Se me atragantan las campañas electorales. Me molestan los eslóganes, ver las paredes de la ciudad cubiertas de fotos, las farolas con sonrisas colgantes, los periódicos repletos de noticias sobre mítines fantasmagóricos y declaraciones sin sustancia de candidatos a los que no conozco de nada, ni ganas, o de líderes que a mí no me lideran porque uno conserva una autoestima y una pizca de orgullo. Me fastidia que se me alteren algunos ritos privados, como el de escuchar la radio al levantarme o mientras conduzco antes de las nueve de la mañana. Ahora tendré que poner música para evitar esos largos minutos de propaganda electoral y promesas con cuento. Y así todo.
Y más en estos tiempos de sádicas emociones. Es como si en mitad del partido de fútbol más reñido (del Sporting, claro; que si no, a mí me da igual) o en el instante de mayor suspense de una película de intriga algún pelmazo se empeñara en narrararle a uno sus penosas hazañas o en presumir de palmito y pretender que le miremos los botines nuevos. Andamos que no nos llega la camisa al cuello, despertamos cada día con ganas de enterarnos qué nueva ruina nos acecha, qué ordenará la Merkel o por dónde nos darán los helenos esta semana, qué habrá pasado hace una hora con nuestra prima arriesgada o si por fin nos bajan el sueldo o directamente nos lo quitan del todo, y unos tipos ajenos al humano sentir aparecen por doquier y nos insisten en que les donemos nuestro amor y nuestro voto y en que les vendamos nuestra alma, o los jirones que de ella queden. Que no, hombre que no.
Claro que tiene que haber elecciones, que han de ocupar su lugar y sus funciones los partidos, que debemos estar informados sobre la política y los políticos. Pero una campaña electoral no hace falta para nada, salvo que la justifiquemos para dar de comer a las imprentas o los maquilladores. Las campañas electorales contaminan el paisaje, alteran los ritmos apacibles o apurados de nuestros días, sobresaltan nuestros buzones, ofenden nuestras almas sensibles con tanto embuste y tanto gesto fingido, dañan nuestro más elemental sentido estético a base de tanta sonrisa equívoca, como de madonnna en celo o de gioconda de carretera. Las campañas electorales son una peste y un gasto, un una berrea de machos cabríos que imploran un alargamiento de voto sin merecerlo.
Si, de propina, las simpatías políticas de uno no se van así como así con los partidos dominantes, con los gestores del duopolio, con el maniqueísmo sin lubricante, para qué queremos más. Si el sistema de propaganda electoral no fuera perfectamente circular, dando más voz a los que tuvieron más votos, para que puedan seguir con más votos y con más voz y así hasta el fin de los tiempos, aún tendría su gracia, por la novedad de otras propuestas o por las dudas de si quedará algún frutal en medio de tamaño bosque de alcornoques. Pero no, Rubalcaba y Rajoy hasta en la sopa, omnipresentes y ubicuos como dioses barbudos y monocordes, baratijas de un Olimpo de todo a cien.
Las elecciones deberían ser de un día para otro, aquí te cojo, aquí votaste. ¿O hace falta un plazo para que nos cuenten algo que no sepamos, para que nos hagan la corte con efectos retroactivos, pues ya hace tiempo que nos jodieron y ahora los arrumacos al maestro armero, para que nos hagan saber que la próxima vez nos dolerá menos, porque ya aprendieron?
A votar de sopetón o a tomarse unas semanitas para preparar las urnas y disponer las mesas, pero en silencio, por favor, como si no estuviéramos o como en un velatorio, respetándonos a nosotros. Y más ahora, que ya casi estamos muertos.
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