Lo he pasado divinamente leyendo este artículo de Javier Cercas en El País, titulado “La ley de gravedad del poder”. Repasa, con mucha gracia, ese trastorno que nos afecta cuando andamos cerca de un mandamás en condiciones y empezamos a creernos de los suyos y, al tiempo, naturales merecedores de cualquier privilegio, casta especial, material humano de primera.
Me trajo ese texto recuerdos de mí mismo, de ocasiones en que también fui entrañablemente idiota. No me sucedió a la vera de ningún presidente de gobierno, aunque tal vez porque ni me lo propuse ni me dejé, ya que otros bastante más tontos se han rascado guapamente el lomo con éste o aquél. Pero amigos con poder del bueno sí tuve en tiempos, no se crean, frecuenté a alguno que otro. Luego acabó todo en enemistad porque mi diplomacia es de erizo, porque tengo un blog y porque se me pone fatal el cutis con los lubricantes. Mas cuando era feliz y virginal, más de una vez paseé a la diestra de algún padre de la patria, sintiendo en el codo la presión de su regia mano y detrás los pasos de los guardaespaldas, mientras deseaba que en ese momento pasara por allí alguno de mi pueblo y me viera así, poseído y poseedor, admirado por los enemigos y odiado por el resto de trabajadoras honestas de aquel mismo burdel.
Pero no fueron esos sucedidos los que me vinieron a la memoria con el texto de Cercas, sino otros más triviales y, al tiempo, aún más lamentables, si cabe.
Me trajo ese texto recuerdos de mí mismo, de ocasiones en que también fui entrañablemente idiota. No me sucedió a la vera de ningún presidente de gobierno, aunque tal vez porque ni me lo propuse ni me dejé, ya que otros bastante más tontos se han rascado guapamente el lomo con éste o aquél. Pero amigos con poder del bueno sí tuve en tiempos, no se crean, frecuenté a alguno que otro. Luego acabó todo en enemistad porque mi diplomacia es de erizo, porque tengo un blog y porque se me pone fatal el cutis con los lubricantes. Mas cuando era feliz y virginal, más de una vez paseé a la diestra de algún padre de la patria, sintiendo en el codo la presión de su regia mano y detrás los pasos de los guardaespaldas, mientras deseaba que en ese momento pasara por allí alguno de mi pueblo y me viera así, poseído y poseedor, admirado por los enemigos y odiado por el resto de trabajadoras honestas de aquel mismo burdel.
Pero no fueron esos sucedidos los que me vinieron a la memoria con el texto de Cercas, sino otros más triviales y, al tiempo, aún más lamentables, si cabe.
Resulta que, como saben por aquí, viajo bastante a Latinoamérica. Suelo volar con Iberia y tengo mi tarjeta Iberia Plus hinchada de puntos cual faltriquera de concejal de urbanismo intachable. Así que cuando hay sobreventa de billetes y no cabemos en clase turista todos los pringados que volamos así, apretujados y comiendo viandas propias de campo de refugiados administrado por la Generalidad valenciana, suena en la sala de embarque una voz melodiosa que canta esto: si está en la sala el señor Juan Antonio García, preséntese, por favor, al personal de Iberia. Y me presento, claro, sabiendo que me van a decir que me cambian de asiento y de clase y que me toca primera. Otras veces es ya en el mostrador, al gestionar la tarjeta de embarque, cuando recibo la feliz noticia. Sea como sea, trato entonces de reprimir las expresiones que serían propias de mi condición plebeya, tipo huy qué bien o es mi día de suerte o que Dios se lo pague, señorita. No, pongo cara de bueno-ya-estoy-acostumbrado y se ha hecho justicia, pues debieron de sacarme el billete en turista por pura equivocación, ya se sabe lo despistadas que andan estas secretarias.
Lo que en verdad quería contarles es lo que viene después, en el momento de acceder el avión. Estoy con la tarjeta milagrosa en la mano, muy apretada, y en cuanto anuncian que comienza el embarque y que los pasajeros de clase business pueden pasar los primeros, allá voy, acelerado pero procurando llevar el paso corto para que no me delate la ansiedad. Yo me siento hasta guapo en ese momento y se me ocurre que cualquier tía que me esté viendo de entre el grupo de los menesterosos tiene que encontrarme irresistible, bien mirado. Juraría, cada vez, que en los ojos de todos esos que esperan que pasemos antes los ricos hay más admiración que reproche, más envidia que ira, pues se sabe que al pueblo le gustan las jerarquías y las asimila gustoso cuando se corresponden con el derecho natural y el orden de la Creación.
Como, pese a los intentos de ir contenido, he llegado de los primerísimos a la cabina selecta, me apalanco en el sillón amplio procurando expandir mi cuerpo, esponjándome para rellenarlo entero y no parecer un tirillas adolescente que se ha colado en el cuarto de los mayores. Sentado, observo a los que entran al mismo departamento de los elegidos, y pronto me molesta que aquel sea tan jovenzuelo y lleve esa camiseta raída que aquí no pega, que aquella señora hable muy alto o que el calvo de más allá se ponga torpemente a manipular los mil artilugios tecnológicos del asiento. Bien se le nota a ese tipo que cayó aquí por el overbookin y que no está acostumbrado a moverse en este ambiente, me digo, sabedor de que yo ya me trato de tú a tú con la pantalla táctil y con los cinco botones para cambiar la postura del asiento, desde la almohadilla de la cabeza hasta el apoyo para los pies. En ese instante no añado, palabra, que me manejo hábilmente con los chismes porque debe de ser la décima vez que me regalan por la jeta y de milagro ese privilegio de viajar ahí; no. Seguro que tampoco el nuevo rico que prosperó a base de robar a los vecinos y de explotar a inmigrantes se considera un impostor cuando le dice a su hija que cuide las compañías o cuando le pide a su amante de Visa vicios raros de los que una vez oyó a un marqués de verdad en un documental de la tele.
