Esto del relativismo galopante nos está dejando sin referencias y a dos velas. Y conste que cuando digo relativismo y lo critico no me pongo para nada en la onda del Papa, al menos en lo que éste lamente que no imperen en el mundo los valores de su fe como valores absolutos contra viento y marea. No, me refiero a la crisis de aquellas ideas que a trancas y barrancas trajo a nuestra cultura la Ilustración, con su insistencia en el valor primero del individuo y su libertad en igualdad, y de la democracia como única manera de combinar la libertad de los ciudadanos con la necesidad de gobierno y normas que a todos vinculen.
Quizá nos estamos muriendo por sobredosis, y no precisamente de libertad. Comenzamos por entender que el Estado debe velar no solamente porque no nos matemos y no nos robemos los unos a los otros, sino que ha de asegurar también a cada cual unos mínimos vitales dignos, para que aquella libertad de los ciudadanos no sea para muchos meramente nominal. De esa manera, el inicial liberalismo ilustrado no se ve contradicho, sino coherentemente complementado. Aparece así ese avance civilizatorio que es el llamado Estado social. Pero, como todo tiene su contrapeso negativo, nos acostumbramos hasta el exceso a implorar de papá Estado que nos saque todas las castañas del fuego. Va la ciudadanía renunciando a la condición moral y psicológicamente adulta y recae en el infantilismo del que no quiere asumir la vida como arriesgada apuesta, sino que desea abandonarse y poner su destino en manos de instancias más altas que le den tranquilidad de espíritu y cómodo transcurrir de una vida sin sobresaltos. El paso siguiente es congruente con esa infantil idea de la vida como capricho que los demás deben apresurarse a satisfacer: que lo que yo quiera me lo den sin rechistar y que mis antojos se cumplan con cargo al erario público y con el menor esfuerzo para mí. Curiosamente, suelen ser los más privilegiados, o al menos los que tienen la vida más o menos resuelta, los que más reclaman. Un ejemplo, que parece caricatura pero es real: yo meto unos dineros en una inversión arriesgada, incluso loca, bajo la promesa de grandes ganancias; si sale bien, la guita para mí, por supuesto, que para eso arriesgué; si sale mal, que el Estado me cubra las pérdidas por no haberme advertido a tiempo de que me iban a timar. De mis actos y mis decisiones respondo sólo cuando la suerte se me pone de cara.
Una vez que los ciudadanos vamos perdiendo de vista eso que llaman el interés general y que dejamos de captar que la vida social y al amparo del Estado no es sólo ventaja, sino que también supone responsabilidad personal, algo de sacrificio, sometimiento a las normas legítimamente establecidas por vía democrática y buenas dosis de solidaridad con los que no tienen para invertir ni con qué jugar, damos el paso siguiente de esa deriva infantiloide y pensamos que todo el que pía tiene buenas razones y todo el que protesta lo hace por motivos legítimos, sean cuales sean sus demandas. Ese Estado-padre se torna enemigo, el ciudadano adolescente se rebela, con actitud de la que seguramente algo podría decir Freud si levantara la cabeza. Y ahí va todo al mismo cajón, tanto la solicitud justificada de quien pretende que sus derechos constitucionales no sean pisoteados, como el antojo de que quiere hacer valer su santa voluntad por encima de las normas de todos, tanto del que reclama lo que es suyo con arreglo al modelo de Estado en que vivimos y a sus fundamentos de legitimidad, como el que se inventa agravios y se saca de la manga ficticios derechos inverosímiles nada más que para hacerse con mayor tajada y a costa de los demás. Churras y merinas se mezclan y se confunden en procaz amalgama. El que pasa el Estado y la democracia por salva sea la parte se tiene por tan meritorio como el que denuncia las corruptelas y pide que el Estado cumpla sus cometidos con mayor solvencia y menor engaño.
En esas estamos y el vicio en cuestión rebasa las fronteras. Falta capacidad de discernimiento y se impone el todo vale y la convicción de que todo el que se queja o se rebela es bueno y merecedor de igual respeto. Deja de percibirse el matiz que diferencia al desobediente civil del puro terrorista, al verdaderamente oprimido que reclama libertad e igualdad del que hasta por la fuerza o por la puerta falsa no pretende más que favor y privilegio. Y, así, no es de extrañar la noticia que hoy traen los periódicos, con las declaraciones de un mandamás del Comité Olímpico Internacional que equipara sin más la situación de los tibetanos en China, la de los presos en Guantánamo, la de los aborígenes en Australia y la de los vascos en España. Todo al mismo saco y la idea de que si el COI se ha de parar en consideraciones políticas y de derechos humanos habrá de poner trabas por igual a China, EEUU, Australia o España.
Así estamos. Ahora veremos cómo son las réplicas y quién las hace. Por menos de un duro, al que se mosquee lo tildarán de facha y cómplice de todos los oprobios.
