, por ejemplo, cómo consiguieron sus dos primeros sexenios alguna de las vocales de alguna de las comisiones (sería un escándalo mayúsculo y creo que con repercusiones visto lo que pasó a tantos con el primero).
Un colega recién incorporado a este extraordinario blog.
@vor allem... Por esta vez le cedo los derechos; habrá otras ocasiones de reparto de nuevas iniciativas. Y me refería a la “Presidenta” de la Comunidad de Madrid. ¿No podría proponer un sistema para controlar a las universidades? Que un rector disponga de dineros para contratar un asesor de imagen (por ejemplo) o discrimine entre dos ayudantes y sus contratos (una es mi novia, claro, entiéndaseme el cabreo)... En fin, divirtámonos con este buen aposentador.
Aguardo con curiosidad el resto del relato, a ver qué le hacen a Ramirín los tres sabios que pacientemente esperan. Porque lo más triste de los ramirines es que suelen irse de rositas sin que nunca pase nada, porque nunca nada les puede pasar. El morro que le echan a la vida actúa a modo de coraza, y les proteje de todo y de todos. A ver si a sus tres pacientes ratones sabios se les ocurre alguna idea.
Me apunto a la propuesta de evaluar a los rectores: ¿dónde hay que firmar?
Salud y saludos, y buen resto de jornada.
Sierra, amigo... qué planazo tener unas Universidades dominadas directamente por Espe y no por sus testaluminios.
Ya sabe usted: Espe Jode Lo Que Somos.
Como la Reina Midas, pero en plan grasa.
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