Cabe sintetizar la paradójica situación actual en dos tendencias que se combinan y se complementan: un hedonismo superficial y amorfo y un paternalismo estatal creciente y que pugna por ver al ciudadano como un menor de edad sin remisión. Veamos una y otra con la brevedad posible.
a) Hedonismo de cortos vuelos.
La consigna mediante la que tradicionalmente los poderes eclesiásticos y temporales han tratado de domesticarnos como fieles sumisos y ciudadanos manejables ha sido la de que los placeres matan el cuerpo y embotan el espíritu. Los poderes establecidos han sabido en todo tiempo que el aprendizaje individual de la libertad comienza con lo que cada uno pueda hacer con su cuerpo (tocarse o no tocarse, por ejemplo) y con su espíritu (qué se puede leer, qué se puede pensar, qué está permitido desear), y sigue con lo que cada cual pueda hacer con los otros que en igualdad consientan. De ahí que se nos haya ejercitado en la sumisión a base de fomentar el temor a las propias inclinaciones y la desconfianza frente a los apetitos de los demás y con los demás. Al tiempo que en la superficie se hacía la apología del ideal ateniense, en el fondo se procuraba el individuo espartano, que sacrifica su gusto y sus deseos en pro del sometimiento a los ideales inducidos en el grupo y al desarrollo de la comunidad, de esa comunidad que es tanto más fuerte como tal cuanta mayor es la medida en que sus miembros practican la renuncia a sí mismos.
Aparentemente, la era moderna ha significado el apogeo del individualismo y la relativización de los vínculos grupales más densos. Ya nos sentimos individuos antes que nacionales o patriotas, creyentes –o no creyentes- en conciencia antes que piedras de un edificio eclesial, por ejemplo. Pero esas ataduras aparentemente rotas retornan por la vía de un individualismo abocado a la incomunicación, aquejado de insolidaridad y, a la postre, necesitado de sustituir la comunicación que con el prójimo se hace imposible, por una relación de nuevo cuño con poderes que nos guíen y nos consuelen. Este individuo moderno, que ha tenido a su alcance la libertad para convivir según los patrones voluntariamente sentados con sus iguales, ha terminado por verse encerrado en una burbuja de soledad y distancia que le hace ansiar vínculos artificiales que entren en el lugar de esos naturales que no es capaz de establecer con el puro ejercicio de su autonomía. La solidaridad forzada y basada en la construcción mítica de naciones y comunidades no ha podido dejar paso a una solidaridad nacida de la empatía con los conciudadanos tenidos por idénticos buscadores de satisfacción física e intelectual. Antes se fomentaba el miedo a los otros para evitar que la comunicación en libertad hiciera tambalearse las estructuras políticas y religiosas; ahora ese miedo renace de nosotros mismos como miedo a los otros sin más, pues es nuestro cuerpo el que se ha convertido en patria y se ha revestido de los atributos de un bien supremo e intangible. Se nos induce la desconfianza del prójimo y el temor a nosotros mismos y asimilamos sin reservas esa condición de mónadas destinadas a realizarse en soledad, como cuerpos perfectos por intocados y exentos de riesgos y como seres que ven en los demás invasores que pueden poner en riesgo nuestra salud, nuestra paz, nuestro equilibrio emocional y nuestro bienestar.
La nueva y suprema fuente del placer individual es el espejo. La dieta, la cosmética, el vestido, el ejercicio físico se ponen al servicio de un gustar que es ante todo gustarse. Más que para la mirada del otro nos cuidamos y acicalamos para que la imagen que de nosotros el espejo refleja nos produzca ese placer que es el gusto onanista en desparramar nuestra imagen ya no en la mirada ajena, sino en la propia. Una peculiar manifestación es la constituida por ese nuevo género de relación erótica a través de la webcam, donde gran parte de la excitación proviene de mostrar al otro partes del propio cuerpo, imaginando que quien en otra pantalla nos contempla disfruta viéndonos y fantaseando sobre cómo lo vemos a él, al tiempo que la consumación de ese particular (auto)erotismo cobra la forma de masturbaciones distantes. La mirada del otro es ahí una versión rebuscada del espejo, es espejo imaginado y ensoñación de cuánto gozará la otra parte al vernos como nosotros mismos nos vemos.
