A la escuela íbamos en invierno con madreñas o chanclos. Dentro de las unas o los otros, las zapatillas nos mantenían calientes los pies en medio de aquel frío y aquella humedad. La escuela de Ruedes apenas tenía calefacción, salvo una especie de estufa que encendíamos con papeles y cargábamos con leña. Pero en aquel enorme salón no alcanzaba para calentarnos y por eso íbamos todos bien embutidos en jerseys y forrados de gruesas camisetas de media manga. Encima llevábamos el mandilón azul.
En la época de sumo apogeo de aquella escuela rural llegamos a ser veintiocho niños. Muchos de ellos caminaban desde pueblos vecinos, por “caleyes” embarradas y saltando entre los charcos. Yo tenía más suerte y sólo debía caminar quince o veinte minutos, acompañado siempre de los niños de las casas más cercanas, Pichi, Meri, Manuel Ángel y Pili. Durante el recorrido nos íbamos juntando con otros (Marcelino, Anabel, Carmelí, Merche, Jose el Vetuneru). Llegábamos a la escuela siempre con mucha antelación e íbamos a buscar a la maestra, doña Manolita, a medio camino. Ella tomaba el autobús de línea de la empresa Arrojo en Gijón y tenía que andar sus tres o cuatro kilómetros hasta la escuela. Doña Manolita, cuánto le debo.
Me mandaron a la escuela creo que con cinco años recién cumplidos, pero pronto volví a casa, hasta el curso siguiente. Los mayores me pegaban, o al menos así lo sentía yo, poco acostumbrado a su brutalidad de recios muchachos cercanos a los catorce años. Allí estaban, para mi sufrir, Delfino y José Manuel el de Carretu. Pero cuando regresé ellos ya se habían ido y reinaba una bucólica paz en el aula –qué extraña se me hace la palabra-, que duró ya para siempre o, al menos, hasta que cuatro años más tarde me tocó emigrar a un colegio gijonés de claretianos.
Las jornadas escolares tenían perfectamente marcadas sus rutinas. Doña Manolita tocaba palmas y entrábamos todos en tropel. Lo primero era rezar y luego dábamos una vuelta al salón entonando el Cara al Sol. Sí, sí, el Cara al Sol. Luego comenzábamos con las cuentas. La maestra ponía unas cuantas en la pizarra y cada uno debíamos hacer las que nos correspondían. Todavía tengo pesadillas con aquellas divisiones. El que se equivocaba tenía que repetir sus cálculos una y otra vez hasta dar con la solución. Después tocaba un buen rato de caligrafía, en aquellos cuadernos de Rubio que tanto me torturaban, pues mi letra nunca fue del gusto de doña Manolita. Más tarde, el dictado y a copiar unas docenas de veces cada palabra en la que se hubiera cometido una falta de ortografía. No se usaban libros de texto, aunque creo que en algún momento llegamos a ver algún tema en la Enciclopedia Álvarez. Al final de la mañana correspondía lectura. La maestra nos convocaba por grupos alrededor de su mesa y cada uno leía en voz alta unos cuantos párrafos de algún libro de la escuálida biblioteca.
La biblioteca era un armario que tenía tal vez veinte libros ajados y dispares. De vez en cuando doña Manolita nos decía que leyéramos en nuestra mesa lo que quisiéramos y yo, enfermo ya de este mal de lector, aprovechaba para empaparme de los tomos más raros que allí se contaban. Una vez conseguí acabar una biografía de Edison y la buena mujer se pasó semanas comentando elogiosamente semejante hazaña nunca vista.
También había un par de mapas colgados de la pared, uno de España y otro del mundo. Allá nos enviaba a veces a que buscáramos países y capitales. Era divertido. Cualquiera de nosotros decía, por ejemplo, dónde está Helsinki y se ganaba un aplauso el primero que localizaba tan enigmático lugar.
Mientras los críos andábamos en nuestras tareas, doña Manolita se empapaba de novelas de Corín Tellado. Cada dos o tres días aparecía con una nueva y cuando el desenlace amoroso de la trama estaba próximo sabíamos que se prolongaría el recreo o nuestros ratos de libertad en el salón. También tenía un palo de bambú con el que no se extralimitaba, esa es la verdad, pero de vez en cuando sí le caía algún golpecillo al que tuviera el día más revoltoso. Nos llamaba a su mesa, nos mandaba juntar las uñas y en ellas nos arreaba unos cuantos golpes sin demasiada saña. Su castigo favorito consistía en ponernos de rodillas de cara a la pared. A veces estaba de malas o, simplemente, se le iba la cabeza con las andanzas amatorias de las novelas y nos dejaba largo rato así. Acababa uno con las rodillas enrojecidas y con un serio propósito de enmienda.
