El
carácter y la fiabilidad de un personaje público se demuestran también en las
fotografías que se le publican. A la gente le gustan los políticos de una sola
cara, y por eso muchos de los más votados, como Rajoy, siempre salen en la misma
foto, son una y la misma todas sus imágenes, aunque estén tomadas en días
diferentes y lugares distintos. El pueblo es peculiar y vota siempre más a los
políticos que valora menos. Eso lo tienen archidemostrado todos los institutos
de opinión. Cuando en una de esas encuestas trimestrales que son carne de
tertulia radiofónica y pretexto para renovada indiferencia ciudadana, sale que
al político Fulano el electorado unánimemente lo tiene por un perfecto inútil,
un canalla redomado y poco menos que un imbécil irrecuperable, es señal y
anuncio infalible de que las próximas elecciones las va a ganar ese sujeto,
puede que con mayoría absoluta y a sabiendas de que en la encuesta siguiente su
valoración ya no estará por los suelos, como ahora, sino más abajo. Al electorado con los
gobernantes le pasa como a esos cónyuges que detestan a sus parejas y que son
los que nunca las abandonan y retiran siempre las denuncias de maltrato, porque
dónde vas a estar mejor y sentirte más querido que con ese hijo de la gran puta
que elegiste cuando aquel calentón juvenil o te sentías solo; o sola.
Lo
sustantivo de nuestra etérea democracia ibérica es la falta de sustancia. Baste
pensar, como un caso más y entre tantísimos, en que en mayo pasado fue la
revelación electoral un político del que la mayoría jamás habíamos oído hablar,
incluyendo a varios cientos de miles de sus votantes, y del que solo tenían una
borrosa imagen los que ven en la tele cadenas que los más tampoco sabemos que
hayan existido o sigan existiendo. Yo intuí que algo iba a ocurrir cuando una
profesora de Derecho que tiene tanto prestigio académico como odios concita, me
dijo, sonriente y divina, que ella iba a votar a Podemos. Le pregunté que de
qué se trataba, andábamos como por abril, y me lo explicó de tal forma, que lo
comprendí a la perfección. Ella también iba a dar su apoyo a los que acabarían
con los de la calaña de ella si fueran ellos a cumplir su programa, pero a
sabiendas, ella, de que jamás lo habrían de aplicar y de que ellos también son de
muy buenas familias. Estoy muy decepcionada con los
socialistas, me dijo también, con un mohín que denotaba que ya se le habían
acabado los sobrinos, pues todos los que tenía, muchos, habían sido puestos en puestos
de grandísima confianza por el PSOE imperante en la indomable Comunidad Autónoma
de la susodicha.
La
falta de sustancia de los políticos autóctonos es también ausencia de carnalidad.
No se trata solo de que sean los únicos que pareciera que llevan sus trajes
colgados sobre alguna fantasmagórica entidad inmaterial y sin huesos ni
músculos, y que hasta cuando se retratan haciendo carrerilla mañanera seguidos
por guardaespaldas corpóreos pareciera que son más neumáticos que de carne y
hueso, inodoros y neblinosos, ni chicha ni limonada. Incluso los que parecía
que tenían palmito, como el Zapatero aquel al que ya nadie canta y por el que
perdían la cabeza tantos académicos con
casa de veraneo en la costa, resultaban al minuto físicamente intrascendentes y
químicamente inanes. No es solamente eso. Tampoco tienen sustancia carnal los
mandamases de ahora porque no se dejan ver con sus parejas, y eso no es por
discreción, sino porque se gustan querubínicos y anímicamente depilados,
incorpóreos también en lo nocturno, anatómicamente ajenos. Paremos mientes otra
vez en el pobre Zapatero, que no se dejaba ver con su esposa para que no lo
anulara ella, en la imagen, con la contundencia de sus labios, o en este Rajoy
mariano que no se enseña con su santa para que nadie dude de que él es santo y
puesto que la mujer es perdición y condena segura.
Qué
tiempos cuando González, o el mismísimo Aznar, por no decir de Álvarez Cascos y
de cuantos, generalmente de derechas, hacían del cuerpo el pretexto para las
más gozosas penitencias y se lucían con su esposa para, algunos,
desconcertarnos al cambiarla o ponerla de alcaldesa capitalina si no había
manera de salirse de ella con mayor gratificación y sin moratones.