Los nuevos métodos y sistemas educativos colaboran fuertemente para la implantación de este individualismo autista y de este hedonismo solitario. Las relaciones humanas satisfactorias suponen esfuerzo, aprender a hacer concesiones, asimilación de las reglas que, en cuanto comunes, hacen posible una interacción en igualdad. Pero la nueva consigna escolar es la proscripción del esfuerzo y se presupone que no debe adiestrarse al menor en el acatamiento de ninguna norma que no sea inicialmente aceptada y querida por el propio sujeto. Súmese a esto la actitud de tantas familias que entienden que su compromiso con los hijos consiste ante todo en proporcionarles gusto y bienestar y en evitarles todo trabajo y esfuerzo y que piensan que toda exigencia o demanda que a los hijos se haga debe estar contrapesada con algún precio que se les pague –si apruebas, te compramos la nueva videoconsola; si ayudas a poner la mesa te aumentamos la propina...-, y tenemos ya todos los elementos para la construcción de unos jóvenes que entienden que cualquier deferencia con los demás sólo tiene sentido si está compensada con la obtención de un rédito en forma de placer puramente individual.
No queda sitio para ningún fin en sí, para ningún objetivo vital que se valore por sus efectos a medio o largo plazo o porque facilite una forma de vida que sea más rica porque nos coloque en situación de mantener una relación más compleja con los demás. Nada de extraño hay, por tanto, en lo que con tanta perplejidad comentamos a menudo los que hemos rebasado los cuarenta años: que los más jóvenes carecen de inquietudes intelectuales, de intereses políticos, de opiniones sobre los problemas sociales y hasta de compasión. No puede sentir compasión el que ha sido entrenado para no sentir más pasión que la pasión por sí mismo y quien no se ha ejercitado en la capacidad para entender a los demás a partir de la conciencia de que son ciertas reglas sociales las que, precisamente, nos permiten asumir que también los otros se quieren a sí mismos y, sobre todo, que también con los otros podemos disfrutar más y mejor. Ahora el otro es pura presencia ajena que nos tranquiliza al repetir nuestros mismos gestos en ceremonias en las que cada uno, en el fondo, no está nada más que consigo mismo. Posiblemente esa sea la esencia del fenómenos como el botellón, donde cada joven bebe en soledad acompañada, al tiempo que los demás hacen lo mismo, y donde el objetivo de cada uno es emborracharse para estar borracho, no para que con el alcohol fluya la comunicación y el intercambio.
Cuando en esas ceremonias del botellón los jóvenes exigen espacios públicos a su entera disposición, impunidad y suspensión de las normas de la convivencia ciudadana, tal vez no hacen sino prolongar los mismos patrones de comportamiento que han vivido en la escuela y, sobre todo, en las familias. En realidad no se rebelan, sino que buscan en la autoridad nuevos padres consentidores que les procuren los medios para su satisfacción individual y las formas para su narcisista exhibición, ya que se emborrachan ante todo para que los otros borrachos vean que están borrachos.
Padres, educadores y gobernantes saben que las viejas jerarquías –aun en lo mucho que pueden tener de racionales y al margen de todo exceso o abuso- se están rompiendo porque dejan de estar vigentes entre hijos, alumnos y jóvenes ciudadanos las normas que las sustentaban y porque se ha abandonado todo intento de (re)fundar su legitimidad, pero se conforman con el mantenimiento de esa ficción de superioridad precisamente porque se consuelan con la ausencia de rebelión. Al niño le damos lo que pide, al estudiante procuramos no incordiarlo demasiado y al joven ciudadano le permitimos sus muy particulares desmanes porque, a cambio de tener lo que desea, él no se va a hacer preguntas ni va a tratar de revolucionar el orden establecido, que es ya un orden que se sustenta en el aire de la indiferencia más que en el suelo de las convicciones. Y, además, hay contraprestación, pues el padre se solaza en saber que su rol familiar, ya ficticio, se hace compatible con su propia impunidad y su narcisismo personal –a cambio de que le dejo las llaves del apartamento de la playa, no me va a preguntar por qué me paso el día viendo la televisión-; el profesor se tranquiliza porque ese alumno indiferente y díscolo con la disciplina no me va a poner en apuros preguntándole lo que no sabe; el político en el gobierno se conforma porque ese joven que puede abusar de los espacios públicos no va a votar a la oposición ni se va a interesar realmente por ninguno de los manejos del poder.
b) Paternalismo estatal para menores de edad perpetuos.
