06 abril, 2007

Infantilización y poder. I.

Están pasando cosas raras, paradójicas, como que una sociedad aparentemente laica vive obsesionada por nuevos pecados, que gentes crecientemente libres andan autoimponiéndose cadenas por razones triviales (ejemplo: dejo de comer no sé cuántas cosas porque me ha salido un poco de celulitis en la nalga izquierda) o que los Estados sociales y del bienestar han engendrado sujetos insolidarios por narcisistas (a los pobres les pago unos platos de lentejas a través de una ONG que, a ser posible, actúe en países lejanos, pero, por Dios, que no tenga que rozarme con ellos, tan desaseados y peligrosos).
El desconcierto presente tal vez se explique por una muy curiosa combinación de anomia y de un ansia histérica de nuevas reglas. La creciente reserva frente al prójimo inmediato –ya no se habla con el vecino de al lado ni se saluda al que topamos en el ascensor, pues “nunca sabes con qué clase de gente te vas a tropezar”- se ve reemplazada por la desesperada búsqueda de nuevos depositarios de la confianza, de nuevos poderes que nos encaucen la vida y nos limiten los placeres en nombre de una manipulada y contradictoria idea de su maximización, de su pura sublimación, en suma (disfruta tu dieta, contempla complacido/a tu cuerpo escuálido, no pierdas la cabeza...).
Ahí es donde despuntan dos nuevos protagonistas de la fe social, que suplen, de modo funcionalmente equivalente, el papel que hasta hace poco jugaban curas y ciencias duras. Los primeros gestionaban nuestro afán de trascendencia y le ponían precio y trámites a la eternidad, y los segundos establecían las bases para el correcto entendimiento de la inmanencia de esta vida terrena. Esas funciones están siendo asumidas ahora, con el beneplácito social, por los políticos y por una pseudiciencia que se expresa en revistas de ínfima divulgación y en los suplementos dominicales de los periódicos. La política se va haciendo cargo del gobierno de las almas, si se permite expresarlo así, y la ciencia, rebajada a poco más que dietética y cosmética guiada por modas, y a catastrofismo inductor de miedos, se ocupa de indicarnos la mejor manera de cultivar nuestros cuerpos y el ambiente placentero en que puedan desenvolverse, con una idea de placer que tiene más de autoerotismo decadente que de disfrute compartido en libertad y plenitud comunicativa.
Por un lado, al tiempo que los ciudadanos se desentienden de los problemas de legitimación del poder y se abandonan al pesimismo sobre las capacidades representativas de la democracia, atienden con sumisa actitud las indicaciones de los gobiernos -¿con qué legitimidad nos prohíben esto o lo otro?- sobre la recta manera de conducir nuestros cuerpos y reciben con fe cuasireligiosa el bombardeo de directrices sobre lo que se puede comer, lo que se puede beber o con quién y cómo se debe practicar el sexo: a quién se puede mirar, a quién y cómo se puede cortejar, de qué maneras y con qué precauciones es posible practicar el coito o qué se puede decir y no decir sobre tales materias.
Por otro lado, a la vez que la crisis radical de los sistemas educativos aleja más del sujeto común toda posibilidad de comprender mínimamente las explicaciones reales de la ciencia y la función de los científicos, especialmente de los que cultivan la ciencia teórica, crece el gusto por un tipo de información pseudocientífica que dedica su cháchara a las claves de nuestra salud (¿nuestra salud para qué, si cada vez merece menos la pena estar sano, y hasta vivir, si sano es aquel que sólo se dedica a cuidarse y no encuentra más placer que el puro saberse no enfermo -la enfermedad mental correspondiente no suele tomarse en cuenta, salvo en los casos extremos de anorexia y bulimia-) y a las crisis de una naturaleza exterior que sólo hacen mella si la “información” de turno va acompañada de fotos con muchos colorines (esta rana de cinco colores que sólo vive en los alrededores de Manaos está en vías de extinción: si no hay foto, no hay toma de conciencia por el drama de la rana).
Aumenta la fe en un tipo de falsa información científica vulgarizada, rebajada de toda pretensión verdaderamente explicativa, realizada por supuestos investigadores que buscan ante todo el efecto mediático –o los dólares que pone una empresa “interesada” en los resultados...- y puesta en términos aún más pueriles por periodistas de quinta, y que termina siempre en un catálogo de consejos, cuando no reglas carentes de todo sustento ciertamente racional, sobre cómo puede nuestro cuerpo vivir más plenamente haciendo menos cosas y atrapado entre temores y tabúes.
Acabará la ciencia de nuestros cuerpos sometida también a las modas de temporada: los científicos dicen que este otoño es inconveniente el pescado azul y que para primavera-verano viene mucho el huevo de avestruz y un poco de ensalada de algas; en cuanto al sexo, con los próximos calores se aligerarán las relaciones homosexuales y estará mejor visto un toque hétero no muy comprometido.
(Continuará)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muestra de esa puerilización es el auge actual de las procesiones de Semana Santa, que colman las dos aspiraciones infantiles más patentes: disfrazarse y hacer ruido.

Anónimo dijo...

A antes de que tiro del maquillaje y después de tiro del maquillaje. Y déjeme le dicen, un qué maquillaje de la diferencia hace. Es casi como algunos de estos Web site que se sientan que tienen que poner encendido una demostración con todos sus gráficos de lujo y animaciones de destello.