Viajo en coche de Madrid a Zaragoza, hoy. Acarreo una losa de hastío, un regusto amargo, pesadumbre. Hago camino entre universidades y me siento como el hanster en su jaula, vueltas y vueltas a la rueda mentirosa. Llevo empacho de mezquindades y no consigo vomitarlas. Consecuencias del malsano ambiente, de la contaminación siciliana, secuelas de caverna y atavismos.
Este maldito desarraigo no permite echar el ancla en ninguna parte apenas. La academia parecía el lugar, al fin. De la aldea a lo universal. Y resulta un universo obsceno y parroquial, apenas un planetario cutre y desconchado.
Necesito un barril para enfundármelo y salir a buscar un profesor. Dicen que cuecen las mismas habas duras en todas partes. Serán los tiempos. Tal vez me lo arreglara un anuncio: busco torre de marfil. O: compro cuarteles de invierno; abstenerse prostíbulos baratos y establos con pretensiones. La vida social se ha hecho intemperie amarga. Le levantas a la excelencia la losa de mármol y aparecen los cadáveres pútridos, amontonados. Gaudeamus.
Insisto en Celia Cruz en la radio del coche, y en el Gran Combo, pero no me levantan el espíritu como otras veces. Menos mal que aparece en el indicador Medinaceli y salgo de la autovía para ver.
Cuarenta o cincuenta minutos en la vieja Medinaceli, la alta. Cuarenta o cincuenta minutos y no llego a ver una sola persona. Pateo calles con adoquines, retrato piedras. Y ni una persona. El viento se desmelena en el único pino, los cipreses, muchos, impasibles. Hay ruido de metales que entrechoca el viento, y como de puertas batidas al desgaire. Pero no veo personas.
Llego al castillo, una mole maciza, afirmándose sola. O eso pienso, hasta que lo rodeo, con el aire helado azotándome el rostro y una luz de tarde cegadora. Y descubro en un ángulo el cementerio, pegado a los muros. Lo eterno con lo eterno, la ruina con la ruina, los tiempos idos dándose la mano. Cruza sobre los muros, muy lejos, la estela huidiza de un avión. No hay ni una persona en las calles y los caminos, sólo las piedras, los cipreses, el solitario pino y los muertos.
Vuelvo a la carretera aliviado, he dejado la melancolía en las callejas; o se la llevó el aire. Pienso que aún perdura vida, que hay gentes por ahí en algún lado y no es fácil descubrirlas, pero están. Y que resiste la vida fuera de las cloacas.
En lo que resta de camino me invaden los propósitos de enmienda. No volveré a enfrascarme aquel mundo de los muertos vivientes y las ratas. La vida única está aquí, en aquellas piedras de Medinaceli y en el camino. Y en casa.
Si la poesía se diera gratis y abundante no valdría lo que vale ni nos haría tanto bien. Por eso siento, al fin, que me hacen algo de favor los fantasmales moradores de estos tanatorios de almas entre los que me desplazo.
3 comentarios:
¿De dónde vendrías, que tan hondo te caló la pena?
P.S. Gracias por mis 15 Kb de gloria en el anterior post.
;)
Espectacular descripción de los sonidos de la soledad y del hastío del alma tras una travesía por las cloacas.
A la oscuridad oscuridad; a la nada nada. Siempre queda el poner cara de circunstancias; mejor que salir corriendo. No te lo pierdas ahora se le llama guardarse la mierda para uno solito, sindrome de diogenes.
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