Se extiende, entre los urbanistas más comprometidos, la moda de debatir acerca de la creación en las ciudades de espacios específicos para que las parejas se hagan mimos, prodiguen sus caricias o se dirijan miradas tiernas con las que derretir la dureza urbana y convertirlo todo a su alrededor en una aurora asombrada.
Como siempre, son especialistas americanos y japoneses los que andan enredados en estos asuntos: se trata de personas animosas que escriben libros y, sobre todo, organizan encuentros y seminarios para agitarse mucho, viajar de una punta a otra del mundo, patear aeropuertos con cara de muchas prisas y celebrar por aquí y por allá un “briefing” o un “meeting” que son las formas más depuradas que ha encontrado el hombre moderno para perder el tiempo.
Hay ya experiencias de este tipo en ciudades americanas y japonesas de las que están muy orgullosos sus alcaldes. Sin embargo, aquí en España, sin tanta alharaca, yo he visto en una ciudad gallega cómo en sus aguas termales y a la vista del público una joven pareja se entregaba a la práctica del coito con el brío y el júbilo que son propios de tal trance. Y sin haber necesitado recabar el auxilio técnico de japonés alguno (ni el alcalde de la ciudad ni mucho menos la pareja del disfrute).
Lo que quiero decir es que alguien me tiene que explicar para qué demonios sirven unos espacios singulares y acotados para la expansión amorosa o para el mimo y la caricia callejera. Porque es bien cierto que cualquiera lo es cuando hablamos de personas que se hallan urgidas por unos deseos que empujan para convertirse en llamas venturosas.
Así, por ejemplo, los árboles de un parque cualquiera ¿para qué están y para qué alzan hacia el cielo las copas de su envergadura arbórea si no es para cobijar los apetitos de una pareja? Los bancos que escoltan sus paseos y veredas ¿qué son sino regazo para ese sacudimiento incomparable que es el arrumaco? Y los lagos que acogen cisnes blancos como la eternidad blanca ¿qué son sino espejos para reflejar unos besos de ojos cerrados, envueltos en esos silencios que son como un poblado vacío y habitado tan solo por los misterios?
¿Alguien concibe que las grandes plazas de las ciudades tengan otro destino que el ver llegar a ellas a unos enamorados, sus manos entrelazadas, todos los sentimientos exaltados y saltando anárquicos en sus venas? ¿Para qué están San Marcos en Venecia o Am Graben en Viena si no es para recibir con sus mejores luces, ceñidas sus galas, a un par de víctimas gozosas del amor y de sus adorables trampas?
Y lo mismo podemos decir de cualquier calleja, de cualquier esquina por vulgar que pueda parecer cuando se contemplan con ojos rutinarios y oficinescos pero que se convierten en lugares mágicos cuando son disfrutados por quienes se regalan las complacencias de sus halagos.
Es superfluo pues crear espacios singulares para el amor y sus derivados por la sencilla razón de que estos desconocen las fronteras de la misma manera que los pajarillos ignoran si vuelan o no sobre un parque nacional o protegido. Para ellos todo está protegido como para la pareja todo es albórbola y olor a flor aunque acabe siendo, ay, flor baudeleriana.
No es pues raro que el amor desconozca el espacio porque lo cierto es que también desconoce el tiempo. Por eso los mejores enamoramientos se producen los días ajetreados que no tenemos tiempo para nada. Excepto para enamorarnos.
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