Y surge otra vez la paradoja. Estos ciudadanos anómicos acaban siendo demandantes y consumidores de nuevas reglas. Nos hacemos reacios a cualquier sacrificio solidario, a toda concesión al bienestar, el interés o los derechos de los demás. Los otros son puro estorbo para el disfrute de nosotros mismos, aunque ocasionalmente se convierten también en instrumento imprescindible para nuestro goce elemental. Toda norma que me coarte el amor a mí mismo o la utilización ocasional de los otros me provoca rechazo, una vez que ya he perdido la capacidad para comprender sus porqués. Y, sin embargo, esta sociedad es campo abonado para prohibiciones nuevas, que acepta con bastante complacencia. ¿Cómo es posible? Lo es en tanto que esas normas se justifiquen en el culto al propio cuerpo, a la propia salud, al propio disfrute aislado. Mi libertad no admite gustosa más traba que la que se imponga para que pueda disfrutarme más y mejor a mí mismo, en ese entendimiento objetual de uno mismo como mero cuerpo en cuya contemplación quiero seguir extasiándome por mucho tiempo. Todo por mí, nada por la sociedad; normas para que el prójimo me respete en esa mi identidad cosificada, no para que yo reconozca al otro como ser complejo e igual a mí. En lo que mi voluntad y mis fuerzas no me alcancen para mantenerme saludable y hermoso, que venga el poder a ayudarme con sus prohibiciones, pues bien sé que es mejor no fumar, no beber alcohol –la gran mayoría de los clientes hoy del botellón acabarán en diez años tomando sólo agua mineral-, no comer alimentos que engorden, etc. El buen gobernante ya no es el que presta adecuados servicios públicos, el que se preocupa de las prestaciones asistenciales a los económicamente más necesitados, el que se implica en una política internacional solidaria con los pueblos más débiles, etc., sino el que colabora para que mi solitaria imagen en el espejo siga llenándome de satisfacción. Y el poder sabe que ya nos puede manejar a base de gestionar nuestro miedo a la fealdad, a la enfermedad, a la decrepitud y a la muerte. Se financian investigaciones y se difunden informaciones que nos acrecienten esos terrores y que nos alejen por completo de la idea que era más propia del hombre prototípicamente moderno: la de que puede merecer grandemente la pena jugarse la salud física o mental por una experiencia sublime del propio espíritu o de comunicación con los otros, la de que en los demás podemos encontrar no sólo riesgos, sino también compañeros en la fascinante aventura de la vida libre. Hoy el heterodoxo es el gordo, el fumador, el promiscuo desordenado, el bebedor consciente. Las nuevas políticas se hacen contra ellos, no contra la injusticia social ni para perseguir el ideal colectivo de una vida mejor y más libre. El Derecho que más nos gusta ya es únicamente un conjunto de normas para el cuidado individual. Con eso y que la Seguridad Social nos financie las operaciones de cirugía estética ya estamos felices, ya no pedimos más. Porque al Estado lo queremos como a esos papás, no de otra manera y no para otra cosa.
a) Hedonismo de cortos vuelos.
La consigna mediante la que tradicionalmente los poderes eclesiásticos y temporales han tratado de domesticarnos como fieles sumisos y ciudadanos manejables ha sido la de que los placeres matan el cuerpo y embotan el espíritu. Los poderes establecidos han sabido en todo tiempo que el aprendizaje individual de la libertad comienza con lo que cada uno pueda hacer con su cuerpo (tocarse o no tocarse, por ejemplo) y con su espíritu (qué se puede leer, qué se puede pensar, qué está permitido desear), y sigue con lo que cada cual pueda hacer con los otros que en igualdad consientan. De ahí que se nos haya ejercitado en la sumisión a base de fomentar el temor a las propias inclinaciones y la desconfianza frente a los apetitos de los demás y con los demás. Al tiempo que en la superficie se hacía la apología del ideal ateniense, en el fondo se procuraba el individuo espartano, que sacrifica su gusto y sus deseos en pro del sometimiento a los ideales inducidos en el grupo y al desarrollo de la comunidad, de esa comunidad que es tanto más fuerte como tal cuanta mayor es la medida en que sus miembros practican la renuncia a sí mismos.
