Esta historia comienza con un hombre que un día tuvo una alucinación. Al sacar de su bolsillo una moneda para pagar la copa de anís, se le vino a la cabeza que esa moneda la multiplicaría por cientos y miles de millones de ellas. Pagó con un billete, guardó esa moneda y se fue para casa contentísimo a esperar la riqueza que habría de llegar sin tardanza.
De camino se encontró a un vecino que vivía muy holgadamente, pues en el pasado había tenido negocios y le había ido bien. El hombre le enseñó la moneda y le contó su repentina ilusión de volverse millonario gracias a ella. Explicaba todo con tanta seguridad y con una convicción tan profunda que su vecino se quedó muy impresionado. Era el vecino persona escéptica y con los pies en la tierra, pero también calculador y con vista de lince para los asuntos monetarios, precisamente. Y ahí, en esa fe del hombre, vio ganancia.
- ¿Y no cree usted, buen hombre, que si más personas aportasen su esfuerzo, su empuje y unas moneditas más, el beneficio podría ser aún mayor y alcanzar para todos?
Con esa pregunta estaba naciendo la economía financiera, aunque en ese momento ni el hombre ni su vecino lo sabían aún. El hombre se quedó pensando y al cabo contestó que por qué no. Déjelo todo en mis manos, le replicó el vecino. Y acordaron volver a verse a los tres días.
El avispado vecino no perdió el tiempo. Esa misma noche se fue al bar concurrido donde solía tomarse una copa antes de acostarse y contó a toda la concurrencia que había sabido de una moneda mágica que cada día aumentaba de valor en progresión geométrica. El más desconfiado de los presentes le preguntó cómo era posible tal cos, y el vecino le contestó con su realismo descarnado: porque cuanta más gente creía que la moneda era mágica, más eran los que por ella pujaban y más elevado se ponía su precio. En ese instante comenzó lo que luego se llamaría teoría de la economía financiera, de la que ese vecino podría haber sido el primer catedrático, si no hubiera tenido mejores cosas que hacer.
Los parroquianos del bar se quedaron un rato meditando sobre el asunto. O sea, que el que tenga esa moneda será cada día mucho más rico. Eso preguntaban. Y el vecino les respondía que sí, pero que tanta riqueza ya era impensable para un solo hombre, el dueño de la moneda, y que por eso se proponía repartirla con quienes quisieran ser sus socios.
- ¿Y cómo es eso?- replicaron.
- Pues muy sencillo. Es como si la moneda se fraccionara en muchos trocitos y cada uno tuviera su valor proporcional.
- ¿Va a romper la moneda?- preguntó sorprendido el más lego en temas económicos. No, no, sólo en sentido simbólico, metafórico, como si dijéramos. Es la propiedad de la moneda lo que se fracciona, lo que se divide. Todo el que quiera tener una parte deberá apoquinar un dinero y eso le dará derecho a los beneficios en esa medida.
- ¿Y cómo se obtendrán los beneficios?
- Pues sólo hay que esperar a que la moneda surta sus efectos mágicos y haga aparecer muchísimas más monedas para sus dueños-. Esto lo contestó el vecino con voz un tanto dubitativa y la mirada baja.
- Ah, quién sabe cuánto habrá que esperar- replicaron algunos.
Pero el vecino tenía preparada la respuesta para esa objeción, y dijo:
- Es posible ganar muchísimo dinero sin esperar ese momento.
Se oyeron varias voces que, excitadas, preguntaron cómo.
- Muy sencillo: cuanto más tiempo tarda la moneda mágica en hacer el milagro de su descomunal multiplicación, mayor, más enorme será ésta. Así que mejor que tarde un año que un mes. Pero si alguno necesita antes tener un buen puñado de dinero contante y sonante, sólo tiene que vender su parte en la propiedad de la moneda mágica, que no es más que un papelito, al fin y al cabo.
- ¿Y con eso hay ganancia?
- Claro, pues todos sabrán que cuanto más tarde ocurra el milagro, más espectacular será, por lo que los últimos obtendrán los mayores rendimientos. Eso quiere decir que día a día irá subiendo el precio de la moneda. Por ejemplo, si tú compras hoy una diezmillonésima parte de ella, dentro de un mes podrás vender esa parte con un cien mil por ciento de ganancia.