No sé qué va a pasar si en alguna oportunidad viajo en primera por haber pagado yo –raro, raro- o que me haya pagado alguien –raro- tal billete carísimo. Nunca me ha ocurrido así y es probable que jamás suceda. Pero, si se diera el caso, mucho me temo que, nada más instalarme y mientras me tomaba la copita de cava que te ofrecen siempre, comenzaría a decirme que a cuántos mindundis y apocados de los que me rodean les habrá tocado viajar conmigo por el morro y nada más que porque el avión va muy lleno y tienen unos cuantos puntos en su tarjeta de Iberia, y que no hay derecho y que un país no puede prosperar así, igualando a lo tonto y sin reconocer como se debe el mérito y la capacidad. Al tiempo.
Así que no me extraña nada que flipen y se deslumbren los que, como el señor Cercas, un día viajan con Zapatero a China. Puedo comprender, incluso, lo del mismísimo Zapatero, que ya es decir. Yo, cuando voy al baño en esos aviones, también rehuyo el espejo. Palabra. El maldito espejo sin alma.
Lo que en verdad quería contarles es lo que viene después, en el momento de acceder el avión. Estoy con la tarjeta milagrosa en la mano, muy apretada, y en cuanto anuncian que comienza el embarque y que los pasajeros de clase business pueden pasar los primeros, allá voy, acelerado pero procurando llevar el paso corto para que no me delate la ansiedad. Yo me siento hasta guapo en ese momento y se me ocurre que cualquier tía que me esté viendo de entre el grupo de los menesterosos tiene que encontrarme irresistible, bien mirado. Juraría, cada vez, que en los ojos de todos esos que esperan que pasemos antes los ricos hay más admiración que reproche, más envidia que ira, pues se sabe que al pueblo le gustan las jerarquías y las asimila gustoso cuando se corresponden con el derecho natural y el orden de la Creación.
Como, pese a los intentos de ir contenido, he llegado de los primerísimos a la cabina selecta, me apalanco en el sillón amplio procurando expandir mi cuerpo, esponjándome para rellenarlo entero y no parecer un tirillas adolescente que se ha colado en el cuarto de los mayores. Sentado, observo a los que entran al mismo departamento de los elegidos, y pronto me molesta que aquel sea tan jovenzuelo y lleve esa camiseta raída que aquí no pega, que aquella señora hable muy alto o que el calvo de más allá se ponga torpemente a manipular los mil artilugios tecnológicos del asiento. Bien se le nota a ese tipo que cayó aquí por el overbookin y que no está acostumbrado a moverse en este ambiente, me digo, sabedor de que yo ya me trato de tú a tú con la pantalla táctil y con los cinco botones para cambiar la postura del asiento, desde la almohadilla de la cabeza hasta el apoyo para los pies. En ese instante no añado, palabra, que me manejo hábilmente con los chismes porque debe de ser la décima vez que me regalan por la jeta y de milagro ese privilegio de viajar ahí; no. Seguro que tampoco el nuevo rico que prosperó a base de robar a los vecinos y de explotar a inmigrantes se considera un impostor cuando le dice a su hija que cuide las compañías o cuando le pide a su amante de Visa vicios raros de los que una vez oyó a un marqués de verdad en un documental de la tele.
No sé qué va a pasar si en alguna oportunidad viajo en primera por haber pagado yo –raro, raro- o que me haya pagado alguien –raro- tal billete carísimo. Nunca me ha ocurrido así y es probable que jamás suceda. Pero, si se diera el caso, mucho me temo que, nada más instalarme y mientras me tomaba la copita de cava que te ofrecen siempre, comenzaría a decirme que a cuántos mindundis y apocados de los que me rodean les habrá tocado viajar conmigo por el morro y nada más que porque el avión va muy lleno y tienen unos cuantos puntos en su tarjeta de Iberia, y que no hay derecho y que un país no puede prosperar así, igualando a lo tonto y sin reconocer como se debe el mérito y la capacidad. Al tiempo.
Así que no me extraña nada que flipen y se deslumbren los que, como el señor Cercas, un día viajan con Zapatero a China. Puedo comprender, incluso, lo del mismísimo Zapatero, que ya es decir. Yo, cuando voy al baño en esos aviones, también rehuyo el espejo. Palabra. El maldito espejo sin alma.
1 comentario:
Me resultas hasta tierno. Siempre te dijé vigilá a Elsa. Ella está apuntada para ser muy feliz y tener mucho éxito, pero has de cuidarlo. Yo estoy un poco más lejos de toda la realidad que forma parte de mis coetaneos. Los miro de lejos, y no formo parte de mi tiempo. Como otros tantos otros, solo que yo soy consciente y otros no tanto...partí con desventaja , no encontré gente adecuada, no puede deshacer y soy alguien ajeno, casi invisible. Yo si soy invisible..si..claro que si...No es nada bueno, pero estoy convencida, de mi absoluta invisivilidad..
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