Aparentemente, la era moderna ha significado el apogeo del individualismo y la relativización de los vínculos grupales más densos. Ya nos sentimos individuos antes que nacionales o patriotas, creyentes –o no creyentes- en conciencia antes que piedras de un edificio eclesial, por ejemplo. Pero esas ataduras aparentemente rotas retornan por la vía de un individualismo abocado a la incomunicación, aquejado de insolidaridad y, a la postre, necesitado de sustituir la comunicación que con el prójimo se hace imposible, por una relación de nuevo cuño con poderes que nos guíen y nos consuelen. Este individuo moderno, que ha tenido a su alcance la libertad para convivir según los patrones voluntariamente sentados con sus iguales, ha terminado por verse encerrado en una burbuja de soledad y distancia que le hace ansiar vínculos artificiales que entren en el lugar de esos naturales que no es capaz de establecer con el puro ejercicio de su autonomía. La solidaridad forzada y basada en la construcción mítica de naciones y comunidades no ha podido dejar paso a una solidaridad nacida de la empatía con los conciudadanos tenidos por idénticos buscadores de satisfacción física e intelectual. Antes se fomentaba el miedo a los otros para evitar que la comunicación en libertad hiciera tambalearse las estructuras políticas y religiosas; ahora ese miedo renace de nosotros mismos como miedo a los otros sin más, pues es nuestro cuerpo el que se ha convertido en patria y se ha revestido de los atributos de un bien supremo e intangible. Se nos induce la desconfianza del prójimo y el temor a nosotros mismos y asimilamos sin reservas esa condición de mónadas destinadas a realizarse en soledad, como cuerpos perfectos por intocados y exentos de riesgos y como seres que ven en los demás invasores que pueden poner en riesgo nuestra salud, nuestra paz, nuestro equilibrio emocional y nuestro bienestar.
La nueva y suprema fuente del placer individual es el espejo. La dieta, la cosmética, el vestido, el ejercicio físico se ponen al servicio de un gustar que es ante todo gustarse. Más que para la mirada del otro nos cuidamos y acicalamos para que la imagen que de nosotros el espejo refleja nos produzca ese placer que es el gusto onanista en desparramar nuestra imagen ya no en la mirada ajena, sino en la propia. Una peculiar manifestación es la constituida por ese nuevo género de relación erótica a través de la webcam, donde gran parte de la excitación proviene de mostrar al otro partes del propio cuerpo, imaginando que quien en otra pantalla nos contempla disfruta viéndonos y fantaseando sobre cómo lo vemos a él, al tiempo que la consumación de ese particular (auto)erotismo cobra la forma de masturbaciones distantes. La mirada del otro es ahí una versión rebuscada del espejo, es espejo imaginado y ensoñación de cuánto gozará la otra parte al vernos como nosotros mismos nos vemos.
Los nuevos métodos y sistemas educativos colaboran fuertemente para la implantación de este individualismo autista y de este hedonismo solitario. Las relaciones humanas satisfactorias suponen esfuerzo, aprender a hacer concesiones, asimilación de las reglas que, en cuanto comunes, hacen posible una interacción en igualdad. Pero la nueva consigna escolar es la proscripción del esfuerzo y se presupone que no debe adiestrarse al menor en el acatamiento de ninguna norma que no sea inicialmente aceptada y querida por el propio sujeto. Súmese a esto la actitud de tantas familias que entienden que su compromiso con los hijos consiste ante todo en proporcionarles gusto y bienestar y en evitarles todo trabajo y esfuerzo y que piensan que toda exigencia o demanda que a los hijos se haga debe estar contrapesada con algún precio que se les pague –si apruebas, te compramos la nueva videoconsola; si ayudas a poner la mesa te aumentamos la propina...-, y tenemos ya todos los elementos para la construcción de unos jóvenes que entienden que cualquier deferencia con los demás sólo tiene sentido si está compensada con la obtención de un rédito en forma de placer puramente individual.
No queda sitio para ningún fin en sí, para ningún objetivo vital que se valore por sus efectos a medio o largo plazo o porque facilite una forma de vida que sea más rica porque nos coloque en situación de mantener una relación más compleja con los demás. Nada de extraño hay, por tanto, en lo que con tanta perplejidad comentamos a menudo los que hemos rebasado los cuarenta años: que los más jóvenes carecen de inquietudes intelectuales, de intereses políticos, de opiniones sobre los problemas sociales y hasta de compasión. No puede sentir compasión el que ha sido entrenado para no sentir más pasión que la pasión por sí mismo y quien no se ha ejercitado en la capacidad para entender a los demás a partir de la conciencia de que son ciertas reglas sociales las que, precisamente, nos permiten asumir que también los otros se quieren a sí mismos y, sobre todo, que también con los otros podemos disfrutar más y mejor. Ahora el otro es pura presencia ajena que nos tranquiliza al repetir nuestros mismos gestos en ceremonias en las que cada uno, en el fondo, no está nada más que consigo mismo. Posiblemente esa sea la esencia del fenómenos como el botellón, donde cada joven bebe en soledad acompañada, al tiempo que los demás hacen lo mismo, y donde el objetivo de cada uno es emborracharse para estar borracho, no para que con el alcohol fluya la comunicación y el intercambio.