Los convenció a todos. Se apelotonaban a su alrededor y a gritos le preguntaban dónde podrían comprar sus buenas participaciones en la moneda mágica.
- Aquí mismo dentro de dos días- dijo el vecino. Y se fue muy nervioso y con paso acelerado.
Esa noche no pegó ojo y a la mañana siguiente llamó al hombre de la moneda. Lo encontró tristón, apagado y con gesto lánguido.
- ¿Dónde tienes la moneda?-. Fue lo primero que le preguntó el vecino al otro.
- ¿Qué moneda?
- La moneda mágica que ayer me enseñaste.
- Bah, yo qué sé. Había tomado un poco de vino con la comida y creo que me sentó mal y me hizo pensar cosas muy raras; pero hoy ya estoy bien. Discúlpame que te soltara toda esa historia absurda.
- ¿Cómo que historia absurda? Vamos, dime ahora mismo qué has hecho con la moneda.
El hombre miraba a su vecino sin entender qué estaba pasando por su cabeza y pensando si no sería él quien se había atizado ahora unos tragos de más. Le respondió con indiferencia:
- Pues creo que pagué con ella el periódico; o el café del desayuno, quién sabe.
El vecino tomó aire y se puso a meditar un rato. El hombre lo miraba con curiosidad y se preguntaba si debería despedirse y dejar al otro tranquilo o si sería mejor acompañarlo un poco más por si le pasaba algo malo y necesitaba ayuda. Por fin el vecino habló y dijo:
- Bueno, no importa, no me hagas caso. Simplemente me llamó la atención aquella historia y era por ver si habías seguido con el cuento. Ya veo que no. Así que hasta otro día. Qué tengas una buena jornada.
Y así se alejaron, el vecino con una nueva sonrisa en la boca y el hombre pensando tranquilamente en sus cosas.
Esa tarde el vecino se encerró en su casa durante bastantes horas. Estuvo recortando papelitos y grabando en cada uno la siguiente inscripción: “Vale por una milésima parte de la moneda mágica y da derecho a una milésima parte de los beneficios de la moneda mágica”. Después preparó unos grandes cartelones llenos de curvas y gráficas donde se mostraba la evolución previsible del valor de aquellos papelitos, en sintonía con los productos esperables de la moneda prodigiosa y su aumento diario. Aquella noche apenas pudo dormir y la mañana siguiente se la pasó visitando inmobiliarias y tiendas de automóviles, pues pensaba comprarse una gran mansión y un deportivo con los primeros beneficios de su lucrativa empresa.
Y, en efecto, en el bar le quitaron de las manos los papelillos que otorgaban derecho a participar en la propiedad y las ganancias de la moneda. Algunos llamaron a sus parientes y a otros amigos y todos pugnaban por hacerse con su parte en negocio tan seguro. Así que el vecino pudo vender por el precio que quiso, sin regateos, y logró una suma que ni se había atrevido a soñar. Sólo el dueño del bar, un viejo zorro desconfiado y socarrón, le preguntó dónde estaba la maravillosa moneda que los haría a todos tan ricos. El vecino le respondió que a buen recaudo, pero que de sus cualidades prodigiosas nadie podría dudar.
-¿Y cómo así?- repuso, el del bar, que, por cierto, ni había comprado papelitos ni tenía la menor intención de gastarse ni un ochavo en tal cosa.
- Pues muy sencillo -le aclaró muy contento el vecino- yo soy la prueba: a mí ya me ha hecho rico.
Y fueron muchos más los que se hicieron de oro gracias a la moneda fantástica. Para empezar, todos los que aquella primera noche compraron papelitos, pues al poco tiempo acabaron vendiéndolos por cifras astronómicas. Ya se había corrido la voz por todo el país del milagro en ciernes y de cada rincón aparecían inversionistas y ahorradores ansiosos por llevar su parte en la ganancia. Y éstos también vendieron a otros y éstos a otros, cada vez con márgenes mayores. Hasta hubo quien compró y vendió varias veces, siempre ganando más que en la ocasión anterior.