Bien
es verdad que de Rajoy apareció en la prensa afín, que es toda, allá por
finales de julio o a primeros de agosto, no me acuerdo, una foto en la que se
le notaba como en un río sin corriente o en un estanque sin nenúfares, pero con
nuevas generaciones, sonriente para la cámara como si estuviera pensando en
ponerse a nadar un poco el año próximo y cuándo me traerán la toalla, lo que
hay que hacer por la imagen, carallo. Con esa instantánea fluvial y en la que otra
vez el cuerpo desaparecía bajo la superficie como si no lo hubiera, y, si me
apuran, como si tampoco fuera aquello ni agua ni Cristo que lo fundó, solo
vacío interestelar, baño en un agujero negro, culminó la veraniega exposición
de don Mariano, apoteosis de la espiritualidad más desgarbada. Y se cumplieron
en lo básico las previsiones, se ratificaron las expectativas, como el vulgo
quiere y aconsejan los asesores áulicos y abúlicos, sin sobresaltos ni dar pie
a dimes y diretes. Al fin y al cabo, bastante es constatar que el presidente
del gobierno se baña un día y sonríe como si le estuvieran contando un chiste
de barcos, sin gracia ni ganas y porque el elector tiene sus exigencias. Lo
que no pasó fue lo otro, lo que nunca pasa.
Pues
no hubo noticia de que Rajoy se hubiera tomado un rato para leer un libro, ni siquiera clandestinamente, con la discreción que conviene para que los
electores no se molesten o no vayan a creer más de cuatro millones que se trata
de un intelectual y no de un señor normal y corriente pero tirando a menos. Ya
sé que tampoco se le ha visto ni este verano ni nunca yendo al teatro, aunque
más no fuera que a contemplar un musical sin pretensiones o un recital de
cantos regionales, ni al cine, porque no sabe una cuando sale un pezón y se nos
hace carne el programa electoral para
general escarnio y alteración indeseada del orden natural de las cosas
inanimadas.
El
otro día, en Gijón, me metí en una librería y, antes de salir con unos kilos de
literatura excelente, me solacé mirando al buen puñado de parroquianos que
fisgaban en los expositores y las estanterías. Me pregunté qué votarían
aquellas gentes y si estarían dispuestos a regalarle la papeleta a alguno de
los que, como don Mariano o, antes, don José Luis, no se enterarían si ardieran
librerías y editoriales o si perdiéramos los cuerpos de carne y hueso y nos
convirtiéramos en ectoplasmas con eslogan. Y yo creo que sí, que muchos de
los que, con plena conciencia de sus actos, hasta compran libros y los leen sin
mayor trauma y considerable disfrute, votan a tipos como Rajoy o Zapatero y se
quedan tan panchos. Debe de ser algo parecido a cuando aquellos generales de
misa diaria se iban de putas los viernes por la tarde o como cuando se ponen
las botas en las cenas de tu casa esos amigos que en la suya siempre están a
dieta.
O
puede que, al votar al ignaro, el ciudadano medianamente cultivado y que hasta
sabe algo de versos quiera marcar la diferencia y que le den por el saco al
país si a él, que tiene su cultura y se cultiva, nadie le hace caso y van
todos, desde periodistas hasta modelos y meretrices, perdiendo el culo por esa
fauna de iletrados que dicen que nos gobiernan y que nada más que parecen
humanos cuando están rodeados de colegas de fuera que hablan en inglés y
resuelven cosas. No, Mariano no debe leer ni ver películas, por lo mismo que
los muchachos y muchachas no deben hacer reválidas al acabar el bachillerato o
pruebas de selectividad para entrar en las universidades, pues qué nos creemos
y a dónde iremos a parar si nos ponemos exquisitos y nos olvidamos de que aquí
hasta el más tonto hace relojes, pero que no somos suizos, rediez, y maldita la falta
que nos hacen ni los putos relojes.
La
mejor prueba de que ha pasado otro verano sin que pasara nada es que el que era
el mejor columnista de nuestros periódicos hasta que se lo contaron, Manuel
Jabois, se ha puesto a escribir día tras día sobre una novia que él tuvo en
Pontevedra hace no sé cuánto. Demostración contundente de que no hay mejor cosa
que decir sobre nadie de Pontevedra. Ni de ningún lado. España va bien.
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