Cuando en esas ceremonias del botellón los jóvenes exigen espacios públicos a su entera disposición, impunidad y suspensión de las normas de la convivencia ciudadana, tal vez no hacen sino prolongar los mismos patrones de comportamiento que han vivido en la escuela y, sobre todo, en las familias. En realidad no se rebelan, sino que buscan en la autoridad nuevos padres consentidores que les procuren los medios para su satisfacción individual y las formas para su narcisista exhibición, ya que se emborrachan ante todo para que los otros borrachos vean que están borrachos.
Padres, educadores y gobernantes saben que las viejas jerarquías –aun en lo mucho que pueden tener de racionales y al margen de todo exceso o abuso- se están rompiendo porque dejan de estar vigentes entre hijos, alumnos y jóvenes ciudadanos las normas que las sustentaban y porque se ha abandonado todo intento de (re)fundar su legitimidad, pero se conforman con el mantenimiento de esa ficción de superioridad precisamente porque se consuelan con la ausencia de rebelión. Al niño le damos lo que pide, al estudiante procuramos no incordiarlo demasiado y al joven ciudadano le permitimos sus muy particulares desmanes porque, a cambio de tener lo que desea, él no se va a hacer preguntas ni va a tratar de revolucionar el orden establecido, que es ya un orden que se sustenta en el aire de la indiferencia más que en el suelo de las convicciones. Y, además, hay contraprestación, pues el padre se solaza en saber que su rol familiar, ya ficticio, se hace compatible con su propia impunidad y su narcisismo personal –a cambio de que le dejo las llaves del apartamento de la playa, no me va a preguntar por qué me paso el día viendo la televisión-; el profesor se tranquiliza porque ese alumno indiferente y díscolo con la disciplina no me va a poner en apuros preguntándole lo que no sabe; el político en el gobierno se conforma porque ese joven que puede abusar de los espacios públicos no va a votar a la oposición ni se va a interesar realmente por ninguno de los manejos del poder.
b) Paternalismo estatal para menores de edad perpetuos.
Y surge otra vez la paradoja. Estos ciudadanos anómicos acaban siendo demandantes y consumidores de nuevas reglas. Nos hacemos reacios a cualquier sacrificio solidario, a toda concesión al bienestar, el interés o los derechos de los demás. Los otros son puro estorbo para el disfrute de nosotros mismos, aunque ocasionalmente se convierten también en instrumento imprescindible para nuestro goce elemental. Toda norma que me coarte el amor a mí mismo o la utilización ocasional de los otros me provoca rechazo, una vez que ya he perdido la capacidad para comprender sus porqués. Y, sin embargo, esta sociedad es campo abonado para prohibiciones nuevas, que acepta con bastante complacencia. ¿Cómo es posible? Lo es en tanto que esas normas se justifiquen en el culto al propio cuerpo, a la propia salud, al propio disfrute aislado. Mi libertad no admite gustosa más traba que la que se imponga para que pueda disfrutarme más y mejor a mí mismo, en ese entendimiento objetual de uno mismo como mero cuerpo en cuya contemplación quiero seguir extasiándome por mucho tiempo. Todo por mí, nada por la sociedad; normas para que el prójimo me respete en esa mi identidad cosificada, no para que yo reconozca al otro como ser complejo e igual a mí. En lo que mi voluntad y mis fuerzas no me alcancen para mantenerme saludable y hermoso, que venga el poder a ayudarme con sus prohibiciones, pues bien sé que es mejor no fumar, no beber alcohol –la gran mayoría de los clientes hoy del botellón acabarán en diez años tomando sólo agua mineral-, no comer alimentos que engorden, etc. El buen gobernante ya no es el que presta adecuados servicios públicos, el que se preocupa de las prestaciones asistenciales a los económicamente más necesitados, el que se implica en una política internacional solidaria con los pueblos más débiles, etc., sino el que colabora para que mi solitaria imagen en el espejo siga llenándome de satisfacción. Y el poder sabe que ya nos puede manejar a base de gestionar nuestro miedo a la fealdad, a la enfermedad, a la decrepitud y a la muerte. Se financian investigaciones y se difunden informaciones que nos acrecienten esos terrores y que nos alejen por completo de la idea que era más propia del hombre prototípicamente moderno: la de que puede merecer grandemente la pena jugarse la salud física o mental por una experiencia sublime del propio espíritu o de comunicación con los otros, la de que en los demás podemos encontrar no sólo riesgos, sino también compañeros en la fascinante aventura de la vida libre. Hoy el heterodoxo es el gordo, el fumador, el promiscuo desordenado, el bebedor consciente. Las nuevas políticas se hacen contra ellos, no contra la injusticia social ni para perseguir el ideal colectivo de una vida mejor y más libre. El Derecho que más nos gusta ya es únicamente un conjunto de normas para el cuidado individual. Con eso y que la Seguridad Social nos financie las operaciones de cirugía estética ya estamos felices, ya no pedimos más. Porque al Estado lo queremos como a esos papás, no de otra manera y no para otra cosa.
