09 abril, 2015

Elecciones e ilusiones. Por Francisco Sosa Wagner


Hasta hace poco en las contiendas para alcanzar puestos en el parlamento o en los municipios se ofrecían a los ciudadanos, por parte de los candidatos, aumentos de salarios, arreglos en las piscinas municipales, bailes en la plaza pública, entradas gratuitas para los espectáculos y subsidios para todos ...

Esta cascada de promesas han estado aquejadas de un inconveniente y es que nunca ha faltado el votante metomentodo que preguntaba: ¿y eso cómo lo piensa pagar usted? Era este tipo el aguafiestas que figura en todos los censos electorales, como una maldición o como una venganza de la democracia: un sujeto torvo, de enrevesadas intenciones, pronto al exabrupto, un energúmeno que blasonaba de calculadora como si de un arma se tratara, igual que antes se llevaba una navaja cabritera. Y era justo con esa infame arma como enfrentaba las promesas de tanto mitinero a la dura realidad de los números olvidando que estos, los números, son molestos en cualquier relato al tener un poco el aire de los huesecillos que encontramos en la sopa. Siempre odié a estos sujetos, obsesos de la materia y enemigos contumaces de la lírica.

Por eso hoy estamos desalojando del debate las promesas prosaicas y con ello estamos desactivando al pelmazo que he descrito. Se comprenderá que solo beneficios vamos a obtener del cambio producido.

¿Y cómo? Muy sencillo. Lo que está de moda en esta época de grandes danzas electorales y opulento vocerío es un ofrecimiento apacible, virtual, indulgente pero, al tiempo, suavemente insurgente. Ahora, quienes se suben al podio del discurso anuncian que vienen a “gestionar las ilusiones”.

Si el héroe antiguo traía calores de renglones presupuestarios y de groserías variadas, ahora se nos invita a soñar con asuntos inmateriales, vagos, idealizados, tocados de una figuración teológica y espiritual.

Frente al espejo de la realidad de la crisis, el espejismo de la fantasía, de la torre del viento, del castillo en el aire, de la quimera ... Pero ¿no se han fabricado las mejores invenciones del espíritu precisamente con esos materiales? ¿Dónde tienen cabida pues las aprensiones y los recelos?

Estamos en tiempos de magia, de simulacros en la Red, de mitos, es decir de todo lo que de bueno hay por el mundo.

No me gusta, sin embargo, y este es un serio reproche a quienes quieren “gestionar las ilusiones”, el verbo empleado. Porque “gestionar” suena a negocio, a agencia de seguros, a diligencia ante la Agencia Tributaria o la notaría, a pago del alquiler o del plazo de la hipoteca. Todo lo que de parabólico tiene el descubrimiento de la palabra “ilusiones” queda literalmente arruinado con el verbo maldito, seco, un verbo que trae sobresaltos de silbido desgarrado o, peor, de puñetazo.

Por favor: sustitúyase por “acariciar” y se verá cómo el discurso queda ya perfecto, embalado en las más aladas ensoñaciones. Además, en vez de “lista” pongamos “alarde” que es vocablo con aroma a pergamino: “alarde de acariciadores de ilusiones”. ¿No habremos envuelto a la política en la cinta de las palabras armónicas liberándola de su maldito olor a grasa de una sala de máquinas?

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