Llegó un día en que todos los que tenían algún dinero lo habían empleado para comprar de aquellos dichosos papelitos, los cuales, a todo esto, también se habían multiplicado, pues el vecino emprendedor se pasaba las noches recortándolos y poniéndoles aquella tentadora inscripción. El caso es que ya no quedaba más dinero contante y sonante para seguir con aquella puja enloquecida. Pero durante un tiempo eso no fue problema, ya que los bancos prestaban a sus clientes a cuenta de la ganancia futura de éstos y con la garantía de sus papelitos. Así que también se terminó el dinero de los bancos, menos uno: el vecino había creado su propio banco, donde guardaba sus pingües ganancias, pero ni prestaba a los que deseaban comprar papelitos ni invertía en cosa alguna de aquel país de locos.
A los ciudadanos empezó a faltarles la comida, no podían pagarse el agua ni la luz ni comprar ropas o libros escolares a sus hijos. Por las calles se arrastraban desharrapados que enarbolaban sus papelitos y se los ofrecían a cualquiera por lo que buenamente quisiera darles por ellos. Pero nadie tenía ya nada con qué pagar y, sobre todo, ya se había esfumado la fe en los efectos mágicos de aquellos papeles. Una pregunta únicamente se repetía a todas horas, con diversas variantes: ¿dónde ha ido a parar la moneda mágica?, ¿dónde la guarda el vecino?, ¿qué ha pasado con ella? Pero el vecino ya se había marchado del país y vivía en una isla paradisiaca, rodeado de lujos, guardaespaldas y señoras despampanantes y desinteresadas.
Tuvo el Estado que comprar aquellos papelitos por un precio simbólico y, cuando los tuvo todos, el primer ministro declaró que ya estaba en poder del gobierno la moneda mágica y que en adelante se usaría para que todos los súbditos tuvieran garantizados sus derechos y hubiera muy buena justicia social. Y comenzó de nuevo eso que los economistas llaman un ciclo económico, si bien esta vez no fue un solo vecino el que se enriqueció, sino que progresaron adecuadamente varios ministros y un buen número de funcionarios.
De camino se encontró a un vecino que vivía muy holgadamente, pues en el pasado había tenido negocios y le había ido bien. El hombre le enseñó la moneda y le contó su repentina ilusión de volverse millonario gracias a ella. Explicaba todo con tanta seguridad y con una convicción tan profunda que su vecino se quedó muy impresionado. Era el vecino persona escéptica y con los pies en la tierra, pero también calculador y con vista de lince para los asuntos monetarios, precisamente. Y ahí, en esa fe del hombre, vio ganancia.
- ¿Y no cree usted, buen hombre, que si más personas aportasen su esfuerzo, su empuje y unas moneditas más, el beneficio podría ser aún mayor y alcanzar para todos?
Con esa pregunta estaba naciendo la economía financiera, aunque en ese momento ni el hombre ni su vecino lo sabían aún. El hombre se quedó pensando y al cabo contestó que por qué no. Déjelo todo en mis manos, le replicó el vecino. Y acordaron volver a verse a los tres días.
El avispado vecino no perdió el tiempo. Esa misma noche se fue al bar concurrido donde solía tomarse una copa antes de acostarse y contó a toda la concurrencia que había sabido de una moneda mágica que cada día aumentaba de valor en progresión geométrica. El más desconfiado de los presentes le preguntó cómo era posible tal cos, y el vecino le contestó con su realismo descarnado: porque cuanta más gente creía que la moneda era mágica, más eran los que por ella pujaban y más elevado se ponía su precio. En ese instante comenzó lo que luego se llamaría teoría de la economía financiera, de la que ese vecino podría haber sido el primer catedrático, si no hubiera tenido mejores cosas que hacer.
Los parroquianos del bar se quedaron un rato meditando sobre el asunto. O sea, que el que tenga esa moneda será cada día mucho más rico. Eso preguntaban. Y el vecino les respondía que sí, pero que tanta riqueza ya era impensable para un solo hombre, el dueño de la moneda, y que por eso se proponía repartirla con quienes quisieran ser sus socios.