3 comentarios:
y ¿qué pasaría si padres, educadores y políticos quisieran cortar esos comportamientos para menores de edad de repente?
¿a qué sumisión se nos ejercita? y una cosa es que nos quieran someter y otra que lo consigan. No estoy de acuerdo en que los botellones sean beber en soledad acompañada, habrá de todo pero ya el hecho de que gentes de diverso pelaje estén juntos es positivo.
A los que no acabo yo de encajar en el hedonismo es a los antisistema estos de la antiglobalización, los de su estética a lo "guarro" con su babero palestino y peculiar indumentaria que parece alejada del jabón o del champú.
Estimado Garciamado:
Quizás su lúcido análisis, que en gran medida comparto, no tenga suficientemente en cuenta algunos aspectos:
1. Son muchos los jóvenes que trabajan, que son responsables con su trabajo a pesar de la precariedad y de los exiguos salarios, y que intentan mejorar como personas. Ello no obsta para que, al ser casi siempre el trabajo en sí un mero medio de subsistencia, sin ningún aliciente añadido, se intente desconectar durante los fines de semana, para lo cual, lógicamente, el sistema proporciona una amplia oferta lúdica, cuanto más consumista mejor. Pero, con todo, lo habitual es que esa desconexión se lleve a cabo en grupo, con amigos, y no por un simple deseo de estar solos en compañía, sino por un genuino interés en comunicarse.
2. Hay un número muy importante de jóvenes -y no tan jóvenes- trabajando en multitud de ONG'S y asociaciones de todas clases, en forma desinteresada, e intentando ayudar (o, simplemente, desarrollando en comùn actividades concretas: deportes, aficiones,...). Cuestión aparte es plantearse el rol objetivo de esa ayuda, su eficacia, y su significado político, pero esa es otra cuestión. En cualquier caso, se trata de actividades en grupo, con sentido del compañerismo.
3. La crisis de las ideologías que, tradicionalmente, han dotado de sentido el trabajo social o político (y, específicamente, la certeza de que el socialismo es un instrumento ineficaz, no ya para transformar el mundo, sino ni siquiera para entenderlo), unido a la actuación real de la autodenominada izquierda política y sindical (que tiene un discurso incoherente e ininteligible, reducido a eslógans baratos, y que además se ha configurado como una institución más del propio sistema, cuyo solo objetivo es detentar las mayores parcelas posibles de poder, entendido éste como medio para su propia subsistencia), consituyen importantes factores de desmovilización para cualquier actuación política por parte de los jóvenes.
4. La educación, por último. Tardaremos en comprender en profundidad las consecuencias de un sistema educativo en el que, con la excusa de una necesaria educación obligatoria, se han desatendido todas aquellas actitudes básicas para que esa educación seá posible: el esfuerzo personal, la responsabilidad, la relación enseñanza-sociedad. Pero de todo ello, en mi opinión, no solo son responsables los jóvenes, y no lo son principalmente.
Interfiero en este post e infrinjo las reglas de los comentarios, pero no sé dónde gritarle: ¡GENIAL el artículo que publica hoy domingo en La Nueva España! Espero que lo prohíban, con mohín incluido de la vicepresidenta, o que se incluya como el undécimo mandamiento en las tablas de la ley... y así se leerá más a escondidas. Por el momento yo lo he guardado y mañana lo fotocopiaré de manera clandestina. ¡GENIAL! Feliz domingo.
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