Los recreos eran momentos de plenitud. Cuando llovía, que era a menudo, nos encerrábamos en los soportales de la iglesia vecina a jugar al “barullu”. El tal juego consistía en dar patadas sin ton ni son al balón que rebotaba sin parar en las paredes. Teníamos el lugar bien decorado a base de balonazos embarrados. En aquel tiempo las niñas eran un gran enigma para los niños, y viceversa. Así que de vez en cuando tramábamos alguna jugarreta para espiarlas a ellas, a la caza de algún misterioso recoveco de su anatomía. Teníamos quintacolumnistas entre las crías y eso nos daba alguna ocasional ventaja. De los momentos supremos, me acuerdo de aquella vez en que convencimos a Pili la del Pepitu, una de las de más edad –tendría unos doce años- para que se quedara jugando con las otras en el salón a través del que se accedía al aula. El plan era convencer a Mari Fe, tal vez la más ingenua, para que se bajase las bragas un ratito. Mientras, nosotros estábamos apostados en el lado de fuera de las ventanas, con los ojos saliéndosenos de sus cuencas. Pero Mari Fe no estaba por la labor, por lo que tuvo nuestra cómplice que recurrir a maniobras más contundentes para darle gusto a nuestra curiosidad. La contemplación duró aproximadamente tres segundos, pero nos colmó de dicha y emoción para una larga temporada.
No había agua corriente en la escuela, por lo que cada día la maestra enviaba a dos de los mayores –todos éramos pequeñajos en aquella época- con un par de latas a acarrear agua desde la fuente del Palacio, que estaba a unos quinientos metros. No había ningún palacio, ni mucho menos, y siempre me he preguntado por qué se llamaría así aquel lugar. Los afortunados con el encargo solíamos aprovechar para coger unas cuantas “cucharapes” (renacuajos) en el bebedero del ganado que había al lado de la fuente, donde también existía un lavadero al que iban a hacer la colada semanal unas cuantas paisanas del pueblo. En otras ocasiones, cuando había llovido, nos enviaba a todos a coger caracoles entre las piedras de los muros que separaban los prados. Luego se los llevaba en una bolsa y nos pasábamos la vida preguntándonos para qué diablos los querría. Mucho más tarde supe que los caracoles se comen, cosa que en aquel momento ninguno de nosotros estábamos dispuestos a admitir ni por asomo.
Durante las tardes se dedicaba un buen tiempo a que los muchachos hiciéramos trabajos manuales y las niñas costura. Qué cruz era para mí lo de las dichosas manualidades, sólo comparable a los sinsabores del dibujo. De vez en cuando doña Manolita llevaba a algún hijo suyo. Tenía tres, Marisa, Jesusín y María Elena. En una de esas ocasiones en que estaban cosiendo las chavalas yo le dije a María Elena no sé qué cosa y ella me tiró un zapato a la cabeza. Me pareció un gesto tan abrasadoramente romántico que me tuvo en vilo y enamorado lo menos dos semanas. Así se iba forjando nuestra educación sentimental.
No quiero ni pensar lo que dirían hoy de aquello educadores, pedagogos, inspectores y chupatintas varios. Pero era el paraíso. Y como sin darnos cuenta aprendíamos cosas, muchas cosas. Bien lo pude comprobar cuando con diez años me fui a un colegio semipijo de Gijón. Y eso, absolutamente decisivo en mi vida, se lo debo en primer lugar a doña Manolita. Un día llamó a mi madre para hablar con ella. No se estilaba lo de las visitas maternas o paternas a la escuela, si no era para, de vez en cuando, regalarle a la maestra una docena de huevos o unos chorizos y un poco de lomo de la reciente matanza. Matanza del cerdo, quiero decir, que en estos tiempos todo hay que aclararlo. El caso es que el mensaje para mi madre fue bien claro: este niño o se va del pueblo ahora a estudiar o se marchará de mayor a buscarse la vida vaya usted a saber cómo y dónde. Gran consternación. Yo era hijo único y me esperaban las vacas. Hasta existía el proyecto de comprar un tractor cuando fuera mayor y me hiciera cargo de la casería. Pero mis padres reflexionaron, en su condición de campesinos con añoranza de ilustración, y un día me preguntaron qué quería hacer, si irme o quedarme. Y me fui, y durante más de un año lloré cada noche en soledad, aunque sin arrepentirme nunca. Bendita doña Manolita, bendita.
Otro día más, cuando me vuelva esta morriña.
3 comentarios:
Pocos placeres hay que se asemejen
a la memoria de una infancia plena,
y es raro privilegio
reconocerse en ella,
saber que fué el crisol
de lo que hoy somos.
Recordar es volver a vivir, y si el recuerdo es grato, es un alivio para esas horas bajas que todos tenemos alguna vez.
Recordar que, sin saberlo entonces, tuvimos una infancia felíz, y eso es bueno para el espíritu.
Joder, Duralex: espectacular. Bravo.
Publicar un comentario