La Universidad española no ha perdido el norte como se afirma. La Universidad se dirige con plena conciencia a ponerse al servicio de sus miembros que se han apropiado de una organización financiada con el dinero de todos, tal como he razonado en mi libro "El mito de la autonomía universitaria" (que va por la segunda edición y, con el favor de los lectores, pronto verá la tercera). Ahora se anuncia la supresión de las pruebas públicas para acceder al profesorado más la jubilación de los catedráticos vejestorios de sesenta años, ventajosamente sustituidos por ayudantes que, con un contrato temporal, suelen tener el impagable detalle de votar lo que se les pide y a quien se les señala.
Menos mal que los estudiantes aportan innovaciones que contribuyen al progreso. Así, en el caso de la chuleta. Esta fue un tiempo un trozo de carne de una res que se comía con unos pimientos y unas patatas fritas. Todavía hoy se ve en los restaurantes a gentes disfrutar de este plato. Con aparente complacencia. El lenguaje, que es burlón -porque viene de lengua que es músculo movible y mudable- se apropió de la palabra para designar asimismo las notas o papelillos en que los estudiantes apuntaban el contenido del artículo 1922 del Código civil o las enfermedades de aparato urinario. Y así surgieron los más imaginativos inventos: quién llevaba las obligaciones del empresario del buque en un canuto parecido a un cigarrillo, quién anotaba largos fragmentos de Herodoto en el antebrazo. Imagino que, en los seminarios, los aspirantes al sacerdocio apuntarían entre los pliegues de sus arreos las enrevesadas cuestiones de la liturgia o los recovecos insondables de las disputas teológicas. Pecados veniales que encontrarían la indulgencia del confesor porque este también actúa al dictado, al dictado de Dios que es quien le pasa la chuleta de la penitencia.
Todo eso es ya pasado. Hoy es la alta tecnología la que impera y, como se desliza por cualesquiera intersticios de la vida social y animal, ha llegado también al micromundo de la chuleta. Así, en California, que es donde suele empezar casi todo, un joven descargó sus apuntes de biología molecular en un móvil-PDA y, a partir de ahí, el examen fue coser y cantar. Un experto en estas cuestiones ha anunciado un futuro grávido de dificultades. Ha dicho: "con el tiempo, tendremos que fijarnos mucho en el uso del iPod". Y más diabólica resultará la utilización de la programación de la calculadora con fórmulas y no digamos el manejo del Sidekick.
Las autoridades docentes americanas no están como las españolas entregadas a la productiva tarea de rebañar los textos legales para permanecer decenios en el poder académico sin amenazas de prejubilaciones. No. Las de aquel continente se dedican a perseguir estos engaños e inventan al efecto prácticas como la de disponer las mesas de las aulas de modo que los alumnos ofrezcan la espalda y el profesor pueda ver limpiamente las pantallas de sus portátiles para vigilar si usan aplicaciones fraudulentas.
La verdad es que me resulta difícil entender estos esfuerzos. Me parece que saber manejar el iPod o el Sidekick es muchísimo más difícil que aprenderse la Anatomía patológica o las intimidades de las cucurbitáceas que son cuestiones al alcance de cualquier joven. En cambio, enviar un mensaje desde el PDA con retorno a la pantalla del móvil o preparar una conexión inalámbrica al pupitre son habilidades reservadas a personas muy capaces. Quien puede dominarlas ¿no va a saber en el futuro aprenderse, cuando las circunstancias apremien, las enfermedades de las vacas? ¿No son estas cuestiones menores?
Con todo, yo que soy profesor antiguo, me quedo con la chica a la que sorprendí hace años con los vicios del acto administrativo apuntados justo en el inicio de su muslo. Adorable criatura que ignoraba que a mí los vicios, cuando son del acto administrativo, me traen al fresco pero... los muslos, los muslos opulentos, ay, me encalabrinan.
Menos mal que los estudiantes aportan innovaciones que contribuyen al progreso. Así, en el caso de la chuleta. Esta fue un tiempo un trozo de carne de una res que se comía con unos pimientos y unas patatas fritas. Todavía hoy se ve en los restaurantes a gentes disfrutar de este plato. Con aparente complacencia. El lenguaje, que es burlón -porque viene de lengua que es músculo movible y mudable- se apropió de la palabra para designar asimismo las notas o papelillos en que los estudiantes apuntaban el contenido del artículo 1922 del Código civil o las enfermedades de aparato urinario. Y así surgieron los más imaginativos inventos: quién llevaba las obligaciones del empresario del buque en un canuto parecido a un cigarrillo, quién anotaba largos fragmentos de Herodoto en el antebrazo. Imagino que, en los seminarios, los aspirantes al sacerdocio apuntarían entre los pliegues de sus arreos las enrevesadas cuestiones de la liturgia o los recovecos insondables de las disputas teológicas. Pecados veniales que encontrarían la indulgencia del confesor porque este también actúa al dictado, al dictado de Dios que es quien le pasa la chuleta de la penitencia.
Todo eso es ya pasado. Hoy es la alta tecnología la que impera y, como se desliza por cualesquiera intersticios de la vida social y animal, ha llegado también al micromundo de la chuleta. Así, en California, que es donde suele empezar casi todo, un joven descargó sus apuntes de biología molecular en un móvil-PDA y, a partir de ahí, el examen fue coser y cantar. Un experto en estas cuestiones ha anunciado un futuro grávido de dificultades. Ha dicho: "con el tiempo, tendremos que fijarnos mucho en el uso del iPod". Y más diabólica resultará la utilización de la programación de la calculadora con fórmulas y no digamos el manejo del Sidekick.
Las autoridades docentes americanas no están como las españolas entregadas a la productiva tarea de rebañar los textos legales para permanecer decenios en el poder académico sin amenazas de prejubilaciones. No. Las de aquel continente se dedican a perseguir estos engaños e inventan al efecto prácticas como la de disponer las mesas de las aulas de modo que los alumnos ofrezcan la espalda y el profesor pueda ver limpiamente las pantallas de sus portátiles para vigilar si usan aplicaciones fraudulentas.
La verdad es que me resulta difícil entender estos esfuerzos. Me parece que saber manejar el iPod o el Sidekick es muchísimo más difícil que aprenderse la Anatomía patológica o las intimidades de las cucurbitáceas que son cuestiones al alcance de cualquier joven. En cambio, enviar un mensaje desde el PDA con retorno a la pantalla del móvil o preparar una conexión inalámbrica al pupitre son habilidades reservadas a personas muy capaces. Quien puede dominarlas ¿no va a saber en el futuro aprenderse, cuando las circunstancias apremien, las enfermedades de las vacas? ¿No son estas cuestiones menores?
Con todo, yo que soy profesor antiguo, me quedo con la chica a la que sorprendí hace años con los vicios del acto administrativo apuntados justo en el inicio de su muslo. Adorable criatura que ignoraba que a mí los vicios, cuando son del acto administrativo, me traen al fresco pero... los muslos, los muslos opulentos, ay, me encalabrinan.
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