Quizá nos estamos muriendo por sobredosis, y no precisamente de libertad. Comenzamos por entender que el Estado debe velar no solamente porque no nos matemos y no nos robemos los unos a los otros, sino que ha de asegurar también a cada cual unos mínimos vitales dignos, para que aquella libertad de los ciudadanos no sea para muchos meramente nominal. De esa manera, el inicial liberalismo ilustrado no se ve contradicho, sino coherentemente complementado. Aparece así ese avance civilizatorio que es el llamado Estado social. Pero, como todo tiene su contrapeso negativo, nos acostumbramos hasta el exceso a implorar de papá Estado que nos saque todas las castañas del fuego. Va la ciudadanía renunciando a la condición moral y psicológicamente adulta y recae en el infantilismo del que no quiere asumir la vida como arriesgada apuesta, sino que desea abandonarse y poner su destino en manos de instancias más altas que le den tranquilidad de espíritu y cómodo transcurrir de una vida sin sobresaltos. El paso siguiente es congruente con esa infantil idea de la vida como capricho que los demás deben apresurarse a satisfacer: que lo que yo quiera me lo den sin rechistar y que mis antojos se cumplan con cargo al erario público y con el menor esfuerzo para mí. Curiosamente, suelen ser los más privilegiados, o al menos los que tienen la vida más o menos resuelta, los que más reclaman. Un ejemplo, que parece caricatura pero es real: yo meto unos dineros en una inversión arriesgada, incluso loca, bajo la promesa de grandes ganancias; si sale bien, la guita para mí, por supuesto, que para eso arriesgué; si sale mal, que el Estado me cubra las pérdidas por no haberme advertido a tiempo de que me iban a timar. De mis actos y mis decisiones respondo sólo cuando la suerte se me pone de cara.
Una vez que los ciudadanos vamos perdiendo de vista eso que llaman el interés general y que dejamos de captar que la vida social y al amparo del Estado no es sólo ventaja, sino que también supone responsabilidad personal, algo de sacrificio, sometimiento a las normas legítimamente establecidas por vía democrática y buenas dosis de solidaridad con los que no tienen para invertir ni con qué jugar, damos el paso siguiente de esa deriva infantiloide y pensamos que todo el que pía tiene buenas razones y todo el que protesta lo hace por motivos legítimos, sean cuales sean sus demandas. Ese Estado-padre se torna enemigo, el ciudadano adolescente se rebela, con actitud de la que seguramente algo podría decir Freud si levantara la cabeza. Y ahí va todo al mismo cajón, tanto la solicitud justificada de quien pretende que sus derechos constitucionales no sean pisoteados, como el antojo de que quiere hacer valer su santa voluntad por encima de las normas de todos, tanto del que reclama lo que es suyo con arreglo al modelo de Estado en que vivimos y a sus fundamentos de legitimidad, como el que se inventa agravios y se saca de la manga ficticios derechos inverosímiles nada más que para hacerse con mayor tajada y a costa de los demás. Churras y merinas se mezclan y se confunden en procaz amalgama. El que pasa el Estado y la democracia por salva sea la parte se tiene por tan meritorio como el que denuncia las corruptelas y pide que el Estado cumpla sus cometidos con mayor solvencia y menor engaño.
En esas estamos y el vicio en cuestión rebasa las fronteras. Falta capacidad de discernimiento y se impone el todo vale y la convicción de que todo el que se queja o se rebela es bueno y merecedor de igual respeto. Deja de percibirse el matiz que diferencia al desobediente civil del puro terrorista, al verdaderamente oprimido que reclama libertad e igualdad del que hasta por la fuerza o por la puerta falsa no pretende más que favor y privilegio. Y, así, no es de extrañar la noticia que hoy traen los periódicos, con las declaraciones de un mandamás del Comité Olímpico Internacional que equipara sin más la situación de los tibetanos en China, la de los presos en Guantánamo, la de los aborígenes en Australia y la de los vascos en España. Todo al mismo saco y la idea de que si el COI se ha de parar en consideraciones políticas y de derechos humanos habrá de poner trabas por igual a China, EEUU, Australia o España.
Así estamos. Ahora veremos cómo son las réplicas y quién las hace. Por menos de un duro, al que se mosquee lo tildarán de facha y cómplice de todos los oprobios.
2 comentarios:
El Comite Olímpico Internacional hace honor a su (distinguida) trayectoria intelectual y ética.
Lo del Tíbet, con ser indiscutiblemente un buen motivo, me parecería sólo una razón secundaria para boicotear los Juegos Olímpicos.
Lo digo porque hay una razón primaria para boicotearlos, de mucho mayor peso si cabe: sencillamente porque son Juegos Olímpicos.
Salud,
sin duda, es mucho peor lo que pasa con el Estado social (me refiero al llamado "efecto Mateo") que lo que diga un miembro del comité olímpico internacional probablemente poco informado; aprovecho la ocasión para recordar que en este país un 18-20% de la población vive por debajo del umbral de pobreza.
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