- ¿Y cómo es eso?- replicaron.
- Pues muy sencillo. Es como si la moneda se fraccionara en muchos trocitos y cada uno tuviera su valor proporcional.
- ¿Va a romper la moneda?- preguntó sorprendido el más lego en temas económicos. No, no, sólo en sentido simbólico, metafórico, como si dijéramos. Es la propiedad de la moneda lo que se fracciona, lo que se divide. Todo el que quiera tener una parte deberá apoquinar un dinero y eso le dará derecho a los beneficios en esa medida.
- ¿Y cómo se obtendrán los beneficios?
- Pues sólo hay que esperar a que la moneda surta sus efectos mágicos y haga aparecer muchísimas más monedas para sus dueños-. Esto lo contestó el vecino con voz un tanto dubitativa y la mirada baja.
- Ah, quién sabe cuánto habrá que esperar- replicaron algunos.
Pero el vecino tenía preparada la respuesta para esa objeción, y dijo:
- Es posible ganar muchísimo dinero sin esperar ese momento.
Se oyeron varias voces que, excitadas, preguntaron cómo.
- Muy sencillo: cuanto más tiempo tarda la moneda mágica en hacer el milagro de su descomunal multiplicación, mayor, más enorme será ésta. Así que mejor que tarde un año que un mes. Pero si alguno necesita antes tener un buen puñado de dinero contante y sonante, sólo tiene que vender su parte en la propiedad de la moneda mágica, que no es más que un papelito, al fin y al cabo.
- ¿Y con eso hay ganancia?
- Claro, pues todos sabrán que cuanto más tarde ocurra el milagro, más espectacular será, por lo que los últimos obtendrán los mayores rendimientos. Eso quiere decir que día a día irá subiendo el precio de la moneda. Por ejemplo, si tú compras hoy una diezmillonésima parte de ella, dentro de un mes podrás vender esa parte con un cien mil por ciento de ganancia.
Los convenció a todos. Se apelotonaban a su alrededor y a gritos le preguntaban dónde podrían comprar sus buenas participaciones en la moneda mágica.
- Aquí mismo dentro de dos días- dijo el vecino. Y se fue muy nervioso y con paso acelerado.
Esa noche no pegó ojo y a la mañana siguiente llamó al hombre de la moneda. Lo encontró tristón, apagado y con gesto lánguido.
- ¿Dónde tienes la moneda?-. Fue lo primero que le preguntó el vecino al otro.
- ¿Qué moneda?
- La moneda mágica que ayer me enseñaste.
- Bah, yo qué sé. Había tomado un poco de vino con la comida y creo que me sentó mal y me hizo pensar cosas muy raras; pero hoy ya estoy bien. Discúlpame que te soltara toda esa historia absurda.
- ¿Cómo que historia absurda? Vamos, dime ahora mismo qué has hecho con la moneda.
El hombre miraba a su vecino sin entender qué estaba pasando por su cabeza y pensando si no sería él quien se había atizado ahora unos tragos de más. Le respondió con indiferencia:
- Pues creo que pagué con ella el periódico; o el café del desayuno, quién sabe.
El vecino tomó aire y se puso a meditar un rato. El hombre lo miraba con curiosidad y se preguntaba si debería despedirse y dejar al otro tranquilo o si sería mejor acompañarlo un poco más por si le pasaba algo malo y necesitaba ayuda. Por fin el vecino habló y dijo:
- Bueno, no importa, no me hagas caso. Simplemente me llamó la atención aquella historia y era por ver si habías seguido con el cuento. Ya veo que no. Así que hasta otro día. Qué tengas una buena jornada.
Y así se alejaron, el vecino con una nueva sonrisa en la boca y el hombre pensando tranquilamente en sus cosas.
