Tiempo este de turbulencias económicas y financieras, tiempo de desasosiego, de un ir y venir con planes de rescate, bolsas que se desploman, índices que se abaten y números más rojos que Negrín. Los gobernantes se agitan en sus cenáculos, se reúnen, cetrinos y con las ojeras como bulbos, rascan el bolsillo de los contribuyentes para pagar, extender cheques, dar avales, comprar negocios ruinosos, adquirir acciones ... todo se ha vuelto un carnaval de cifras que fueron, ay, altivas y engalladas pero que hoy reptan abatidas por el parqué de los templos del dinero.
Si el euro vuela, el dólar se esfuma, si nikkei nos amarga el desayuno, dow jones nos da el almuerzo, definitivamente no hay descanso y el repiqueteo de las malas noticias es como un ir y venir de arañas malignas, es el tiempo en que las sonrisas se agrian y todo queda entregado a los antojos del huracán de las cotizaciones.
Hay bancos y aseguradoras y empresas inmobiliarias que sufren temblores y se convierten en pocas jornadas en fantasmas abatidos, frágiles figuras que ya no emiten sino tristes sones. Los negocios se les han esfumado y es llegada la hora de llamar en auxilio al Estado, al municipio, a lo que se ponga por delante para tapar un agujero o pagar una letra más vencida que Napoleón en Waterloo.
Todo se ha vuelto un garabato de desconcierto en la “civitas cupiditatis”. No suena sino la música de una borrasca de vidrios rotos.
Pero ... pero hasta ahora no hay un solo directivo, no hay un solo responsable de esos negocios, que fueron y ya no son, un señor con cara y ojos que haya tenido la cortesía de aparcar el coche, abandonar el portafolio en la chaise-longue y acudir al desván en busca de una soga, hacer en ella un nudo corredizo y colgarse de una viga.
Al contrario, desaparecen de la escena pública “en douceur” y como disimulando para ir a descansar de sus fatigas a un paraíso fiscal donde hay clarear de soles, surtidores de champán como tallos vigorosos, almendros en flor y esas mujeres muslonas que ofrecen el tostado de sus pieles desnudas al tacto de los dedos ávidos.
En esto es donde se advierte la diferencia de los tiempos. Antiguamente el empresario arruinado acudía a la Iglesia, seleccionaba a un confesor de sotana trabajada por los brillos, de él recibía el consuelo del perdón, escribía una carta con letra menuda y presurosa en la que explicaba al juez o a su familia su determinación y se ahorcaba. Con valentía y caballerosidad, con la buena crianza que había aprendido de sus mayores. Lo encontraban al día siguiente frito,balanceándose en la cuerda con la lengua fuera pero ya arribado al puerto de la paz eterna. La contabilidad le había sido esquiva y él había sabido responder con modales educados.
O bien subía al séptimo piso de un edificio, seleccionaba un balcón con buenas luces, lo abría de par en par y se precipitaba al vacío, circunstancia que aprovechaba para matarse bien pegado al asfalto que lo acogía para mecerlo en su último sueño.
Así se condujeron muchos empresarios cuando la gran depresión de 1929 inauguró en Nueva York la noche negra de las cifras rojas. Caían por las ventanas los directores de empresa como frutas maduras, los vendedores de sogas no daban abasto, tal era la abultada cartera de pedidos que habían de despachar cada mañana en cuanto se abría la Bolsa y se constataban las pérdidas millonarias. Faltaban ganchos para tanta demanda, faltaban desvanes y ciudades hubo donde fue necesario improvisarlos como se improvisa la acogida urgente de los afectados por una riada o por el despertar de un volcán.
Pero sin tener que ir tan lejos, en España, en Oviedo, el padre del gran escritor Ramón Pérez de Ayala el día que descubrió la jugarreta que le había hecho el pasivo de su negocio, se ahorcó dejando a su hijo la carta en la que le animaba a escribir “Troteras y danzaderas”.
Eran tiempos, sí, de cortesía, de urbanidad, y, ¡qué caramba! de cumplimiento estricto del deber. Hoy, si no podemos aspirar a tanto, al menos que estos desalmados manden decir unas misas.
Si el euro vuela, el dólar se esfuma, si nikkei nos amarga el desayuno, dow jones nos da el almuerzo, definitivamente no hay descanso y el repiqueteo de las malas noticias es como un ir y venir de arañas malignas, es el tiempo en que las sonrisas se agrian y todo queda entregado a los antojos del huracán de las cotizaciones.
Hay bancos y aseguradoras y empresas inmobiliarias que sufren temblores y se convierten en pocas jornadas en fantasmas abatidos, frágiles figuras que ya no emiten sino tristes sones. Los negocios se les han esfumado y es llegada la hora de llamar en auxilio al Estado, al municipio, a lo que se ponga por delante para tapar un agujero o pagar una letra más vencida que Napoleón en Waterloo.
Todo se ha vuelto un garabato de desconcierto en la “civitas cupiditatis”. No suena sino la música de una borrasca de vidrios rotos.