Esa tarde el vecino se encerró en su casa durante bastantes horas. Estuvo recortando papelitos y grabando en cada uno la siguiente inscripción: “Vale por una milésima parte de la moneda mágica y da derecho a una milésima parte de los beneficios de la moneda mágica”. Después preparó unos grandes cartelones llenos de curvas y gráficas donde se mostraba la evolución previsible del valor de aquellos papelitos, en sintonía con los productos esperables de la moneda prodigiosa y su aumento diario. Aquella noche apenas pudo dormir y la mañana siguiente se la pasó visitando inmobiliarias y tiendas de automóviles, pues pensaba comprarse una gran mansión y un deportivo con los primeros beneficios de su lucrativa empresa.
Y, en efecto, en el bar le quitaron de las manos los papelillos que otorgaban derecho a participar en la propiedad y las ganancias de la moneda. Algunos llamaron a sus parientes y a otros amigos y todos pugnaban por hacerse con su parte en negocio tan seguro. Así que el vecino pudo vender por el precio que quiso, sin regateos, y logró una suma que ni se había atrevido a soñar. Sólo el dueño del bar, un viejo zorro desconfiado y socarrón, le preguntó dónde estaba la maravillosa moneda que los haría a todos tan ricos. El vecino le respondió que a buen recaudo, pero que de sus cualidades prodigiosas nadie podría dudar.
-¿Y cómo así?- repuso, el del bar, que, por cierto, ni había comprado papelitos ni tenía la menor intención de gastarse ni un ochavo en tal cosa.
- Pues muy sencillo -le aclaró muy contento el vecino- yo soy la prueba: a mí ya me ha hecho rico.
Y fueron muchos más los que se hicieron de oro gracias a la moneda fantástica. Para empezar, todos los que aquella primera noche compraron papelitos, pues al poco tiempo acabaron vendiéndolos por cifras astronómicas. Ya se había corrido la voz por todo el país del milagro en ciernes y de cada rincón aparecían inversionistas y ahorradores ansiosos por llevar su parte en la ganancia. Y éstos también vendieron a otros y éstos a otros, cada vez con márgenes mayores. Hasta hubo quien compró y vendió varias veces, siempre ganando más que en la ocasión anterior.
Llegó un día en que todos los que tenían algún dinero lo habían empleado para comprar de aquellos dichosos papelitos, los cuales, a todo esto, también se habían multiplicado, pues el vecino emprendedor se pasaba las noches recortándolos y poniéndoles aquella tentadora inscripción. El caso es que ya no quedaba más dinero contante y sonante para seguir con aquella puja enloquecida. Pero durante un tiempo eso no fue problema, ya que los bancos prestaban a sus clientes a cuenta de la ganancia futura de éstos y con la garantía de sus papelitos. Así que también se terminó el dinero de los bancos, menos uno: el vecino había creado su propio banco, donde guardaba sus pingües ganancias, pero ni prestaba a los que deseaban comprar papelitos ni invertía en cosa alguna de aquel país de locos.
A los ciudadanos empezó a faltarles la comida, no podían pagarse el agua ni la luz ni comprar ropas o libros escolares a sus hijos. Por las calles se arrastraban desharrapados que enarbolaban sus papelitos y se los ofrecían a cualquiera por lo que buenamente quisiera darles por ellos. Pero nadie tenía ya nada con qué pagar y, sobre todo, ya se había esfumado la fe en los efectos mágicos de aquellos papeles. Una pregunta únicamente se repetía a todas horas, con diversas variantes: ¿dónde ha ido a parar la moneda mágica?, ¿dónde la guarda el vecino?, ¿qué ha pasado con ella? Pero el vecino ya se había marchado del país y vivía en una isla paradisiaca, rodeado de lujos, guardaespaldas y señoras despampanantes y desinteresadas.
Tuvo el Estado que comprar aquellos papelitos por un precio simbólico y, cuando los tuvo todos, el primer ministro declaró que ya estaba en poder del gobierno la moneda mágica y que en adelante se usaría para que todos los súbditos tuvieran garantizados sus derechos y hubiera muy buena justicia social. Y comenzó de nuevo eso que los economistas llaman un ciclo económico, si bien esta vez no fue un solo vecino el que se enriqueció, sino que progresaron adecuadamente varios ministros y un buen número de funcionarios.
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