Pero ... pero hasta ahora no hay un solo directivo, no hay un solo responsable de esos negocios, que fueron y ya no son, un señor con cara y ojos que haya tenido la cortesía de aparcar el coche, abandonar el portafolio en la chaise-longue y acudir al desván en busca de una soga, hacer en ella un nudo corredizo y colgarse de una viga.
Al contrario, desaparecen de la escena pública “en douceur” y como disimulando para ir a descansar de sus fatigas a un paraíso fiscal donde hay clarear de soles, surtidores de champán como tallos vigorosos, almendros en flor y esas mujeres muslonas que ofrecen el tostado de sus pieles desnudas al tacto de los dedos ávidos.
En esto es donde se advierte la diferencia de los tiempos. Antiguamente el empresario arruinado acudía a la Iglesia, seleccionaba a un confesor de sotana trabajada por los brillos, de él recibía el consuelo del perdón, escribía una carta con letra menuda y presurosa en la que explicaba al juez o a su familia su determinación y se ahorcaba. Con valentía y caballerosidad, con la buena crianza que había aprendido de sus mayores. Lo encontraban al día siguiente frito,balanceándose en la cuerda con la lengua fuera pero ya arribado al puerto de la paz eterna. La contabilidad le había sido esquiva y él había sabido responder con modales educados.
O bien subía al séptimo piso de un edificio, seleccionaba un balcón con buenas luces, lo abría de par en par y se precipitaba al vacío, circunstancia que aprovechaba para matarse bien pegado al asfalto que lo acogía para mecerlo en su último sueño.
Así se condujeron muchos empresarios cuando la gran depresión de 1929 inauguró en Nueva York la noche negra de las cifras rojas. Caían por las ventanas los directores de empresa como frutas maduras, los vendedores de sogas no daban abasto, tal era la abultada cartera de pedidos que habían de despachar cada mañana en cuanto se abría la Bolsa y se constataban las pérdidas millonarias. Faltaban ganchos para tanta demanda, faltaban desvanes y ciudades hubo donde fue necesario improvisarlos como se improvisa la acogida urgente de los afectados por una riada o por el despertar de un volcán.
Pero sin tener que ir tan lejos, en España, en Oviedo, el padre del gran escritor Ramón Pérez de Ayala el día que descubrió la jugarreta que le había hecho el pasivo de su negocio, se ahorcó dejando a su hijo la carta en la que le animaba a escribir “Troteras y danzaderas”.
Eran tiempos, sí, de cortesía, de urbanidad, y, ¡qué caramba! de cumplimiento estricto del deber. Hoy, si no podemos aspirar a tanto, al menos que estos desalmados manden decir unas misas.
3 comentarios:
Don Sosawágner, permítame un matiz. Más propio que la soga es ESTO...
Todo evoluciona Don Francisco, ahora ese acto romántico; y viril a mi juicio; consistente en quitarse de enmedio cuando uno considera innecesaria y/o incómoda y/o tediosa la propia existencia, lo han subcontratado, lo han externalizado.
Su generosidad no conoce límites, quieren compartir con nosotros sus alegrías y sus tristezas, sus grandezas y sus miserias, sus golpes de fortuna y sus ruinas pero como son gente de orden y tienen métodos ignotos para mentes simples como la mía, a cuyo conocimiento han llegado a través de Masters Commanders del Universo en MBAs, ICADEs, IESE, IELOTRO y IELDEMASALLA, en un justo reparto fifty fifty, a los que no partimos el bacalao, a los de infantería nos ha tocado la mitad del botín: la tristeza, la miseria y la ruina.
Tras la satisfacción y la consciencia de ser por vez primera partícipe en esta bacanal de riqueza y poder, cumpliré con el guión: corro a adquirir 10 metros de la mejor maroma, pues soy hombre de honor y comprendo que tengo que estar a las duras y a las maduras.
Que hermosas me parecen nuestra democracia y nuestra economía de libre mercado, transparentes ambas cual objetivo Carl Zeiss y capaces de dar gusto a los paladares más exigentes.
Ustedes dirán lo que quieran pero a mi el profesor Sosa Wagner me parece sencillamente un abusón. No sólo se permite ganarse la vida fuera de la política, sino que acude a ella sin el menor prejuicio para acabar soltando las verdades del barquero. ¡Dónde iríamos a parar si todos los políticos se comportaran con semejante independencia! Es vergonzoso, si individuos como este comenzasen a proliferar en nuestro panorama nacional, pronto habría miles de pepinos en el paro, y con ellos toda la plaga de medradores y asimilados que reptan sobre el sistema clientelar de cada partido. ¡Y eso no, don Francisco! Qué las familias de esa gente también tienen hipoteca y está usted poniendo en peligro un parafuncionariado con más bocas que tapar que Telefónica y la RENFE juntas.
Pero es que además este artículo en particular es de una frivolidad inconmensurable. ¿Quién escribe así hoy en día? Con esa ironía tan puntiaguda, con ese acierto en la elección del lenguaje, con ese discurso tan devastador en su elegancia. Es un abusón, se lo digo yo, que quiere convalidar a base de talento y sentido común los innumerables años de pasillo, genuflexión y navajazo que son menester para alcanzar un cargo de representación pública. Un advenedizo este profesor.
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